que ojo miraba Anfio en realidad? ?Con el derecho? ?Con el izquierdo? Al hombre le molestaba preguntarselo a si mismo cada vez que lo contemplaba.
Se saludaron. El hombre dijo: «?Como esta?». Anfio respondio: «No se queja; creo que charla con los dioses, porque a veces lo oigo hablar a solas». El hombre -que era un servidor de los Once llamado Triptemes- anuncio: «Voy a verlo». Anfio dijo: «?Que es eso que llevas ahi, Triptemes?». El hombre mostro la pequena cratera sellada. «Cuando lo encerramos, nos pidio que le consiguieramos un poco de vino de Lesbos.» «Espera, Triptemes», dijo Anfio, «ya sabes que esta prohibido que los condenados reciban nada del exterior». El hombre, suspirando, repuso: «Vamos, Anfio, dedicate a tu trabajo y deja que yo me dedique al mio. ?Que temes? ?Que se emborrache el dia de su muerte?». Rieron. El hombre prosiguio: «Y si se emborracha, mejor. Caera dando tumbos al precipicio del baratro, y pensara que regresa de un
«Mira con el ojo derecho, ahora estoy seguro», penso mientras cogia una de las antorchas y se disponia a descender hacia la oscuridad de las celdas. [123]
Descendemos del cielo junto al belisono sequito de los rayos y, en las plumas de un golpe de viento, nos apartamos de la geometria de los templos en direccion al elegante barrio del Escambonidai. Bajo nuestros pies divisamos una quebrada linea gris que atraviesa el suburbio de un lado a otro: es la calle principal. Si, la mancha que ahora se desplaza por ella a prudente velocidad hacia uno de los jardines particulares es un hombre, tan infimo se ve desde esta altura. Un esclavo, a juzgar por el manto. Joven, a juzgar por su agilidad. Otro hombre lo aguarda bajo los arboles. A pesar del cobijo de las ramas, su manto muestra el lustre de las ropas empapadas. La lluvia arrecia. Nuestra mirada tambien. Nos abatimos sobre el rostro del hombre que aguarda: grande, grasiento, con pulcra barbita plateada y ojos grises donde las pupilas destacan como fibulas de ebano. Su impaciencia es evidente: mira hacia un lado, hacia otro; por fin, advierte al esclavo y su expresion se torna mas ansiosa. ?Cuales son sus pensamientos en este instante?… ?Ah, pero dentro de su cabeza no podemos descender!… Percutimos en la enredadera de sus cabellos grises, y ahi se acaba todo para nosotros, pobres gotas de agua. [124]
– ?Amo! ?Amo! -grito el joven esclavo-. ?He ido a casa de Diagoras, como me ordenaste, pero no he hallado a nadie!
– ?Estas seguro?
– ?Seguro, amo! ?He llamado varias veces a su puerta!
– Bien, pues te dire lo que debes hacer ahora: entra en mi casa y aguardame hasta el mediodia. Si no regreso para entonces, avisa a los servidores de los Once. Diles que mi esclava pretendio asesinarme esta noche, y que hube de defenderme: si saben que hay un cadaver por medio actuaran con mas rapidez. Entregales tambien este papiro, rogandoles que sus jerarcas lo lean, y jura por el honor de tu amo que un peligro de considerable importancia se cierne sobre la paz de la Ciudad; no es del todo cierto, segun creo, pero si logras infundirles algun temor obedeceran tus instrucciones al punto. ?Lo has entendido?
El esclavo asintio, sobresaltado.
– ?Si, amo, y asi lo hare! Pero ?adonde vas? ?Me da escalofrios oirte!
– Haz lo que te he dicho -alzo la voz Heracles, pues la lluvia era cada vez mas fuerte-. Regresare al mediodia, si todo va bien.
– ?Oh amo, cuidate! ?Esta tormenta parece llena de funestos presagios!
– Si cumples puntualmente mis ordenes, nada habras de temer.
