– ?Y se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?

– Si -carraspeo Pazzi.

– Gracias, Commendatore.

El doctor Lecter inclino el carro hacia atras y empujo a Pazzi hacia los ventanales.

– ?Escucheme, doctor! ?Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciara nunca. Nunca lo dejara tranquilo. No puede ir a su casa a por dinero, la estan vigilando.

El doctor Lecter uso dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro sobre el alfeizar al balcon del otro lado.

Pazzi sintio la fria brisa en el rostro. Habia empezado a hablar atropelladamente.

– ?No podra salir vivo del edificio! ?Tengo dinero! ?Tengo ciento sesenta millones de liras en metalico, cien mil dolares! Dejeme llamar a mi mujer. Le dire que coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.

El doctor fue a buscar el cable al atril y lo llevo arrastrando hasta el balcon. Habia asegurado el otro extremo con varios nudos alrededor de la enorme pulidora.

Pazzi no habia dejado de hablar:

– Me llamara al telefono celular cuando este ahi fuera, y luego se marchara. Tengo el pase de la policia en el coche, podra traerlo hasta la plaza. Hara todo lo que yo le diga. Vera el humo del tubo de escape, doctor. Podra mirar abajo y ver que esta en marcha, con las llaves puestas.

El doctor Lecter apoyo a Pazzi contra la barandilla del balcon, que le llegaba a la altura de los muslos.

Pazzi miro la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde Savonarola fue quemado, donde se habia prometido que venderia a aquel hombre a Mason Verger. Alzo la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa, coloreadas por los reflectores, y deseo con todas sus fuerzas que Dios pudiera verlo.

Intento no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la plaza, hacia su muerte, y escruto el resplandor deseando contra toda razon que los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo sostuvieran de algun modo, que pudiera agarrarse a sus rayos.

Sintio la fria goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo del ojo.

– Arrivederci, Commendatore.

La Arpia brillo a su alrededor hasta cortar la ultima ligadura que lo unia al carro, y Pazzi vacilo un instante antes de perder el equilibrio y cayo por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que ascendia a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras dentro del salon la pulidora corria por el entarimado hasta chocar con la barandilla, que la inmovilizo. La cuerda dio un tiron y el cuerpo salto hacia arriba, con el cuello partido y las tripas colgando.

Pazzi y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio inundado de luz; el hombre pataleo de forma espasmodica, pero ya no se ahogaba, estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los sillares mientras el cadaver se columpiaba con las visceras oscilando entre sus pies en un arco mas amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad asomaba en una ereccion postuma.

Carlo salio como una exhalacion del vano de una puerta con Matteo pisandole los talones, y atraveso la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas, dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocamaras hacia los muros.

– Es un truco -dijo alguien en ingles cuando pasaban a su lado.

– Matteo, cubre la puerta de atras. Si sale, matalo y cortalo -dijo Carlo, manejando el telefono celular en plena carrera.

Ya dentro del palacio, subio los peldanos como un poseso hasta el primer piso, hasta el segundo…

La enorme puerta del salon estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo apunto el arma hacia la figura proyectada en el muro;

luego, corrio al balcon. En unos segundos habia inspeccionado tambien el despacho de Maquiavelo.

Usando el telefono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en la furgoneta aparcada ante el museo.

– Id a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo -Carlo volvio a marcar-: ?Matteo?

El telefono de Matteo sono en el bolsillo de su chaqueta mientras trataba de recuperar el aliento ante la puerta posterior del palacio, cerrada a cal y canto. Habia recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que la puerta no cedia, con la mano en la pistolera del cinturon, bajo el abrigo.

Abrio el telefono.

– Pronto!

– ?Ves algo?

– La puerta esta cerrada.

– ?El techo?

Matteo volvio a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que se habia abierto justo sobre su cabeza.

Carlo oyo un crujido y un grito en el auricular, y echo a correr escaleras abajo, se cayo en un rellano, se levanto y siguio corriendo, paso junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las estatuas que flanqueaban la entrada, doblo la esquina y acelero hacia la parte posterior del palacio atrepellando a unas cuantas parejas. Todo estaba oscuro y el corria con el telefono chirriando en su mano como un animalillo herido. Una silueta blanca cruzo la calle a unos metros por delante y se interpuso en la trayectoria de un motorino, que la despidio contra el suelo; volvio a levantarse y se abalanzo hacia una tienda en la otra acera de la callejuela, choco contra el escaparate, se dio la vuelta y corrio a ciegas, como un espantajo blanco, gritando «?Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras se extendian por la desgarrada lona que lo cubria. Carlo sujeto entre los brazos a su hermano, corto las esposas de plastico que ataban la lona, como una mascara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quito de encima. Estaba cubierto de cuchilladas que le atravesaban el rostro, el abdomen, lo bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire. Carlo lo dejo el tiempo imprescindible para correr hasta la esquina y mirar en todas direcciones; luego, volvio junto a su hermano.

Mientras las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el doctor Lecter se estiro las mangas de la camisa y camino hasta una gelateria en la cercana Piazza de Giudici. Las motocicletas y los motorinos estaban alineados contra el bordillo de la acera.

Se acerco a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de gran cilindrada.

– Joven, estoy desesperado -dijo con una sonrisa apesadumbrada-. Si no estoy en la Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata -le enseno un billete de cincuenta mil liras-. Fijese si aprecio a mi mujer.

– ?Es todo lo que quiere? ?Que lo lleve? -le pregunto el joven. El doctor Lecter le enseno las palmas de las manos.

– Que me lleve.

La veloz motocicleta se abrio paso entre las hileras del trafico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el joven motorista y cubierto con un casco que olia a espuma moldeadora y perfume. El piloto, que sabia lo que se hacia, dejo la Via de' Serragli en direccion a la Piazza Tasso y avanzo por la Via Villani hasta torcer por el angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente maquina resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona que se desgarra, lo que agrado al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume barato del casco. Pidio al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del domicilio del conde Montauto, donde habia vivido Nathaniel Hawthorne. El joven se guardo el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la luz trasera de la Ducati desaparecio rapidamente carretera abajo.

Regocijado por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recupero las llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenia en carne viva el pulpejo de la mano, que el guante habia desprotegido al arrojar la lona sobre Matteo y saltar sobre el desde el primer piso del palacio. Se puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infeccion y sintio un alivio inmediato.

El doctor Lecter busco entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se decidio por Scarlatti.

CAPITULO 37

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