bayeta verde al limpiar la vajilla de pIata y el chaleco a rayas y la casaca negra de cola de golondrina para abrir la puerta del vestibulo – era cumplido mucho mas estrictamente. Es muy probable que miss Mitford y Flush esperasen por lo menos tres minutos y medio en el umbral. Sin embargo, la puerta del numero 50 se abrio por fin de par en par y miss Mitford entro con Flush en la casa. Miss Mitford la visitaba con frecuencia, y nada habia en ella que la sorprendiese; pero siempre se sentia algo cohibida en la mansion familiar de los Barrett. A Flush debio causarle una impresion tremenda. Hasta entonces no- conocia mas casa que la modesta finca de labor de «Three Mile Cross». Alla estaban vacias las alacenas; las esteras, gastadas; y las sillas eran de clase barata. Aqui nada estaba vacio, nada habia que estuviera gastado ni que fuera de clase barata. Flush pudo darse cuenta de esto de un solo vistazo. Mister Barrett, el dueno de la casa, era un rico comerciante; tenia una familia numerosa -hijo e hijas ya mayores- y una servidumbre relativamente grande. Habia amueblado su hogar al gusto predominante a fines de la tercera decada del siglo, con ligeras influencias, sin duda, de aquella fantasia oriental que le llevo, cuando edifico una casa en Shropshire, a adornarla con las cupulas y medias lunas de la arquitectura mora. Aqui, en Wimpole Street, no le hubieran permitido semejante extravagancia; pero podemos figurarnos que las sombrias habitaciones – de techo elevado – estarian llenas de otomanas y de artesonado de caoba. Las mesas, de lineas retorcidas, ostentaban sobre ellas figurillas afiligranadas, y de las oscuras paredes – de un color avinado – pendian dagas y espadas. Por muchos rincones se veian curiosos objetos que habia traido de sus posesiones en las Indias Orientales, y el suelo lo cubrian ricas alfombras.

Pero Flush – mientras seguia a miss Mitford, que iba tras el lacayo – se sintio mas sorprendido por lo que percibia su olfato que por lo que veia. Por el hueco de la escalera subia un tufillo caliente a carne asada, a caldo en ebullicion… casi tan apetitoso como el propio alimento para un olfato acostumbrado al mezquino sabor de las frituras y los picadillos – tan raquiticos- de Kerenhappock. Otros olores se fundian con los culinarios -fragancias de cedro, sandalo y caoba; perfumes de cuerpos machos y de cuerpos hembras; de criados y de criadas; de chaquetas y pantalones; de crinolinas, de capas, de tapices y de felpudos; olores a polvillo de carbon, a niebla, a vino y a cigarros. Conforme iba pasando ante cada habitacion – comedor, sala, biblioteca, dormitorio – se desprendia de ella una aportacion al vaho general. Y, al apoyar primero una pezuna y luego otra, se las sentia acariciadas y retenidas por la sensualidad de las magnificas alfombras que cerraban amorosamente su felpa sobre los pies del visitante. Por ultimo, llegaron a una puerta cerrada, en el fondo de la casa. Unos golpecitos muy suaves, y la puerta se abrio con identica suavidad.

El dormitorio de miss Barrett – pues este era – debia de ser muy sombrio. La luz, oscurecida corrientemente por una cortina de damasco verde, quedaba aun mas apagada en verano por la hiedra, las enredaderas de color escarlata, y por las correhuelas y los mastuerzos que crecian en una jardinera instalada en el mismo alfeizar de la ventana. Al principio, no pudo Flush distinguir nada en la palida penumbra verdosa… Solo cinco globos blancos y brillantes, misteriosamente suspendidos en el aire. Pero tambien esta vez fue el olor de la habitacion lo mas sorprendente para el. Solo un arqueologo que haya descendido, escalon por escalon, a la cripta de un mausoleo y la haya encontrado recubierta de esponjosidades y resbalosa de tanto musgo, despidiendo acres olores a decrepitud y antiguedad, mientras relampaguean – a cierta altura – unos bustos de marmol medio deshechos, y todo lo ve confusamente a la luz de una lampara balanceante que cuelga de una de sus manos, y lo observa todo con fugaces ojeadas…, solamente las sensaciones de un explorador como ese – que recorriese las catacumhas de una ciudad en ruinas – podrian compararse con la avalancha de emociones que invadieron los nervios de Flush al entrar por primera vez en el dormitorio de una invalida, en Wimpole Street, y percibir el olor a agua de Colonia.

