oir disparos entre los rumores que le traia el aire. No podia contenerse cuando ladraba fuera algun perro: corria a la puerta agitandosele la pelambre. Aunque si miss Barrett lo llamaba, o si le ponia la mano en el collar, habia de reconocer que otro sentimiento – contradictorio, imperioso y desagradable – frenaba sus instintos. Se echaba, inmovilizandose a los pies de ella. La primera leccion que aprendio en la escuela-dormitorio, consistio en sacrificar, en controlar los instintos mas violentos de su ser… Y esta leccion era de una dificultad tan portentosa, que con mucho menos esfuerzo aprendieron griego muchos eruditos… Muchas batallas se ganaron en el mundo sin que los generales vencedores hubieran tenido que desplegar tanta fuerza de voluntad. Pero es que la profesora era miss Barrett. Flush sentia, cada vez con mas conviccion, como se estaban ligando el uno al otro a medida que transcurrian las semanas; era aquel un vinculo embarazoso y, sin embargo, emocionante. Se reducia a esto: si el placer de Flush suponia pena para ella, entonces, dejaba su placer de serle placentero, y se le hacia tambien a el penoso en unas tres cuartas partes. Cada dia se evidenciaba la verdad de esta solucion. Por ejemplo, alguien abria la puerta y le silbaba, llamandolo. ?Por que no habia de salir? Ansiaba tomar el aire y estirar las patas; sus miembros se anquilosaban de tanto estar echado en el sofa. Ademas, nunca llego a habituarse al olor a agua de Colonia… No, no… Aunque la puerta estuviera abierta, no abandonaria a miss Barrett, penso ya cerca de la puerta, y volvio al sofa. «Flushie», escribio miss Barrett, «es mi amigo – mi companero – y me prefiere al sol que tanto le atrae desde fuera…» Ella no podia salir. Estaba encadenada al sofa. «Tengo tan poca cosa que contar como un pajaro en una jaula», escribio tambien. Y Flush, para quien todos los caminos del mundo estaban abiertos, prefirio renunciar a todos los olores de la calle Wimpole, con tal de permanecer a su lado.

No obstante, el vinculo estuvo muchas veces a punto de romperse; formabanse extensas lagunas en la compenetracion entre ellos. En ciertas ocasiones, se quedaban mirandose como si fuesen totalmente extranos el uno para el otro. ?Por que, preguntabase miss Barrett, temblaba Flush de pronto, y se erguia, gimoteando, para escuchar quien sabe que? Ella no oia ni veia nada de particular; no habia nadie en la habitacion con ellos.

Y es que no podia adivinar lo siguiente. Folly, la perrita King Charles de su hermana, habia pasado frente a la puerta; o bien, le estaban dando un hueso de carnero a Catiline, el sabueso cubano, en el sotano. Pero Flush si que sabia; sus oidos lo tenian al tanto de todo. Devastaban su ser unas rachas alternativas de lujuria y gula. Ademas, a pesar de su imaginacion de poetisa, miss Barrett no podia adivinar cuanto significaba para Flush el paraguas mojado de Wilson, cuantas reminiscencias le traia: selvas, loros, elefantes trompeteando atronadoramente… Ni pudo comprender, cuando mister Kenyon tropezo en el cordon de la campanilla, que Flush oyo entonces las imprecaciones de los hombres morenos por aquellas montanas… El grito Span! Span! repercutio en sus oidos, y si mordio a mister Kenyon, lo hizo movido por un impulso de rabia ancestral y siempre reprimida.

Por su parte, Flush no sabia tampoco a que obedecian las emociones de miss Barrett. Se estaba alli tendida, horas y horas, pasando la mano sobre un papel blanco con un palito negro, y sus ojos se le llenaban de lagrimas. Pero ?por que? «Ah, mi querido mister Horne», estaba escribiendo; «entonces me fallo la salud… y vino el forzoso destierro a Torquay…, lo cual inicio en mi vida esa eterna pesadilla, siendo causa de lo que no puedo citar aqui; no hable de eso a nadie. No hable de eso, querido mister Horne.» Pero ?si en la habitacion no habia ni olor ni sonido que pudiera provocar el llanto de miss Barrett! Al poco rato, paso esta nuevamente del llanto a la risa, sin dejar de mover el palito. Habia dibujado «un retrato, muy parecido, de Flush, realizado humoristicamente y de manera que mas bien se parece a mi», y debajo del dibujo anoto lo siguiente: «Solo le impide ser un excelente sustituto de mi retrato el que resultaria yo demasiado favorecida.» ?Que motivo de risa podia haber en aquellas manchas negras que le ensenaba a Flush? Este no conseguia oler nada en la hoja; ni tampoco percibia sonido alguno. En la habitacion no habia nadie con ellos. El hecho era que no podian comunicarse con palabras, y esta realidad los llevaba a semejante incomprension. Pero, por otra parte, ?no era eso mismo lo que los unia intimamente? Miss Barrett exclamo cierta vez, despues de una manana de trabajo intenso: ?Escribir, escribir, escribir!» Quiza pensara: Despues de todo, ?lo dicen todo las palabras?, ?pueden las palabras expresar algo? ?No destruiran, por el contrario, los simboios demasiado sutiles para ellas? Una vez, por lo menos, parece haber confirmado esta opinion. Estaba pensando, mientras yacia en el sofa. Habia olvidado a Flush por completo, y la invadieron unos pensamientos tan tristes que la almohada se humedecio de lagrimas. Entonces, una cabeza peluda vino de repente a apretarse contra ella; junto a sus ojos brillaron otros, grandes y titilantes. Se sobresalto. ?Era Flush o era Pan? ?Habria dejado de ser una invalida recluida en Wimpole Street, y seria ya una ninfa griega habitaado en algun umbrio bosquecillo de la Arcadia? ?No era el propio dios barbudo el que unia sus labios a los de ella? Por un momento sintiose transfigurada; era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba, y el amor irradiaba su gloria. Pero, supongamos que Flush hubiera podido hablar… ?No habria dicho cualquier cosa razonable sobre la plaga que sufria la patata en Irlanda?

