– Un poco trastornada… Usted si que es benevolo. En fin, si tiene eso en claro, no tengo problema en que nos reunamos y yo tambien le contare un par de cosas. Ademas, hay algo por mi parte que me gustaria preguntarle, un detalle que quisiera incluir en la novela. Pero ya hablaremos. ?Tiene usted mi direccion?

Dije que si.

– Bien, lo espero entonces manana a las seis de la tarde.

SEIS

– ?Que me parece? -dijo Kloster. Habia hecho un gesto de aversion despues de leer la ultima de mis hojas y aparto la pila que se habia formado a un costado, como si no quisiera volver a verla. Se echo hacia atras en su sillon y llevo las palmas hacia arriba hasta unirlas por sobre la cabeza. A pesar del frio que hacia afuera, tenia puesta solamente una camiseta de manga corta, y los brazos, largos y desnudos, formaron dos triangulos simetricos en suspenso.

Yo habia pasado la noche sin dormir y no me sentia ahora con todas las luces para el enfrentamiento que se avecinaba. Habia trabajado contra reloj para llevar adelante la pequena farsa. Me habia propuesto transcribir el relato de Luciana con la maxima exactitud, desde el momento en que habia entrado en mi departamento. Habia tratado de reponer una por una las preguntas que le habia hecho, sus pausas, sus vacilaciones, aun sus frases interrumpidas. Pero habia omitido todos mis pensamientos sobre ella y tambien -sobre todo- la impresion que me habia provocado su aspecto y mis propias dudas sobre su estado mental. Solo habia quedado en el papel la sucesion desnuda de lineas de dialogo, el vaiven de las voces, tal como hubiera podido registrarlo un grabador. Habia trabajado con la fijeza hipnotica que da la noche despues de las horas, frotando una y otra vez el mismo recuerdo: la cara de Luciana en la penumbra creciente del cuarto y el grito aterrado con que me habia suplicado que no queria morir. Habia corregido y agregado detalles que reaparecian y desaparecian con la intermitencia cada vez mas lenta de la memoria y en la madrugada, por fin, imprimi una veintena de paginas. Ese era el senuelo con que me habia presentado, puntualmente, a las seis de la tarde, en la casa de Kloster.

Al tocar el timbre me habia detenido en un instante de admiracion ante la puerta de hierro imponente. Cuando el sonido de la chicharra me franqueo la entrada vi la gran escalera de marmol, los bronces, los espejos antiguos, con esa punzada de admiracion cercana a la envidia que da la fortuna ajena, y no pude dejar de preguntarme cuantos miles y miles de ejemplares debian venderse para pagar en aquella zona una casa asi. Kloster, que me esperaba en lo alto, me extendio la mano y me miro por un momento, como si quisiera asegurarse de que nunca nos habiamos visto antes. Era mas alto de lo que hacian imaginar las fotos y aunque debia pasar ya los cincuenta, habia algo poderoso en su figura erguida y juvenil, casi una jactancia de su estado atletico, que hacia recordar antes al nadador de mar abierto que al escritor. Pero aun asi, y a pesar de la nota todavia vibrante que impartia su cuerpo, la cara estaba consumida, vaciada cruelmente, como si la carne se hubiera retirado para dejar aparecer el filo agresivo y desnudo de los huesos, y los ojos, en el mismo retroceso, se hubieran confinado a un nicho frio y celeste, desde donde me escrutaban con una fijeza desagradable. El contacto de su mano habia sido rapido y seco y en el mismo movimiento me habia senalado el camino a la biblioteca. No habia condescendido al esbozo de una sonrisa, ni al intercambio de rigor de trivialidades, como si quisiera dejarme en claro desde el principio que no era del todo bienvenido. Pero a la vez, esta renuncia inicial a la cordialidad convencional allanaba paradojicamente el camino: ninguno de los dos debia hacerse ilusiones. Con todo, mientras me indicaba los sillones se ofrecio a preparar cafe y yo, que habia tomado taza tras taza desde la manana para mantenerme despierto, igualmente acepte, y apenas desaparecio en uno de los pasillos me levante de mi sillon para mirar alrededor. La biblioteca era imponente, con estantes que llegaban cerca del techo. Aun asi, no provocaban una sensacion de agobio porque dos ventanales con vitraux daban respiro y alivio a las paredes. Habia una lampara de pie junto a otro sillon mas apartado, donde Kloster seguramente se echaba a leer. Deambule por las bibliotecas, dejando pasar el indice por el lomo de algunos libros. En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentada, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legion Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, mas angosta y con puertas vidriadas. Kloster habia reunido alli las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones economicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Senti otra vez, mas agudo, el aguijon que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabia, mas alla de Luciana, me habia espoleado contra Kloster en aquel articulo indigno y que podia resumirse en la queja silenciosa: ?por que el si y yo no? Solo puedo decir en mi defensa que era dificil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeido y borroso. En direccion opuesta a la que habia tomado Kloster habia otro pasillo mas angosto y bajo que parecia conducir a las dependencias de servicio, o tal vez al estudio donde trabajaba. La luz ya demasiado debil de la tarde dejaba este pasadizo en penumbras, pero alcance a ver que las paredes estaban tapizadas de ambos lados con pequenos cuadros con fotos. Me acerque, atraido irresistiblemente, a la primera: era una nenita muy linda, de tres o cuatro anos, con el pelo alborotado y un vestido a lunares que, parada sobre una silla, trataba de alcanzar la altura de Kloster. La cara del escritor estaba totalmente transformada, o quiza debiera decir, transportada, por una sonrisa de expectacion, a la espera de que la mano en equilibrio llegara a tocar su cabeza. La foto tenia un corte a un costado, que avanzaba en angulo hacia arriba, como si hubieran hecho desaparecer con una prolija tijera otra figura de la escena. Escuche los pasos que volvian de la cocina y regrese a mi lugar en el sillon. Kloster dejo dos jarros de tamano militar sobre la mesita de vidrio y gruno algo sobre la falta de azucar en la casa. Se sento frente a mi y se apropio inmediatamente de la carpeta transparente donde habia llevado las hojas.