Muy lentamente, muy confusamente al principio, fue distinguiendo Flush – a fuerza de mucho olfatear y de tocar con sus patas cuanto podia – los contornos de varios muebles. Aquel objeto enorme, junto a la ventana, quiza fuera un armario. Al lado de este se hallaba lo que parecia ser una comoda. En medio del cuarto se elevaba una mesa con un aro en derredor de su superficie (o, por lo menos, parecia una mesa). Luego fueron surgiendo las vagas formas de una butaca y de otra mesa. Pero todo estaba disfrazado. Encima del armario habia tres bustos blancos; sobre la comoda se hallaba una vitrina con libros, y la vitrina estaba recubierta con merino carmesi. La mesilla-lavabo tenia encima varios estantes superpuestos en semicirculo y arriba del todo se asentaban otros dos bustos. Nada de cuanto habia en la habitacion era lo que era en realidad, sino otra cosa diferente. Ni siquiera el visillo de la ventana era un simple visillo de muselina, sino un tejido estampado [2] con castillos, cancelas y bosquecillos, y se veia a varios campesinos paseandose por aquel paisaje. Los espejos contribuian a falsear aun mas estos objetos, ya tan falseados, de modo que parecia haber diez bustos representando a diez poetas, en vez de cinco; y cuatro mesas en lugar de dos. Todavia aumento esta confusion un hecho inesperado. Flush vio de repente que, por un hueco abierto en la pared, ?lo estaba mirando otro perro con ojos centellantes y la lengua colgando! Se detuvo, estupefacto. Luego, prosiguio empavorecido.

Mientras se dedicaba a su exploracion, apenas llegaba a Flush el apagado rumoreo de las voces que charlaban; si acaso, como el zumbido lejano del viento por entre las copas de los arboles. Continuo sus investigaciones cautamente, tan nervioso como pudiera estarlo un explorador que avanzase muy despacio por una selva, inseguro de si aquella sombra es un leon, o esa raiz una cobra. Pero, finalmente, se dio cuenta de que por encima de el se movian objetos enormes, y como tenia los nervios muy debilitados por las experiencias de aquella hora, se oculto, tembloroso, detras de un biombo. Las voces se apagaron. Cerrose una puerta. Por un instante quedo inmovil, pasmado, con los nervios flojos… Luego cayo sobre el la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintio solo… abandonado. Se precipito a la puerta. Estaba cerrada. La arano, escucho… Oyo pasos que bajaban. Los conocia de sobra: eran los pasos de su ama. Parecian haberse parado. No, no… seguian escalera abajo, abajo… Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana. Y al oirla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban, apoderose de el el panico. Oia como se iban cerrando al pasar miss Mitford puerta tras puerta; se cerraban sobre la libertad, sobre los campos, las liebres y la hierba, lo incomunicaban -cerrandose – de su adorada ama…, de la querida mujer que lo habia lavado y le habia pegado, la que lo alimentara en su propio plato no teniendo bastante para si misma… ?Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le habia sido dado conocer! ?Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo habia abandonado.

Entonces lo inundo de tal modo una ola de angustia y desesperacion, lo aplasto de tal forma la irrevocabilidad y lo implacable del destino, que alzo la cabeza y aullo con fuerza. Una voz dijo «Flush». No lo oyo. «Flush», repitio la voz. Entonces se sobresalto. Habia creido estar solo. Se volvio. ?Habia algo en el sofa? Con la ultima esperanza de que este ser, quien fuese, le abriera la puerta para que pudiera alcanzar aun a miss Mitford – confiando todavia un poco en que todo esto no fuera sino uno de esos juegos al escondite con los cuales solian entretenerse en el invernadero miss Mitford y el – se lanzo Flush al sofa.

«?Oh, Flush!», dijo miss Barrett. Por primera vez lo miro esta a la cara. Y Flush tambien miro por primera vez a la dama que yacia en el sofa.

Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendian a ambos lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucian sus grandes ojos, y su boca, grande, sonreia. A ambos lados de la cara de Flush colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos tambien los tenia grandes y brillantes, y la boca, muy ancha. Existia cierto parecido entre ambos. Al mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahi estoy…», y luego cada uno pensaba: «Pero – ?que diferencia!» La de ella era la cara palida y cansada de una invalida, privada de aire, luz y libertad. La de el era la cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energia. Ambos rostros parecian proceder del mismo molde, y haberse desdoblado despues; ?seria posible que cada uno completase lo que estaba latente en el otro? Ella podia haber sido… todo aquello; y el… Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; el, un perro. Asi, unidos estrechamente, e inmensamente separados, se contemplaban. Entonces se subio Flush de un salto al sofa y se echo donde habia de echarse toda su vida… en el edredon, a los pies de miss Barrett.

CAPITULO II. EL DORMITORIO TRASERO

Los historiadores nos aseguran que el verano de 1842 no difirio gran cosa de los demas veranos. Sin embargo, para Flush fue tan diferente que seguramente se preguntaria si hasta el mundo no habria cambiado. Fue un verano pasado en un dormitorio; un verano pasado con miss Barrett. Fue un verano pasado en Londres,

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