spaniels, y engendrar una hija.

Han fracasado todas las tentativas de fijar con exactitud el ano en que nacio Flush, y respecto al dia o al mes, ni hablar. Pero es verosimil que naciera a principlos de 1842. Tambien es probable que descendiera directamente de Tray (n. en 1816), cuyas caracteristicas – que, desgraciadamente, solo nos han llegado a traves de la poesia, poco de fiar como medio de informacion – fueron las de un cocker rojizo muy notable. Todo induce a creer a Flush hijo de aquel «autentico spaniel, de la variedad cocker» por el cual se nego a aceptar el doctor Mitford veinte guineas «a causa de los buenos servicios que le prestaba en la caza». Tambien hemos de contentarnos, por desgracia, con la poesia para una descripcion detallada del mismo Flush en su juventud. Tenia ese matiz especial marron oscuro que reluce al sol «como el oro». Sus ojos eran «unos ojos atonitos color avellana». Las largas orejas «le enmarcaban la cabeza como una capota», sus «piececitos» estaban «endoselados con mechones» y la cola era ancha. Pese a las inevitables concesiones a las exigencias de la rima y a las inexactitudes de la diccion poetica, todas esas peculiaridades habrian sido aprobadas por el Spaniel Club. No podemos dudar de que Flush era un cocker de casta, pertenieciente a la variedad rojiza dotada de todas las excelencias que caracterizan a su especie.

Los primeros meses de su vida los paso en «Three Mile Cross», una casita de campo cerca de Reading, pero no era aquella una finca de recreo, sino de labores. Desde que los Mitford vinieron a menos – con Kerenhappock de unico criado – tuvo que hacer miss Mitford en persona las fundas de las sillas, y utilizando el genero mas barato. Parece ser que el mueble mas importante era una mesa grande, y la habitacion principal un espacioso invernadero. No se vio rodeado Flush – hay que darlo por seguro – de ninguno de los refinamientos (garitas con buena proteccion contra la lluvia, caminos de cemento, un lacayo o una doncella a su servicio) de que no se privaria hoy a un perro de su alcurnia. Pero lo pasaba bien: disfrutaba, con toda la viveza de su temperamento, de la mayor parte de los placeres – y de algunos de los desenfrenos – connaturales a su juventud y a su sexo. Es cierto que miss Mitford permanecia en casa casi todo el tiempo. Tenia que leer en voz alta casi todo el tiempo. Tenia que leer en voz alta a su padre horas enteras; luego, jugar con el a las cartas – el cribbage -, y, cuando por fin se dormia aquel, poniase miss Mitford a escribir sin cesar en la mesa del invernadero proponiendose con ello pagar las facturas y saldar los atrasos. Pero, al cabo, llegaba el mamento ansiado. Dejaba a un lado los papeles, se calaba un sombrero, cogia la sombrilla y salia con sus perros a dar un paseo por el campo. Los spaniels son comprensivos por naturaleza; y Flush, como lo prueba su biografia, poseia el don – casi excesivo – de captar las emociones humanas. Asi, al ver a su querida ama respirando por fin, tan aliviada, el aire freseo, complaciendose en permitir al vientecillo que la despeinara y colorease la ternura de su rostro, mientras se suavizaban – despreocupadas – las lineas de su amplisima frente…, todo esto lo contagiaba de alegria, haciendole dar brincos cuya extravagancia era en gran parte un testimonio de simpatia hacia la deliciosa sensacion que ella experimentaba. Conforme avanzaba su ama por la alta hierba, el saltaba de aca para alla, abriendo surcos fugaces en la verde cabellera. Las frescas perlas de rocio o de lluvia le caian sobre la naricilla en ducha iridiscente; la tierra – dura aqui, alli blanda, caliente mas alla o quiza fria – le picaba, le hacia cosquillas y le irritaba en las almohadillas, tan tiernas, de sus pies. Una sutilisima mezcla de los olores mas variados le hacia vibrar las aletas de la nariz: aspero olor a tierra, aromas suaves de las flores, inclasificables fragancias de hojas y zarzas, olores acres al cruzar la carretera, el picante olor que sentia cuando entraban en los campos de habas… Pero de pronto traia el viento unos efluvios mas agudos, mas intensos, mas lacerantes que todos los demas, unos efluvios que le aranaban el cerebro hasta remover mil instintos en el y dar suelta a un millon de recuerdos: el olor a liebre o a zorro. Entonces se lanzaba como una exhalacion. Olvidaba a su ama; se olvidaba de todo el genero humano. Oia a unos hombres morenos que gritaban: Span! Span! Oia el restallar de los latigos. Corria, se precipitaba… Por ultimo, se paraba en seco, estupefacto: el encanto se habia desvanecido. Muy lentamente, moviendo la cola con humildad, regresaba a traves de los campos hasta donde estuviera miss Mitford voceando «?Flush! ?Flush! ?Flush!» y agitando la sombrilla. Una vez – por lo menos – fue aun mas imperiosa la llamada atavica; el cuerno de caza que le resono por dentro levanto en el instintos mas hondos, hizo surgir de su ser mas profundo unas emociones producidas mas alla de la memoria y que borraban, con un grito salvaje de extasis, las impresiones producidas por la hierba, los arboles, las liebres, los conejos y los zorros. El Amor lo encandilo con su antorcha, pasandosela ante los ojos; oyo el cuerno de caza de Venus. Antes de haber salido de la edad cachorril, ya Flush era padre.

