siempre; miss Mitford seguia viniendo. Venian los hermanos y las hermanas; y, a ultima hora de la tarde, entraba mister Barrett. Nada observaron, no sospecharon nada… Esto le hizo tranquilizarse y se esforzo en creer – cuando pasaron unas cuantas noches sin carta – que el enemigo se habia retirado. Imaginaba que un hombre embozado en una capa, una figura encapuchada, habia intentado introducirse en la casa -como un salteador – y despues de hurgar en la puerta y encontrarse con que estaba bien guardada, habia huido con el rabo entre las piernas. Flush trato de convencerse de que el peligro habia pasado. El hombre se habia ido. Entonces volvio a venir la carta.
Como se sucedieron los sobres con creciente regularidad, noche tras noche, comenzo Flush a notar sintomas de cambio en la propia miss Barrett. Por primera vez la vio Flush irritable e inquieta. No podia leer ni escribir. Aquel dia se situo junto a la ventana, mirando a la calle. Pregunto a Wilson, con ansiedad, que tiempo hacia… ?Soplaba aun el viento del Este? ?Habia ya en el parque algun indicio de la primavera? ?Oh, no!, replico Wilson; el viento seguia siendo un viento del Este muy malo. Y Flush tuvo entonces la impresion de que mis Barrett se sentia a la vez aliviada y molesta. Tosio. Se quejo… Parecia sentirse mal…, pero no tan mal como solia estar cuando soplaba el viento del Este. Y entonces, al quedarse sola, releyo la carta de la noche anterior. Era la mas larga de cuantas recibiera. Constaba de muchas paginas densamente cubiertas, con muy poco blanco entre las manchas negras, con gran abundancia de esos jeroglificos pequenitos y violentos. Esto lo podia ver Flush desde su puesto a los pies de ella. Pero no le decian nada las palabras que miss Barrett murmuraba para si. Solo pudo captar la agitacion que la recorrio cuando llego al final de la pagina y leyo en voz alta (aunque ininteligible): «?Cree usted que la vere dentro de dos meses, o dentro de tres?»
Despues tomo la pluma y la paso, rapida y nerviosamente, por una hoja, luego por otra… Pero ?que querian decir aquellas palabritas rque escribia miss Barrett? «Se acerca abril. Habra un mayo y un abril – si vivimos para verlo – y quiza, despues de todo, pudieramos… Desde luego, vere a usted cuando el buen tiempo me haya hecho revivir un poco… Pero al principio es posible que tema el verle… aunque el escribirle asi no me cause rubor. Usted es Paracelso; y yo soy una reclusa; con los nervios rotos en el tormento y ahora lacios y temblando al menor ruido de pasos, al menor soplo.»
Flush no entendia lo que su ama escribia a una o dos pulgadas por encima de su cabeza. Pero comprendia, igual que si hubiese sabido leer, la extrana turbacion que la conmovia al escribir los deseos contradictorios que la agitaban: que llegara abril, y que no llegara; poder ver en seguida al desconocido, y no verlo jamas. Flush tambien temblaba, como ella, al menor soplo. Los dias proseguian su marcha implacable. El aire sacudia la cortinilla. El sol blanqueaba los bustos. Se oia cantar un pajaro en su muda. Pasaban vendedores pregonando «?Se venden flores!» por la calle Wimpole abajo. Y el sabia que todos estos eran indicios de la llegada de abril, y luego vendrian mayo y junio… Nada podria detener la llegada de aquella horrible primavera. Pues ?que traeria esta consigo? Algo terrorifico… algun horror… algo que temia mis Barrett y que Flush temia igualmente. Se asusto al oir unos pasos en la escalera. Solo era Henrietta. Luego, unos golpecitos en la puerta: mister Kenyon tan solo. Asi paso abril, y asi transcurrieron los veinte primeros dias de mayo. Entonces, el 21 de mayo, llego el dia. Flush lo comprendio en seguida. En efecto, el martes 21 de mayo, se contemplo miss Barrett minuciosamente en el espejo; se atavio con gran gusto con sus chales de la India; pidio a Wilson que le acercara la butaca, pero no demasiado; toco este objeto y aquel y el de mas alla, y sentose luego muy derecha entre sus almohadas. Flush se echo a sus pies, muy tieso. Esperaron solos los dos. Por fin, el reloj de la iglesia de Marylebone dio las dos; esperaron. Despues el reloj de Marylebone Church dio una sola campanada. Las dos y media. Y, al apagarse la resonancia de la campanada, sono un audaz aldabonazo en la puerta de la calle. Miss Barrett empalidecio; se quedo muy quieta. Flush tampoco se movio. Escaleras arriba se acercaban las temidas e inexorables pisadas; venia hacia ellos – Flush lo sabia – el individuo enmascarado y siniestro de la medianoche… El encapuchado. Ya puso la mano sobre la puerta. El pestillo giro. Alli estaba.
– Mister Browning – dijo Wilson.
Flush, que observaba a miss Barrett, la vio sonrojarse, vio como le brillaron los ojos y se le abrieron los labios:
– ?Mister Browning! – exclamo.
Retorciendo sus guantes amarillos [4] entre las manos y pestaneando – nervioso, bien peinado, dominante y aspero -, mister Browning cruzo la habitacion. Tomo una mano de miss Barrett entre las suyas y se hundio en la butaca junto al sofa. Inmediatamente empezaron a hablar.
