Miss Barrett volvia a hundirse – muy palida, cansadisima – en sus almohadas. Flush se acurrucaba, junto a ella, mas cerca que antes. Afortunadamente, ya estaban solos otra vez. Pero las visitas se habian prolongado tanto que ya era casi la hora de cenar. Empezaban a subir olores del sotano. Wilson aparecia en la puerta con la cena de miss Barrett en una bandeja. La colocaba en la mesa, a su lado, y levantaba las tapaderas. Pero con los preparativos para recibir a las visitas, con la charla, el calor de la habitacion y la agitacion de las despedidas, miss Barrett quedaba demasiado cansada para tener apetito. Exhalaba un debil suspiro al ver la rolliza chuleta de cordero, el ala de perdiz o de pollo que le mandaban de cena. Mientras Wilson permanecia en la habitacion, miss Barrett hacia como que comia, agitando el cuchillo y el tenedor. Pero en cuanto se cerraba la puerta y quedaban solos otra vez, le hacia una sena a Flush. Levantaba el tenedor. En el iba clavada toda un ala de pollo. Flush se aproximaba. Miss Barrett movia la cabeza, dando a entender algo. Flush, con gran suavidad y de manera muy habil – sin dejar caer ni una migaja -, se hacia cargo del ala y la engullia sin dejar huellas. Medio pudin, cubierto de espesa crema, seguia el mismo camino. Nada mas limpio y eficaz que esta colaboracion de Flush. Despues podia versele acostado como de costumbre a los pies de miss Barrett – dormido en apariencia – mientras esta yacia repuesta y descansada, con todo el aspecto de haber comido excelentemente. Entonces se detenian en el descansillo de la escalera unos pasos mas decididos, mas seguros que los demas; sonaba una llamada solemne – no en tono de si se podia entrar -, se abria la puerta y entraba el caballero mas moreno y de aspecto mas formidable de todos los caballeros de edad… Mister Barrett en persona. Su mirada se dirigia inmediatamente a la bandeja. ?Fueron consumidos los manjares? ?Se obedecieron sus ordenes? Si, los platos estaban vacios. Manifestandose en su rostro la satisfaccion que le producia la obediencia de su hija, se acomodaba mister Barrett pesadamente en una silla junto a ella. Flush sentia correrle por el espinazo unos escalofrios de terror y horror cuando se le acercaba aquel corpachon sombrio. (Asi suele temblar el salvaje, que, tendido en un lecho de flores, oye rugir el trueno y reconoce en este la voz de Dios.) Entonces Wilson le sitbaba y Flush se escabullia con un sentimiento de culpabilidad, como si mister Barrett pudiera leer en sus pensamientos y estos fueran malvados. Asi, se deslizaba del cuarto y corria veloz escalera abajo. En la habitacion habia penetrado una fuerza temible, una fuerza a la que el no podia hacer frente. Una vez entro inesperadamente y vio a mister Barrett arrodillado junto a su hija, rezando…

CAPITULO III. EL ENCAPUCHADO

Una educacion como esta, recibida en el dormitorio trasero de Wimpole Street, hubiera producido su efecto en cualquier perro. Pero Flush no era un perro cualquiera: animoso y, al mismo tiempo, reflexivo; canino, si, pero a la vez extremadamente sensible a las emociones humanas. En un perro semejante tenia que actuar con poder especialisimo la influencia del dormitorio. Naturalmente, a fuerza de recostar la cabeza sobre un diccionario griego, llego a hacersele desagradable ladrar y morder; acabo prefiriendo el silencio del gato a la exuberancia del perro; y, por encima de todo, la simpatia humana. Ademas, miss Barrett hizo cuanto pudo por refinar y educar aun mas las facultades de Flush. Una vez cogio el arpa que se apoyaba en la ventana y le pregunto, poniendosela al lado, si creia que aquel instrumento – del cual salian sonidos musicales – era un ser vivo. Flush miro, escucho, parecio dudar unos instantes y luego decidio que no lo era. Entonces lo cogia en brazos y, colocandose con el ante el espejo, le preguntaba: ?No era aquel perrito castano de enfrente el mismo? Pero ?que es eso de «uno mismo»? ?Lo que ve la gente? ?Lo que uno es? Flush reflexiono tambien sobre esto, e, incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrecho mas contra miss Barrett y la beso «expresivamente». Aquello, por lo menos, si que era real.

Llevando frescas aun estas meditaciones y con el sistema nervioso agitado por tales dilemas, bajo la escalera. Y no puede sorprendernos que su continente reflejara cierta altaneria, una conviccion de superioridad que irrito a Catiline, el sabueso cubano, el cual se lanzo sobre el y le mordio. Flush volvio junto a miss Barrett en busca de consuelo. Y esta llego a la conclusion de que «Flush no es precisamente un heroe». Pero, si no era un heroe, ?no se debia en parte a ella? Era demasiado justa para no comprender que Flush le habia sacrificado su valor como prueba de estima, como le habia sacrificado el sol y el aire. Esta sensibilidad nerviosa tenia, desde luego, sus inconvenientes; asi, cuando mordio a mister Kenyon al tropezar este con el cordon de la campanilla, tuvo ella que deshacerse en disculpas; y tambien era un fastidio cuando se ponia a gemir lamentablemente porque no le permitian dormir en el lecho de su ama; o cuando se negaba a comer si no lo alimentaba ella con sus propias manos. Miss Barrett se echaba a si misma la culpa de todo ello y se resignaba a estos inconvenientes, porque lo indudable era que Flush la amaba. Por ella habia renunciado al aire y al sol. «Merece que se le quiera, ?no es verdad?», le pregunto una vez a mister Horne. Y, fuera cual fuese la respuesta de mister Horne, miss Barrett sabia muy bien a que atenerse. Queria a Flush, y Flush era digno de su carino.