Si un hombre se hubiera conducido asi en 1842, su biografo le hubiese hallado quizas alguna disculpa; de haber sido una mujer, no habria habido disculpa posible y su nombre habria desaparecido, borrado por la ignominia. Pero el codigo moral de los perros – se le considere mejor o peor – es, desde luego, muy distinto al nuestro, y aquella accion de Flush no necesita encubrirse ahora pudicamente, ni le incapacito entonces para disfrutar de la compania de las personas mas puras y castas. Asi, existe la evidencia de que el hermano mayor del doctor Pusey tenia un grandisimo interes en comprarlo. Deduciendo el caracter, conocido, del doctor Pusey el probable caracter de su hermano, debio de haber visto este en el cachorro algo muy serio, solido, prometedor de futuras virtudes, por mucha que hubiera sido hasta entonces la liviandad de Flush. Pero una prueba mucho mas significativa de los atractivos de que estaba dotado la constituye el haberse negado miss Mitford a venderlo, a pesar de la insistencia de mister Pusey en comprarlo. Teniendo en cuenta lo mal que andaba de dinero – no sabia ya que tragedia hilvanar, ni que anuario editar, y se veia reducida al denigrante recurso de solicitar ayuda de sus amistades -, debio de hacersele muy cuesta arriba rechazar la cantidad ofrecida por el hermano mayor del doctor Pusey. Por el padre de Flush habian ofrecido veinte libras. Ya hubiera estado bien diez o quince libras por Flush. Diez o quince libras eran una suma principesca, una magnifica suma para poder disponer de ella. Con diez o quince libras podia haber comprado nuevas fundas para las sillas, podia haber vuelto a abastecer el invernadero, haber repuesto su ropero, pues… «No me he comprado desde hace cuatro anos ni un gorrito, ni una capa o un vestido; apenas si me habre comprado un par de guantes», escribia miss Mitford en 1842.

Pero vender a Flush… Ni pensar en ello. Pertenecia a esa reducida clase de objetos a los que no puede relacionarse con la idea de dinero. ?Y no era, en verdad, de esa clase, aun mas reducida, que, por concretar lo espiritual, se convierten en el simbolo mas adecuado de la amistad desinteresada? Y, en este sentido, ?no es lo mejor que puede ofrecersele a una amiga, cuando se tiene la dicha de contar con una, a quien se considera mas bien como una hija; a una amiga que se pasa los meses de verano acostada en su dormitorio de la calle Wimpole, a una amiga que es, nada menos, la primera poetisa de Inglaterra, la brillante, la desventurada, la adorada Elizabeth Barrett en persona? Tales eran los pensamientos que embargaban, cada vez con mas frecuencia, a miss Mitford mientras contemplaba como corria y retozaba Flush al sol, y cuando estaba sentada al borde del lecho de miss Barrett en el oscuro dormitorio – sombreado por la hiedra- de Londres. Si, Flush era digno de miss Barrett, y esta era digna de Flush. Un gran sacrificio, es verdad, pero habia que hacerlo. Asi, un dia, probablemente a principios del verano de 1842, bajaba por la calle Wimpole una pareja muy notable: una dama rechoncha, de bastante edad y pobre indumentaria, con el rostro rosado y reluciente, y la viva blancura de sus cabellos, llevando de una cadenita un cachorro spaniel, de la variedad cocker «dorada»; un perrito muy despierto y muy escudrinador… Tuvieron que recorrer casi toda la calle hasta llegar al numero 50. No sin un ligero temblor, toco miss Mitford la campanilla.

Aun hoy, quizas experimenten ese mismo temblor cuantos llamen a una casa de Wimpole Street. Es la mas augusta de las calles londinenses, la mas impersonal. En efecto, cuando parece que el mundo va a hacerse trizas y que la civilizacion se va a derrumbar, basta ir a Wimpole Street, recorrer pausadamente aquella avenida, contemplar las casas, fijarse en su uniformidad, maravillarse ante las cortinas de las ventanas y su consistencia, admirar sus llamadores de bronce, observar como entregan los carniceros su sabrosa mercancia y como la reciben los cocineros, enterarse de las rentas de los inquilinos y deducir de aqui la consiguiente sumision de estos a las leyes humanas y divinas… Solo hay que ir a Wimpole Street y saciarse alli de la paz que se desprende de aquel orden para que podamos respirar tranquilos, contentos de que si Corinto ha caido o Mesina se ha derrumbado, o si mientras el viento se lleva las coronas y se incendian los imperios mas antiguos, Wimpole Street sigue imperturbable. Y, cuanao salimos de la calle Wimpole para entrar en la de Oxford, nos sube una plegaria del corazon a los labios para pedir que no muevan ni un ladrillo de Wimpole Strret, que no laven sus cortinas ni deje el carnicero de entregar, ni de recibir el cocinero, el lomo, el anca, la pechuga o las costillas, por los siglos de los siglos… Pues, mientras exista la calle Wimpole, esta segura la civilizacion.

Los criados de Wimpole Street se mueven, aun hoy, con mucha calma; pero en el verano de 1842 eran de superior lentitud. Las leyes de la librea eran entonces mas rigurosas. El ritual – que prescribia el delantal de

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