Y, mientras hablaban, Flush se sintio horriblemente solo. Cierta vez le habia parecido que el y miss Barrett estaban juntos en una cueva iluminada por el resplandor del fuego. Ahora no era ya una cueva con fuego, sino humeda y oscura. Miss Barrett habia salido de la cueva… Miro en derredor suyo. Todo habia cambiado. La vitrina de los libros, los cinco bustos… Estos no eran ya deidades amigas que presidieran aprobandolo todo; ahora tenian un aspecto severo, un perfil hostil… Cambio de posicion a los pies de miss Barrett. Esta no se fijo en ello. Exhalo un ligero aullido. No lo oyeron. Por uitimo, se resigno a estarse quieto, en tensa y silenciosa angustia. Proseguia la conversacion, pero no con el fluir habitual y la tipica ondulacion de todas las conversaciones. No, esta saltaba y tenia bruscos altibajos. Se paraba y volvia a brincar. Flush no habia oido nunca aquel tono en la voz de miss Barrett, ni el vigor y la excitacion que tenia ahora. Sus mejillas se encendian como nunca las viera encenderse; sus ojazos relucian como jamas los viera relucir. El reloj dio las cuatro; pero siguieron hablando. Dio luego las cuatro y media. Y entonces mister Browning se puso en pie de un salto. Una tremenda decision, una audacia temible se desprendian de cada uno de sus movimientos. Un momento despues, ya habia estrechado en su mano la de miss Barrett, habia recogido su sombrero y sus guantes, y habia dicho adios. Lo oyeron correr escaleras abajo. Sono un portazo. Se habia ido.
Esta vez no volvio miss Barrett a hundirse en las almohadas como solia hacerlo cuando partian mister Kenyon o miss Mitford. Ahora mantuvo la actitud erguida; los ojos le brillaban aun y sus mejillas seguian arreboladas. Parecia como si creyera que mister Browning estaba aun con ella. Flush la toco. Entonces, recordo miss Barrett su presencia. Le dio alegremente unas palmaditas en la cabeza y, sonriente, le dirigio una mirada de lo mas extrano, como deseando que pudiera hablar, como si esperase de el que experimentara las mismas emociones que ella. Y luego rompio a reir, compadeciendolo, dando a entender que era absurdo sintiese Flush – el pobre Flush – lo que ella sentia. ?Como iba a saber el lo que sabia ella? Nunca los habia separado tan inmensa distancia. Se sentia muy solo; tenia la impresion de que hubiera sido igual no estar alli. Miss Barrett no le hacia el menor caso.
Y aquella noche dejo pelados los huesos del pollo. Nada quedo para Flush; ni una pizca de patata, ni un pellejito… Cuando llego mister Barrett, como de costumbre, hubo de admirarse Flush de su cerrazon. Sentose en la mismisima silla donde se habia sentado el hombre. Su cabeza se apoyo en el mismo sitio donde se reclinara el hombre… y no se dio cuenta de nada. «Pero ?es posible que no sepa», se asombraba Flush, «quien ha estado sentado en esta butaca? ?No lo huele?» Pues para Flush toda la habitacion estaba aun impregnada de la presencia de mister Browning. El aire revelador pasaba sobre la vitrina y flotaba alrededor de los cinco bustos palidos, enroscandose en las cabezas. Pero el hombre aquel, tan corpulento, seguia abstraido junto a su hija. No observaba nada. Nada le hacia sospechar. Flush, maravillado ante tal estupidez, se escabullo de la habitacion.
Pero hasta los familiares de miss Barrett empezaron a notar -pese a su increible ceguera – un cambio en la vida de aquella. Salia del dormitorio y se estaba en el salon de abajo. Luego hizo lo que no hiciera desde muchisimo tiempo. dio un paseo a pie, con su hermana, hasta la Puerta de Devonshire Place. Sus amistades y su familia se asombraban de su mejoria. Pero solo Flush sabia de donde le venia la fortaleza: del hombre moreno de la butaca. Volvio este otra vez, y otra, y otra… Primero, una vez a la semana; luego, dos veces a la semana. Siempre venia por la tarde y se iba tambien por la tarde. Miss Barrett lo veia siempre a solas. Y, si no venia el, venian sus cartas. Y, cuando el se marchaba, se quedaban alli sus flores. Y, por las mananas, cuando la dejaban sola, se ponia miss Barrett a escribir. Aquel hombre, moreno, tieso, aspero y vigoroso – con el cabello negro, las mejillas rosadas y los guantes amarillos -, se hallaba presente en todas partes. Naturalmente, miss Barrett se encontraba mucho mejor; desde luego, podia ya andar. Al mismo Flush le era imposible estarse quieto. Revivian en el antiguos deseos; una nueva inquietud se apodero de el. Hasta su sueno se poblo de ensuenos. Sono como no habia sonado desde los lejanos dias de «Three Mile Cross», con liebres que salian disparadas de la alta hierba, faisanes pavoneandose con el despliegue de sus largas colas, perdices que se elevaban de los rastrojos con bullicioso tableteo de alas. Sono que estaba cazando, y tambien que perseguia a una