Parecia como si nada pudiera romper aquel lazo, como si los anos fueran solo a irlo apretando y consolidando, y como si en sus vidas no pudiesen existir mas anos sino los que ambos pasaran en compania. El mil ochocientos cuarenta y dos se convirtio en mil ochocientos cuarenta y tres; el mil ochocientos cuarenta y tres en mil ochocientos cuarenta y cuatro; el mil ochocientos cuarenta y cuatro en mil ochocientos cuarenta y cinco. Ya no era Flush un cachorro, sino un perro de cuatro o cinco anos. Era un perro en lo mejor de su vida… y miss Barrett seguia tendida en el sofa de Wimpole Street y Flush continuaba echado a sus pies. La vida de miss Barrett era la de «un pajaro en su jaula». Llegaba a no salir de casa durante varias semanas, y, cuando salia, era solo para una o dos horas, yendo de compras en el coche, o haciendose conducir en el sillon de ruedas a Regent's Park. Los Barrett no salian nunca de Londres. Mister Barrett, los siete hermanos, las dos hermanas, el lacayo, Wilson y las tres criadas, Catiline, Folly, mis Barrett y Flush, seguian todos viviendo en el numero 50 de la calle Wimpole, comiendo en el comedor, durmiendo en los dormitorios, cocinando en la cocina, trasegando jarras de agua caliente y vaciando el cajon de la basura, desde enero hasta diciembre. Las fundas de las sillas se estropearon levemente; las alfombras estaban ya un poquito gastadas; el polvillo del carbon, las particulas de barro, el hollin, la niebla, el humo de los cigarros y los vapores del vino y de la carne se fueron acumulando en las grietas, en los tejidos, encima de los marcos, en las volutas de las tallas… y la hiedra volvio a crecer sobre la ventana del domitorio de miss Barrett; la verde cortina vegetal fue densificandose, y para el verano lucian ya su exuberancia los mastuerzos y las enredaderas escarlatas en la jardinera de la ventana.

Pero una noche, a principios de junio de 1845, llamo el cartero. Las cartas cayeron en el buzon como siempre. Y Wilson, como siempre, bajo a recogerlas. Todo era siempre igual: todas las noches llamaba el cartero, cada noche recogia Wilson las cartas, y cada noche habia una carta para miss Barrett. Pero esa noche la carta era diferente. Flush lo comprendio aun antes de ser abierto el sobre. Lo conocio por la manera como lo cogio miss Barrett, por las vueltas que le dio, por como miro la escritura vigorosa y aguda en que venia su nombre. Lo supo por la indescriptible vibracion de los dedos de su ama; por la impetuosidad con que estos abrieron el sobre, por la absorcion que leia. Su ama leia y el la contemplaba. Y mientras ella se embebia en la lectura, oia el, como oimos en la duermevela, a traves del bullicio de la calle, algun toque de campana alarmante aunque apagado; como si alguien muy lejano se estuviera esforzando en prevenirnos contra un fuego, un robo o cualquier otra amenaza contra nuestra paz, y, con la seguridad de que ese aviso se dirige a nosotros, nos sobresaltamos antes de estar despiertos del todo… Asi Flush, mientras miss Barrett leia la hojita emborronada, oia una campana que lo despertaba de su letargo, anunciandole algun peligro, turbando su calma e instandole a no seguir durmiendo. Miss Barrett leyo la carta rapidamente; volvio a leer despacio, la metio cuidadosamente en el sobre… Tambien ella se habia despertado.

Unas noches despues, aparecio otra vez la misma carta en la bandeja de Wilson. La leyo rapidamente, luego despacito, y la releyo repetidas veces. Despues la guardo con gran solicitud, no en el cajon en que conservaba los voluminosos pliegos de las cartas que miss Mitford le enviaba, sino aparte, en un sitio especial. Ahora recogia Flush el fruto de aquellos anos de estar acumulando sensibilidad echado en cojines a los pies de miss Barrett: podia leer signos que los demas no pudieron ni ver. Podia saber, solo por el contacto de los dedos de miss Barrett, que esta esperaba unicamente una cosa: la llamada del cartero, la carta en la bandeja. Por ejemplo, si se hallaba acariciandolo con un movimiento leve y acompasado de sus dedos, y de repente se oia la llamada… los dedos se le crispaban y mientras subia Wilson tenia trincado a Flush entre sus manos impacientes. Entonces cogia la carta y el quedaba suelto y olvidado.

Sin embargo, se argumentaba Flush, ?que podia temer mientras no se produjese ningun cambio en la vida de miss Barrett? Y no hubo cambio alguno. No vinieron nuevos visitantes. Mister Kenyon seguia acudiendo como

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