pasado en el cogollo de la civilizacion. Al principio solo veia la habitacion y sus muebles, pero ya esto bastaba para asombrarlo. Identificar, distinguir y llamar por sus verdaderos nombres a todos aquellos objetos – tan diversos – le era muy arduo. Y apenas habia conseguido acostumbrarse a las mesas, a los bustos, al lavabo – el perfume del agua de Colonia le impresionaba aun desagradablemente – cuando llego uno de esos dias buenos, sin viento, calidos, pero no achicharrantes, secos, aunque no polvorientos, en que una persona invalida puede salir a tomar el aire. Llego el dia en que miss Barrett pudo arriesgarse a correr la gran aventura de salir de compras con su hermana.

Le dispusieron el coche. Miss Barrett se levanto del sofa; velada y bien arropada, bajo la escalera. Desde luego, Flush la acompanaba. Salto al coche en cuanto ella subio. Tendido en su regazo, vio – maravillado – desfilar ante sus ojos toda la magnificencia de Londres en su mejor temporada. El coche recorrio la calle Oxford. Flush vio casas construidas casi solo con vidrio. Vio ventanas en cuyo interior se cruzaban colgaduras de una alegre policromia, o en las que se amontonaban brillantes piezas rosadas, purpureas, amarillas… El coche paro. Flush paso bajo sus arcos misteriosos formados por nubecillas y transparencias de gasas coloreadas. Las fibras mas remotas de sus sentidos se estremecieron al entrar en contacto con un millon de aromas de China y de Arabia. Sobre los mostradores fluian velozmente yardas y yardas de reluciente seda; el bombasi, en cambio, desenrollaba majestuoso su oscura tonalidad, sin prisa. Las tijeras funcionaban. Lanzaban sus destellos las monedas. El papel se plegaba a las cosas y las cuerdas lo apretaban. Y con tanto ondular de colgaduras, tanto piafar de caballos, con las libreas amarillas y el constante desfile de rostros, cansado de saltar y danzar en todas direcciones, nada tiene de particular que Flush – saciado con tal multiplicidad de sensaciones – se adormilara, se durmiera del todo e incluso sonara, no enterandose ya de nada hasta que no lo sacaron del coche y se cerro tras el la puerta de Wimpole Street.

Y al dia siguiente, como persistia el buen tiempo, se aventuro miss Barrett a realizar una hazana aun mas audaz: se hizo conducir por la calle Wimpole en un sillon de ruedas. Tambien esta vez salio Flush con ella. Escucho el cliqueteo de sus pezunas sobre el duro pavimento de Londres. Por primera vez le llego al olfato toda la bateria de una calle londinense en un caluroso dia de verano. Olio las insoportables emanaciones de las alcantarillas, los amargos olores que corroen las verjas de hierro y los olores humeantes – y que se suben a la cabeza – procedentes de los sotanos… Olores mas complejos y corrompidos, y que ofrecian un contraste mas violento y una composicion mas heterogenea que cuantos oliera en los campos de Reading, olores fuera del alcance de la nariz humana. Asi, mientras el sillon de ruedas seguia adelante, el se detenia, maravillado, definiendo, saboreando cada efluvio hasta que un tiron de collar lo obligaba a seguir su camino. Tambien le asombraba el paso de los cuerpos humanos. Las faldas le tapaban la cabeza al pasar, y los pantalones le cepillaban las caderas; a veces, alguna rueda le rozaba casi el hocico. Cuando pasaba un carromato, un aire de destruccion le resonaba en los oidos y aventaba los mechones de sus patas. Entonces se aterrorizaba. Pero, misericordiosamente, la cadena le tiraba del collar. Miss Barrett lo tenia bien sujeto para evitar que se buscase por imprudencia una irreparable desgracia.

Por ultimo, con todos los nervios latiendole, y con los sentidos embriagados, llego a Regent's Park. Y entonces, al ver de nuevo tras anos de ausencia (asi se lo parecia a el) la hierba, las flores y los arboles, repercutio en sus oidos el ancestral grito de caza y se lanzo a correr como habia corrido en el campo familiar. Pcro ahora era muy distinto; su impulso se vio cortado en seco por el peso que llevaba al cuello y el inevitable tiron. Cayo sentado sobre las ancas. ?No habia alli arboles y hierba?, penso. ?No eran aquellos los signos de la libertad? ?No se habia lanzado en plena carrera cada vez que miss Mitford salia con el al campo? ?Por que aqui estaba prisionero? Aqui – segun observo – estaban las flores apelotonadas en reducidos espacios formando grupos mucho mas compactos que en «Three Mile Cross». Esas parcelas floridas se hallaban cortadas por unos senderos duros y negros. Por ellos caminaban unos hombres con espejeantes sombreros de copa. Al verlos, se aproximo temblando al sillon de ruedas y acepto de buen grado la proteccion de la cadena. Por esto, cuando hubo salido varias veces de paseo, se formo en su cerebro un nuevo criterio. Atando cabo con cabo, habia llegado a una conclusion. Donde hay macizos de flores, hay veredas de asfalto; donde hay macizos y flores y sendas de asfalto, hay hombres con sombreros de copa espejeantes; donde hay macizos de flores, sendas de asfalto y hombres con sombreros de copa espejeantes, los perros han de ir sujetos con cadenas. Aunque incapaz de descifrar ni una palabra del letrero clavado en Regent's Park, se habia aprendido la leccion: los perros han de ir sujetos con cadenas.

