recordo la advertencia de Salvador. ?Sera posible que les corte la lengua a los criados que revelen sus secretos? Tal vez a ese negro le hayan cortado la lengua… Tanto miedo le entro que por poco se cae del arbol. Quiso salir corriendo de alli a toda costa y lo antes posible. Calculo la distancia que mediaba entre el arbol en que se encontraba y el muro. Pero, no, no podria saltarla… Entretanto, el negro se habia acercado al arbol y, habiendole agarrado del pie, trataba de hacerle bajar. No quedaba otro remedio, habia que obedecer. Cristo salto del arbol, esbozo la sonrisa mas cordial que pudo, le tendio la mano e inquirio amistoso:

— ?Jim?

El negro asintio.

Cristo le estrecho vigorosamente la mano al africano. «Si uno cae en el infierno, hay que hacer migas con los diablos» penso, pero en voz alta dijo:

— ?Eres mudo?

No obtuvo respuesta.

— ?Que pasa, no tienes lengua?

El negro seguia callado.

«?Como ingeniarmelas para verle la boca?» penso Cristo. Pero, por lo visto, Jim no se proponia dialogar ni recurriendo a la mimica. Asio a Cristo de la mano, lo llevo al lado de las fieras pelirrojas y algo les silbo. Los animales se levantaron, oliscaron a Cristo y se retiraron tranquilos. El indigena sintio gran alivio.

Jim hizo una sena con la mano y se llevo a Cristo a realizar un recorrido por el jardin con el fin de familiarizarle.

En comparacion con el triste patio, pavimentado con losas, el jardin asombraba con su exuberante vegetacion y abundancia de flores. El jardin se extendia hacia el Este, acusando un leve declive en direccion del mar. Los caminos — cubiertos de rosadas conchas trituradas — partian, a modo de radios, en diversas direcciones. Por la vera de los senderos crecian exoticos cactos y jugosas pitas de color verde azulado, enormes paniculas exhibian infinidad de flores de un verde amarillento. Olivares y melocotonares protegian con su sombra espesa hierba con abigarradas y vistosas flores. Entre el verdor de las praderas aparecian relucientes estanques, ribeteados con piedra blanca. Altos surtidores refrescaban el ambiente.

El jardin estaba lleno de gritos, cantos y trinos de aves; de rugidos, chillidos y ganidos de animales. Jamas habia visto Cristo tan insolitos animales; y no era extrano, pues los que poblaban aquel jardin eran realmente raros.

Haciendo alarde del brillo cobrizo- verdoso que producian sus escamas, cruzo el camino un lagarto sextupedo. De un arbol pendia una serpiente bicefala. El reptil produjo un silbido tan feroz con sus dos bocas rojas que Cristo, asustado, tuvo que dar un salto para esquivar el ataque. El negro le respondio con otro silbido mas fuerte y rabioso todavia, y la serpiente — tras agitar ambas cabezas — se deslizo del arbol y desaparecio en el canaveral. Otra larga culebra se bajo del camino apoyandose en dos patas. Tras una red metalica grunia un cerdito. Este fijo en Cristo la mirada de un solo ojo enorme, ubicado en el mismo centro de la frente.

Dos enormes ratas blancas, unidas entre si por el costado, corrian constituyendo un monstruo bicefalo y octupedo. A instantes ese doble ser luchaba consigo mismo: la rata de la derecha tiraba para su lado, y la de la izquierda, para el suyo, exteriorizando ambas su descontento con chillidos. Pero siempre se imponia la de la derecha. Cerca del camino pacian «siameses»: dos corderos unidos tambien por el costado, con la diferencia de que estos no se peleaban como las ratas. Entre ellos, por lo visto, existia absoluta afinidad en lo relativo a la voluntad y a los deseos. Habia un monstruo, objeto de particular asombro para Cristo: un gran perro rosado, completamente desnudo, en cuyo lomo — cual si saliera del cuerpo del can — aparecia una monita que no tenia mas que pecho, brazos y cabeza. El perro se acerco a Cristo meneando la cola. La monita, a su vez, movia la cabeza, los brazos, le daba carinosas palmadas al perro en el lomo, con el que constituia un todo unico, y gritaba mirandole a Cristo. El indio hurgo en el bolsillo, saco un terron de azucar y se lo tendio a la mona. Pero alguien le desvio el brazo. A sus espaldas oyo un silbido. Cristo se volvio y vio a Jim. El viejo negro, valiendose de gestos y ademanes, le explico que a la mona no se la podia alimentar. En ese preciso instante, un gorrion con cabeza de cotorra le arrebato de los dedos el terron de azucar y desaparecio tras unos arbustos. En un lugar alejado de la pradera mugia un caballo con cabeza de vaca.

Por el campo galopaban dos llamas luciendo hermosas colas de caballo. Desde el cesped de la pradera, desde matorrales y ramas de arboles miraban a Cristo fieras, aves y reptiles insolitos: perros con cabezas felinas, gansos con cabezas de gallo, jabalies con cornamenta, avestruces con pico de aguila, carneros con cuerpo de puma…

A Cristo todo esto le parecia una pesadilla. Se frotaba los ojos, se refrescaba la cabeza con el agua fria de los surtidores, pero nada de eso le reconfortaba. En los estanques vio culebras con cabeza de pez y branquias, peces con patas de rana, y enormes sapos con cuerpo de lagarto…

Y Cristo de nuevo quiso huir.