Heracles se alejo, descendiendo por la calle en pendiente hacia el abismo mortecino de la Ciudad. [125]
Los dedos muertos de la lluvia habian despertado a Diagoras muy temprano: palparon las paredes del dormitorio, aranaron los ventanucos, llamaron infatigables a su puerta. Se levanto del lecho y se vistio con rapidez. Uso el manto a modo de capucha y salio.
El Kolytos, su barrio, estaba muerto; algunos comercios, incluso, habian cerrado, como si fuera dia de fiesta. Por las vias mas transitadas apenas deambulaban uno o dos individuos, pero en las oscuras callejuelas la lluvia gobernaba a solas. Diagoras penso que debia apresurarse si queria ver a Menecmo aquella manana. En realidad, tenia la impresion de que la premura seria imprescindible si queria ver a alguien, quienquiera que fuese, en algun lugar, pues toda Atenas parecia haberse convertido, a sus ojos, en un pluvioso cementerio.
Descendio por la irregular pendiente de una calle hasta llegar a una pequena plaza de la que partia otra calle cuesta abajo. Advirtio entonces la sombra de un anciano al amparo de una cornisa, aguardando sin duda a que el temporal amainase, pero le sorprendio su rostro demacrado en violento contraste con la penumbra que orlaba sus parpados. Luego, las mejillas de un esclavo que cargaba con dos anforas se le antojaron demasiado palidas. Y una hetaira le sonrio como un perro famelico desde una esquina, pero el albayalde derretido de su cara le recordo la erosion de las mortajas. «?Por el dios de la bondad, solo hago ver rostros de cadaveres desde que he salido!», penso. «Quizas es que la lluvia es una forma de presentimiento; o quiza se deba a que el color de la vida en nuestras mejillas se diluye con el agua.» [126]
Sumido en tales cavilaciones, observo que dos siluetas encapuchadas se acercaban desde una calle lateral. «He aqui, por Zeus, otro par de espiritus.»
Las siluetas se detuvieron frente a el, y una de ellas le dijo, con voz amable:
– Oh Diagoras de Medonte, acompananos de inmediato, pues va a suceder algo terrible.
Le bloqueaban el paso. A traves de la tiniebla de sus capuchas, Diagoras podia entrever la blancura de sendos rostros misteriosamente parecidos.
– ?Como es que me conoceis? -pregunto-. ?Quienes sois?
Los encapuchados se miraron entre si.
– Somos… eso tan
Diagoras comprendio de repente que sus ojos lo habian enganado esta vez: la blancura de aquellos rostros era falsa.
Llevaban mascaras.
«Quiza su poder se extienda hasta el arconte rey», pensaba Heracles, alarmado. «A fin de cuentas,
– Otra vez tu -sonrio-. Buena cosa es que nos visites tanto. Tus visitas significan recompensas.
Heracles ya tenia preparados los dos obolos.
– Esta casa es tenebrosa, y sin un guia como yo podrias perderte -comento el nino, conduciendo a Heracles por los oscuros corredores-. ?Sabes lo que dice Ifimaco, el viejo esclavo amigo mio?
– ?Que dice?
El pequeno guia se detuvo y bajo la voz.
– Que aqui se perdio alguien hace mucho tiempo y murio sin hallar la salida. Y a veces, de noche, te lo encuentras caminando por los pasillos, mas blanco y frio que el marmol de Calcidia, y te pregunta con mucha cortesia por donde se sale.
– ?Tu lo has visto alguna vez?
– No, pero Ifimaco dice que si lo ha visto.
Reanudaron la marcha mientras Heracles replicaba:
– Pues no te lo creas hasta que no lo veas por ti mismo. Todo lo que no se ve, es cuestion de opiniones.
– La verdad es que finjo asustarme cuando me lo cuenta -observo el nino alegremente-, porque a Ifimaco le agrada que me asuste. Pero en realidad no me da miedo. Y si un dia me encontrara con el muerto, le diria: «?La salida, por la segunda a la derecha!».
Heracles rio de buena gana.