A este nucleo de conocimiento, originado por las extranas experiencias del verano de 1842, se adhirio pronto otro: los perros no son iguales entre si, sino diferentes. En «Three Mile Cross» se habia mezclado Flush tanto con los perruchos de taberna como con los galgos de los senores; no solia establecer diferencia alguna entre el perro del calderero y el. Incluso era probable que la madre de su hijo – aunque la llamaran spaniel por cortesia – no fuera sino una perra cruzada, cuyas orejas largas procedieran de una casta, y el rabo, de otra. Pero los perros de Landres, segun descubrio Flush en seguida, estan divididos en dos clases rigurosamente separadas. Unos son perros encadenados; otros van sueltos. Algunos salen a tomar el aire en carruajes y beben en vasijas purpureas; otros, de aspecto desalinado y carentes de collares, se las arreglan como pueden en el arroyo. Por tanto, los perros difieren entre si, comenzo a sospechar Flush. Unos son de elevada condicion y otros de baja, y sus sospechas se vieron confirmadas por retazos de conversacion entre los perros de Wimpole Street: «?Ves aquel tipejo? ?Bah, un mestizo! ?Caray, vaya un spaniel con buen tipo! ?Es de la mejor casta inglesa! ?Que lastima que no tuviera las orejas un poco mas abarquilladas! ?Fijate en aquel del tupe!»

De frases como estas, y del tono de alabanza o de mofa con que eran pronunciadas – ya las oyera junto al buzon de correos o a la puerta de la taberna donde solian comunicarse sus vaticinios sobre las carreras de caballos -, pudo deducir Flush, antes de terminar el verano, que no existe igualdad entre los perros: unos son de clase alta, y otros, de baja clase. ?A cual pertenecia el, pues? En cuanto llego a casa, se examino cuidadosamente en el espejo. ?Gracias a Dios, era un perro de muy buena cuna! Su cabeza era de lineas suaves; sus ojos, prominentes pero no saltones, y sus patas, forradas de pelo largo y fino; no desmereceria junto al cocker mejor criado de Wimpole Street. Noto con satisfaccion que el tambien bebia de una vasija purpurea (tales son los privilegios del alto linaje), e inclino la cabeza para que le engancharan la cadena al collar (tales son sus penalidades). Cuando miss Barrett lo observo mirandose al espejo, se formo una idea falsa. Lo creyo un filosofo que meditaba sobre la diferencia existente entre la realidad y lo aparente. Y, en verdad, era un aristocrata que repasaba sus titulos.

Pero pronto terminaron los dias hermosos del verano; empezaron a soplar los vientos otonales, y miss Barrett llevo una vida de completa reclusion en su dormitorio. La vida de Flush tambien cambio. Su educacion exterior fue suplida por la que le proporcionaba el dormitorio, y esto suponia, para un perro del temperamento de Flush, la imposicion mas violenta que pueda imaginarse. Sus unicos paseos – y estos muy cortos y de cumplido- eran los que daba con Wilson, la doncella de miss Barrett. Durante el resto del dia permanecia en el sofa, a los pies de miss Barrett. Todos sus instintos naturales se veian obstaculizados. El ano anterior, cuando habian soplado los vientos otonales en el Berkshire, lo habian dejado correr con toda libertad por los rastrojos; ahora, en cuanto oia miss Barrett el batir de la hiedra contra los cristales, mandaba a Wilson que cerrase bien la ventana. Cuando las hojas de las enredaderas escarlata y los mastuerzos comenzaron a marchitarse en la jardinera de la ventana y cayeron, se envolvio con mayor cuidado en su chal de la India. Cuando la lluvia de octubre azotaba la ventana, Wilson encendia el fuego y amontonaba el carbon en la chimenea. El otono fue intensificandose hasta hacerse invierno y las primeras nieblas llenaron de ictericia la atmosfera. Wilson y Flush encontraban a tientas el camino para llegar al postebuzon o a la farmacia. Al regresar, solo podian distinguir en el cuarto las confusas manchas blanquecinas de los bustos sobre el armario y los estantes; los campesinos y el castillo se habian esfumado de la cortinilla; los cristales estaban cubiertos de un amarillo palido. Flush tenia la impresion de que miss Barrett y el vivian en una cueva llena de cojines e iluminada por el resplandor del fuego. De la calle les llegaba el incesante zumbido del trafico, con repercusiones amortiguadas; de cuando en cuando pasaba una voz pregonando con rudeza: «?Se camponen sillas viejas y canastas!», apagandose calle abajo. A veces, era una musiquilla callejera que se acercaba, mas fuerte a cada instante, y se iba borrando al alejarse. Pero ninguno de estos sonidos significaba libertad, accion ni ejercicio. El viento, la lluvia, los dias crudos de otono y el frio a mediados de invierno solo se traducian para Flush en calor y quietud, en lamparas encendidas, cortinas corridas y la lumbre atizada a cada momento.

Al principio se le hacia todo ello casi insoportable. No podia evitar el ponerse a danzar por la habitacion – uno u otro dia otonal en que el viento soplara – mientras las perdices estarian esparciendose por los rastrojos. Creia

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