De esas reflexiones le saco el impacto causado por el lugar adonde le habia conducido Jim. Era un campo cubierta de arena en medio del cual, rodeada de palmeras, aparecia una villa de marmol blanco estilo mudejar. Los espacios entre los troncos de las palmeras permitian ver arcos y columnas; surtidores de bronce en forma de delfines vomitando chorros de agua a transparentes estanques, en los que retozaban peces dorados. La fuente principal, ubicada ante el frontispicio, representaba a un joven a horcajadas sobre un delfin, imitando al mitico Triton, con una retorcida caracola en los labios. Tras la villa habia varias estructuras residenciales y servicios, y mas alla se extendian espesas plantaciones de cactos espinosos que terminaban en un muro blanco.

«?Otro muro!» penso Cristo.

Jim le mostro una pieza fresca y acogedora. Le explico con gestos que seria su habitacion en lo sucesivo, y se retiro.

EL TERCER MURO

Paulatinamente Cristo fue habituandose a aquel insolito mundo. Las fieras, aves y reptiles que vivian en el jardin estaban bien adiestradas. Con algunas de ellas incluso hizo amistad. Los perros con piel de yaguar, que tanto le asustaron el primer dia, ahora eran sus mejores amigos, le lamian las manos y lo acariciaban. Las llamas le admitian el pan de la mano. Los loros se le posaban en el hombro.

Las fieras y el jardin estaban atendidos por doce negros, tan callados o mudos como Jim. Cristo jamas los oyo conversar entre si. Cada uno de ellos hacia en silencio su trabajo. Jim venia a ser algo asi como su capataz. Los vigilaba y les distribuia las obligaciones. Cristo — inesperadamente para el mismo — fue designado ayudante de Jim. No estaba sobrecargado de trabajo, y la manutencion era excelente. Es decir, no tenia motivos para lamentarse de su vida. Solo una cosa le inquietaba: el siniestro silencio de los negros. Estaba seguro de que Salvador les habia cortado a todos la lengua. Las raras veces que Salvador requeria la presencia de Cristo, el indigena siempre pensaba: «Va a cortarme la lengua». Pero el indio perdio muy pronto el miedo por su lengua.

En cierta ocasion Cristo se topo con Jim dormido a la sombra de un olivo. El negro yacia supinado, con la boca abierta. Cristo aprovecho la ocasion para aproximarse sigilosamente y mirarle la boca al dormido. Esto le persuadio de que el viejo africano tenia la lengua en su sitio, y lo tranquilizo en cierta medida.

Salvador distribuia rigurosamente su jornada laboral. De siete a nueve de la manana recibia a indios enfermos, de nueve a once operaba, luego se retiraba a la villa y se entregaba al trabajo cientifico en el laboratorio. Practicaba operaciones a animales, estudiando posteriormente los resultados con la maxima minuciosidad. Cuando concluia el periodo de observacion, Salvador enviaba a los animales al jardin. Haciendo la limpieza a veces en la casa. Cristo solia entrar en el laboratorio. Cuanto veia alli era para el asombroso. En tarros de vidrio, con ciertas soluciones, latian diversos organos. Brazos y piernas amputadas seguian viviendo. Y cuando esas extremidades vivas, separadas del cuerpo, se enfermaban Salvador las curaba, restableciendo en ellas la vida que tendia a extinguirse.

A Cristo todo esto le infundia espanto. Preferia estar entre los monstruos en el jardin.

Pese a la confianza que Salvador le evidenciaba al indio, Cristo no se atrevia a cruzar el tercer muro. Pero la curiosidad pudo mas. Un mediodia, cuando el personal dormia la siesta, el indigena se acerco furtivamente al muro. Del otro lado llegaban voces de ninos: conseguia distinguir algunas palabras de la lengua que usaban los indios. Pero, a veces, entre las voces pertenecientes a ninos, se distinguian otras mas finas, chillonas, cual si discutieran con los ninos y hablasen un lenguaje incomprensible.

En cierta ocasion, Salvador tropezo accidentalmente con Cristo en el jardin y, mirandole como de costumbre de hito en hito, profirio:

— Cristo, hace un mes que trabajas en mi hacienda y me agrada tu laboriosidad. En el jardin de abajo se ha enfermado uno de mis criados. Tu seras quien lo supla. Veras alli infinidad de cosas nuevas. Pero ten bien presente mi condicion: no te vayas de la lengua, si no quieres perderla.

— Doctor, con sus mudos ya he perdido casi el habito de hablar — repuso Cristo.

— Tanto mejor. Callar es ganar. Si sigues callando ganaras muchos pesos de oro. Dentro de semanas espero poder curar a mi criado enfermo. A proposito, ?conoces bien los Andes?

— Soy de la cordillera, senor.

— Magnifico. Necesito mas animales y aves. Vendras conmigo. Y ahora vete. Jim te acompanara al jardin inferior.

Cristo se habia habituado ya a muchas rarezas, pero lo que vio en el jardin inferior estaba por encima de cuanto pudiera imaginarse.

En una vasta pradera banada de sol retozaban monos y ninos desnudos. Eran ninos de diversas tribus indias. Habia entre ellos algunos muy chiquitos: unos tres anos, el mayor tendria doce. Muchos de ellos habian sido sometidos a serias intervenciones quirurgicas y le debian la vida a Salvador. El periodo de convalecencia lo pasaban jugando y correteando por el jardin y, luego, cuando se reponian venian sus padres y los recogian.

Ademas de los ninos alli vivian monos sin cola y sin un solo pelo en todo su cuerpo.

Lo mas asombroso era que todos los monos — unos mejor, otros peor — sabian hablar. Discutian con los ninos, peleaban, chillaban con sus finas vocecitas. Lo fundamental era que convivian

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