pasos se alejaron. Los mastines seguian ladrando desesperadamente.

Zurita agoto todos los improperios habidos y por haber y regreso a la goleta.

?Presentar una querella contra Salvador en Buenos Aires? No surtiria efecto alguno. La ira cegaba a Zurita. Su negro mostacho corria serio peligro, pues le estaba dando tirones de rabia a cada momento hasta dejarlo con las puntas caidas como la aguja del barometro cuando cae la presion.

Paulatinamente se ha ido tranquilizando y comenzo a reflexionar sobre lo que deberia emprender en lo sucesivo.

A medida que las ideas se iban armonizando, sus dedos tostados por el sol retorcian las puntas del bigote hacia arriba. La aguja del barometro ascendia.

Por fin subio al puente y, sin que nadie lo esperara, ordeno levar anclas.

El «Medusa» puso proa hacia Buenos Aires.

— Bueno — profirio Baltasar —. Cuanto tiempo hemos perdido en balde. ?Que el diablo se lleve al «demonio» y a ese «dios» con el!

LA NIETA ENFERMA

El sol achicharraba despiadadamente. Por un polvoriento camino — entre trigales, maizales y avenales — caminaba un indio viejo y laso. El hombre iba vestido de andrajos y llevaba en brazos una criatura enferma, a la que protegia contra el sol con una vetusta frazada. La criatura tenia los ojos casi cerrados y en su cuello aparecia un enorme tumor. De vez en vez, cuando el anciano tropezaba, se oia un ronco gemido y la pequena entreabria los ojos. En esos instantes el anciano se detenia y le soplaba con ternura el rostro para refrescarselo.

— ?Lo principal es que llegue viva! — murmuro el anciano, y apreto el paso.

Al verse ante el porton de hierro, el indio paso la criatura al brazo izquierdo y golpeo con el derecho cuatro veces el porton.

La mirilla se entreabrio, aparecio un ojo, rechinaron los cerrojos y se abrio el postigo.

El indio cruzo el umbral con timidez. Una vez dentro, se encontro frente a un negro cano, en bata blanca.

— Vengo a ver al doctor con esta criatura enferma — dijo el visitante.

El negro asintio en silencio, cerro el postigo y le hizo una sena para que lo siguiera.

El forastero miro alrededor. Se hallaban en un pequeno patio, pavimentado con anchas losas, cercado por un lado con el alto muro exterior y, por el otro, con un muro mas bajo que lo separaba de la parte interior de la hacienda. Se advertia la absoluta ausencia de vegetacion, como si fuera el patio de una carcel. En un rincon, junto a la puerta del segundo muro, habia una casa blanca con grandes ventanales. Al pie de esta, en el mismo suelo, estaba sentado un grupo de indios: hombres y mujeres. Muchos de ellos con ninos.

Casi todos los pequenos tenian aspecto sano. Unos jugaban con conchas a pares y nones, otros luchaban en silencio: el negro de cabello blanco se ocupaba de que no alborotaran.

El indio se sento sumiso a la sombra de la casa y comenzo a soplar el rostro impasible y ya amoratado de la criatura. Sentada a su lado estaba una india vieja con una pierna abotagada. Al ver a la nina en brazos del hombre, pregunto:

— ?Es hija de usted?;

— Nieta — repuso el indio.

La anciana movio compasiva la cabeza y profirio:

— El espiritu del pantano penetro en su cuerpo. Peroeles mas fuerte que todos los espiritus del mal. El sacara, expulsara de su cuerpo al espiritu del pantano y su nieta sanara.

El indio asintio.

En ese momento, el negro de bata blanca que recorria con la vista los enfermos, se fijo en la criatura del indio y le indico a este la puerta de la casa.

El viejo entro en una espaciosa pieza con el piso de losas. En el centro habia una larga y estrecha mesa, cubierta con sabana blanca. Se abrio la segunda puerta, de cristales opacos, y entro el doctor Salvador. Era un hombre alto, ancho de espaldas, de tez morena. Excepto las cejas y las pestanas negras, en la cabeza de Salvador no habia un solo pelo. Por lo visto se rasuraba regularmente la cabeza, pues la tenia tan tostada como la cara. La nariz, mas bien grande y aguilena, el menton agudo, algo prominente, y los labios finos y apretados le concedian al rostro una expresion cruel, incluso rapaz. La mirada de sus ojos castanos era glacial. Bajo esa mirada el indio se sintio cohibido.

El viejo hizo una profunda reverencia y le entrego la nina. Salvador — con un ademan rapido, firme y al mismo tiempo cuidadoso — tomo a la nina enferma, le quito los harapos que llevaba y los lanzo, con agilidad, a una caja situada en el rincon mas proximo. El indio quiso recuperar los andrajos, pero fue detenido resueltamente por Salvador:

— ?Deja eso!

Acosto a la nina en la mesa y se inclino sobre ella. El perfil del doctor le sugirio subitamente al indio la imagen de un condor sobre un pajarito. Salvador comenzo a tentar el tumor en el cuello de la nina. Aquellos dedos tambien impresionaron al indigena. La impresion era que sus articulaciones podian doblarse no solo hacia abajo, sino en todas las direcciones. El indio, que no era de los medrosos, debia esforzarse para impedir que aquel hombre tan incomprensible le infundiera miedo.

— Magnifico. Estupendo — decia Salvador, cual si le tuviera admirado el tumor, mientras seguia tentandolo por todas partes.