– Asi que esta es la historia -dijo.

Por casi cuarenta minutos eso fue todo. Kloster habia sacado las hojas sueltas de la carpeta y las habia dispuesto como una pequena pila sobre la mesa. Las alzaba de a una para leerlas y empezo a formar una segunda pila al dejarlas otra vez boca abajo. Yo estaba preparado para que protestara, para que se indignara, para que a partir de cierto punto las arrojara a un costado o las rompiera, pero Kloster avanzaba sin emitir un sonido y solo parecia cada vez mas ensombrecido, como si al leer se fuera internando otra vez en un pasado que lo habia agobiado y que comparecia ahora otra vez con sus fantasmas de largas manos. Apenas en un par de ocasiones movio con incredulidad la cabeza y cuando por fin termino, quedo con los ojos mirando el vacio durante un momento de silencio larguisimo, como si yo hubiera desaparecido por completo para el. Tampoco me miro cuando le pregunte que le habia parecido y solo repitio la pregunta, como si le llegara no de un interlocutor humano sino desde adentro de si mismo.

– ?Que me parece? Un relato clinico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extraccion de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligio -y lo repitio despectivamente-, ?a quien se le ocurriria?

– Solo busque un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento -intente explicarle. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.

– Algo cerrado, ya veo. Y usted ?quien seria? ?El abierto Ouvert?

Aquello me sorprendio doblemente. No hubiera imaginado que Kloster leyera a Henry James, pero mucho menos que me arrojara de la nada, como una provocacion, el nombre de uno de sus personajes. Eso no podia significar sino una cosa: que Kloster habia leido tambien mi serie de articulos sobre James. Y si habia leido esos articulos, tuve que concluir, tambien habria visto aquel otro en contra suyo, que habia aparecido en la misma revista, y estaba ahora jugando conmigo al gato y el raton. Le dije solo la primera parte: que no hubiera sospechado que podria interesarle Henry James. Esto parecio ofenderlo muchisimo.

– ?Por que? ?Porque en mis novelas nunca hay menos de diez muertes y en las de James a lo sumo alguien no se casa con alguien? Usted, como escritor, no debiera dejarse confundir por detalles como crimenes y matrimonios. ?Que es lo que cuenta sobre todo en una novela policial? No los hechos por supuesto, no la sucesion de cadaveres, sino las conjeturas, las posibles explicaciones, lo que debe leerse por detras. ?Y no es exactamente esto, lo que cada personaje conjetura, la materia principal de James? El posible alcance de cada accion, el abismo de consecuencias y bifurcaciones… El hombre no es mas que la serie de sus actos, escribio alguna vez Hegel. Y sin embargo, James levanto toda su obra en los intersticios

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