Tambien Flush experimentaba extranas conmociones en lo mas intimo. Cuando veia las delgadas manos de miss Barrett asiendo delicadamente un cofrecito de plata o algun adorno de perlas, sentia como si se le contrajeran sus pezunas y ansiaba verselas divididas en diez dedos separados. Cuando oia la voz de ella silabeando innumerables sonidos, ansiaba que llegara el dia en que sus amorfos ladridos se convitieran en sonidos pequenitos y simples que, como los de miss Barrett, tuviesen tan misterioso significado. Y, al contemplar como recorrian aquellos dedos incesantemente la pagina blanca con el palito negro, deseaba con vehemencia que llegase el tiempo en que tambien el pudiera ennegrecer papel como ella lo hacia.

?Podria haber llegado a escribir como ella…? La pregunta es superflua; afortunadamente, pues, en honor a la verdad, hemos de decir que en los anos 1842-43 no era miss Barrett una ninfa, sino una invalida; Flush no era un poeta, sino un spaniel de la casta cocker; y Wimpole Street no era la Arcadia, sino Wimpole Street.

Asi pasaban las largas horas en el dormitorio mas apartado de la casa, sin nada que las marcase, mas que el sonido de pasos por las escaleras, el sonido lejano de la puerta de la calle al cerrarse, el ruido de una escoba al barrer, o la llamada del cartero. Los trozos de carbon crepitaban en la chimenea; luces y sombras resbalaban por las frentes de los cinco bustos palidos, por los libros de la vitrina y por el rojo merino de esta. Pero algunas veces los pasos de la escalera no pasaban de largo ante la puerta, sino que se detenian frente a ella. El pestillo giraba; se abria la puerta y alguien penetraba en el dormitorio. ?Como variaba entonces todo el moblaje del cuarto! ?Extrano cambio! ?Que remolinos de olor y sonido se ponian al instante en circulacion! ?Como banaban las patas de las mesas y eran hendidos por los filos agudos del armario! Probablemente, era Wilson, que entraba la comida en una bandeja, o que traia un vaso de medicina; o tambien podia ser cualquiera de las dos hermanas de miss Barrett – Arabel o Henrietta -, o quizas uno de los siete hermanos de miss Barrett: Charles, Samuel, George, Henry, Alfred, Septimus u Octavio. Pero, una o dos veces a la semana, notaba Flush que iba a suceder algo de mas importancia. La cama la disfrazaban cuidadosamente de sofa. La butaca quedaba junto a ella, miss Barrett se envolvia convenientemente en chales de la India. Los objetos de tocador eran ocultados escrupulosamente bajo los bustos de Chaucer y Homero. A Flush tambien lo peinaban y cepillaban. Y, a eso de las dos o las tres de la tarde sonaban en la puerta unos golpecitos muy peculiares, diferentes a los habituales. Miss Barrett se ruborizaba, sonreia y tendia la mano. La persona que avanzaba entonces hacia ella podia ser miss Mittford, brillandole su rosado rostro y muy parlanchina, con un ramo de geranios. O quizas fuera mister Kenyon, un caballero de edad avanzada, grueso y bien peinado, irradiando benevolencia y provisto de un libro. No seria raro tampoco que fuese mistress Jameson, senora opuesta en todo a mister Kenyon; «una senora de tez muy palida y ojos claros, la bios finos e incoloros… una nariz y una barbilla muy salientes y afiladisimas». Cada uno de los visitantes tenia su estilo propio, su olor, tono y acento peculiares. Miss Mitford charlaba apresuradamente, pero su animacion no le hacia decir superficialidades; mister Kenyon se mostraba muy cortes y culto, y farfullaba un poco porque le faltaban dos dientes [3]; mistress Jameson no habia perdido ninguno, y sus movimientos eran tan recortados como sus palabras.

Tendido a los pies de miss Barrett, dejaba Flush que las voces ondulasen sobre el durante horas enteras. Miss Barrett se reia, discutia amigablemente, exclamaba esto o lo otro, suspiraba y reia de nuevo. Por ultimo, con alivio de Flush, se producian breves silencios, interrumpiendose a ratos hasta el incansable fluir de las palabras de miss Mitford. ?Serian ya las siete?, se preguntaba esta. ?Llevaba alli desde mediodia! Habia de marcharse si no queria perder el tren. Mister Kenyon cerraba el libro -habia estado leyendo en voz alta y se estaba un rato de espaldas al fuego; mistress Jameson planchaba entre sus dedos los de sus guantes, en un gesto mecanico. Y uno de los visitantes daba a Flush unos golpecitos carinosos, otro le tiraba de la oreja… La rutina de la despedida se prolongaba, intolerablemente; pero, por fin, se levantaba mistress Jameson, mister Kenyon y hasta miss Mitford, decian las consabidas formulas, recordaban algo, se olvidaban de cualquier cosa, volvian por ella, llegaban a la puerta, la abrian y, por fin – gracias a Dios -, se marchaban.

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