Concluido el examen, Salvador dijo al indigena:

— Ahora estamos en Luna nueva. Ven dentro de un mes, en la siguiente Luna nueva, y podras recoger a tu nina ya sana.

Se llevo a la criatura tras la puerta de vidrio, donde estaban el bano, el quirofano y las salas para enfermos.

El negro ya introducia en el recibidor a un nuevo paciente, era la anciana de la pierna enferma.

El indio hizo una profunda reverencia hacia la puerta de vidrio, que se habia cerrado tras Salvador, y salio.

Pasaron exactamente veintiocho dias y la puerta de vidrio volvio a abrirse.

En el vano de la puerta estaba la nina sana, con excelente color de cara y luciendo un vestido flamante. Miro temerosa al abuelo. El indio corrio hacia ella, la tomo en brazos, la beso y se apresuro a examinarle la garganta. Del tumor no habia quedado ni rastro. Una pequena cicatriz rosada, casi imperceptible, era el unico indicio de la operacion. La nina rechazaba al abuelo, empujandolo con las manos, y hasta grito cuando la beso, hiriendola con su barba de varios dias. Tal era el disgusto de la criatura que debio bajarla de los brazos, no tuvo otro remedio. Tras la nina aparecio Salvador. Esta vez esbozo una sonrisa y, acariciando a la pequena, profirio:

— Aqui tienes a tu nina. Debo decirte que la has traido a tiempo, muy oportunamente. Varias horas mas, y ni yo la habria podido salvar.

El rostro del anciano se cubrio de arrugas, los labios le comenzaron a temblar y las lagrimas corrieron por sus mejillas. Volvio a estrechar a la nina entre los brazos, se hinco de rodillas ante Salvador y, con la voz entrecortada por el llanto, dijo:

— Usted ha salvado a mi nieta. Pero, ?que recompensa podra ofrecerle un indio pobre como yo que no sea su propia vida?

— ?Para que quiero tu vida? — dijo asombrado Salvador.

— Soy viejo, pero aun estoy fuerte — prosiguio el indigena sin levantarse del suelo —. Llevare la nieta a su madre — mi hija — y regresare. Quiero poner a su disposicion el resto de mi vida por el bien que me ha hecho. Le servire con fidelidad perruna. Le ruego, no me niegue esa caridad, le suplico.

Salvador permanecio un instante pensativo.

Era sumamente cauteloso a la hora de elegir los criados y sobre todo cuando eran desconocidos, como en este caso. Quehaceres sobraban, Jim no daba abasto en el jardin. Este indio podria servir, aunque el doctor habria preferido un negro.

— Me regalas tu vida y me pides, como una caridad, que te admita el regalo. Bien. Puedes considerar tu ilusion realizada. ?Cuando podras venir?

— Estare aqui antes de que concluya el primer cuarto de Luna — respondio el indigena, besando la punta de la bata de Salvador.

— ?Como es tu nombre?

— ?El mio…? Cristo. Cristobal.

— Vete, Cristo. Te esperare.

— ?Vamonos, nieta! — dijo Cristo a la nina, tomandola nuevamente en brazos. La chiquilla rompio a llorar y el indigena se apresuro a abandonar la hacienda.

EL JARDIN MARAVILLOSO

Cuando al cabo de una semana Cristo se presento, Salvador le clavo una mirada inquisitiva y profirio:

— Cristo, quiero que escuches atentamente lo que voy a decirte. Vas a laborar en mi hacienda. Tendras manutencion completa y retribucion generosa.

Cristo protesto con vehemencia:

— Nada necesito, me basta con poder servirle a usted.

— Callate y escucha — prosiguio Salvador —. Tendras de todo. Pero te exigire una cosa: no contaras a nadie lo que aqui veas.

— Antes me cortare la lengua y se la echare a los perros. De mi boca no saldra una palabra.

— Cuidado, no vaya a ocurrirte esa desgracia — le advirtio Salvador. Llamo al negro de bata blanca y le ordeno-: Acompanalo al jardin y ponle en manos de Jim.

El negro mostro su obediencia con una leve reverencia, saco al indio de la casa blanca, le hizo cruzar el patio ya familiar para Cristo y llamo a la puerta de hierro del segundo muro.

Del otro lado del muro llegaron ladridos, chirrio la puerta al abrirse lentamente, el negro empujo a Cristo al jardin, le grito algo gutural a otro africano que estaba en el interior, y se fue.

Del susto que se llevo, Cristo se pego al muro: hacia el corrian unas fieras rojizas con manchas oscuras, que jamas habia visto, cuyos ladridos parecian, mas bien, rugidos. Si se las hubiera encontrado en la pampa habria creido que eran yaguares, pero las fieras que corrian hacia el ladraban. En este preciso instante a Cristo le era indiferente que tipo de bestias se le venian encima. Salio corriendo hacia el arbol mas proximo y trepo a su copa con una agilidad insospechable. El negro les silbo como una cobra enfurecida, y los paro en seco. Dejaron de ladrar, se acostaron con la cabeza sobre las patas delanteras, mirando de soslayo al negro.

El africano volvio a silbar, pero esta vez se dirigia a Cristo, invitandole con senas a que bajara del arbol.

— ?Por que silbas como una serpiente? — le dijo Cristo, sin abandonar su refugio —. ?Te has tragado la lengua?

El negro se limito a dar, por respuesta, un rabioso bufido.

«Debe ser mudo» penso el indio, y

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