escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacia comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilacion milagrosa que no retrocedia ante nada, que mataba y volvia a matar. Thomas Mann cuenta que al escribir Muerte en Venecia tuvo la sensacion de un caminar absoluto, la impresion, por primera vez en su vida, de ser «llevado en el aire». Yo tambien sentia aquello por primera vez. Pero no podria decir que esa voz me llevara benevolamente en brazos. Era mas bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitia desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguia a duras penas, que se habia apoderado de todo, que parecia blandir por si misma el cuchillo con una alegria salvaje, como si quisiera decirme: es facil, es simple, se hace asi y asi y asi. Cuando termine de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me habia quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiracion. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujo sobre Luciana. Recien volvi del todo a la realidad cuando percibi que ella se resistia.

Alzo un poco la cabeza y la movio de una manera casi imperceptible, como si se reprobara en silencio y quisiera apartar para siempre la escena de su memoria.

– Mucho despues, a la noche, lei otra vez esas paginas que le habia dictado. Eran de otro, sin duda. Yo nunca hubiera podido escribir algo asi. Sin fallas, sin vacilaciones. Un lenguaje primordial, con una fuerza terrible y primitiva que se abria paso a lo mas hondo del mal. Me dio terror verlas alli escritas, fijadas en la tinta sobre el papel, como si fueran la evidencia incontrastable de que aquello habia sido real. No pude volver a tocar esa novela, como si estuviera contaminada fatalmente por esa otra escritura. Quedo alli, abandonada, con la ultima frase que le habia dictado a Luciana antes de que se levantara para hacer cafe. La guarde en un cajon y trate de olvidarme, de negar con todos los argumentos racionales lo que me habia ocurrido. Despues… tuve esa sucesion de catastrofes. Perdi a mi hija, perdi mi vida. Quede fuera del mundo, vacio de toda idea. Solo podia pasar esa cinta, una y otra vez. Crei que nunca volveria a escribir. Hasta que fui, en el verano, a esa playa. Y vi desaparecer el cuerpo aquel en el mar. Como un signo escrito en el agua. Cualquiera hubiera dicho que fue un accidente, por supuesto, y tambien asi lo crei yo en ese momento. Pero igualmente pude leer lo que ese signo decia para mi. Supe cual era la historia que debia escribir. No sabia, no hubiera imaginado, que ya era su obra, el comienzo de su obra. Volvi a Buenos Aires al dia siguiente: solo queria empezar. Tenia de pronto una inesperada claridad. Veia en el fondo del tunel la luz todavia diminuta, pero inconfundible, de mi tema. No era tan distinto al fin y al cabo del de la novela sobre los cainitas que habia abandonado. Solo que transcurriria en la epoca contemporanea. Habria una chica, lo suficientemente parecida a Luciana. Y alguien que habia perdido una hija, como yo. Esa chica tendria una familia, con los mismos integrantes que la de Luciana. A diferencia de todas mis otras novelas, en esta queria mantener algunas semejanzas, porque sentia que la fuente secreta, la herida que necesitaba soplar, era la mia. No queria olvidarme, ni dejarme arrastrar, como en mis otros textos, por los vaivenes de la imaginacion. El tema, por supuesto, seria el castigo. Las proporciones del castigo. Ojo por ojo, dice la ley del Talion, pero ?que ocurre si un ojo es mas pequeno que el otro? Yo habia perdido a mi hija, pero Luciana no tenia hijos. ?Podia equipararse acaso mi hija con ese novio pasajero, con el que ni siquiera parecia llevarse muy bien? Le preguntaba a mi dolor y mi dolor clamaba que no. Me puse a escribir con una determinacion espartana, pero algo parecia estar tambien seco, extinguido, dentro de mi, como si la muerte de mi hija me hubiera exiliado no solo de lo humano, sino tambien de mi propia escritura. Las pocas lineas que alcanzaba a borronear cada dia me resultaban irreconocibles, no lograba dar con el principio, con el tono, con las palabras. Entonces, a mi manera, lo invoque. Lo invoque noche tras noche, hasta que de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Habia regresado. Lo sentia otra vez sobre mi hombro. Y lo deje hacer. Deje, otra vez, que me dictara. Que me diera el impulso, el fiat, que hiciera vibrar el diapason. Fue como un deshielo lentisimo, como si la piedra en la que me habia convertido empezara a supurar. Pero estaba otra vez escribiendo, y sabia muy bien a quien se lo debia. Para mis adentros lo llamaba «mi Sredni Vashtar». Y aun invisible, su voz monstruosa era para mi tan reconocible como la respiracion cercana de alguien familiar. Era no solo real sino casi palpable y me parecia que tambien cualquiera podria senalar en las paginas las frases que le pertenecian. Que eran, al principio, casi todas. Pero el mismo movimiento de la mano, como si fuera un magico ejercicio muscular, me trajo de a poco mi vieja habilidad, me devolvio algo de mi antiguo ser. El habia hecho circular la electricidad, y el muerto volvia a vivir. Volvi en mi y a mi. Recobre mi viejo orgullo, el unico que tengo, y ya no quise mas su compania. Preferi volver a mis largas vigilias, a mis vacilaciones de siempre, a mis circunloquios, a mi propia imaginacion. No fue facil quitarmelo de encima. Lo sentia a horcajadas sobre mi cuello, como el viejo del mar. Y por supuesto sus frases siempre eran mejores. Primordiales, salvajes, directas. Pero logre rechazarlas una por una, a pesar de la tentacion. Y en algun momento senti que volvia a quedarme solo. Crei que habia logrado por fin deshacerme de el.

– ?Cuando fue esto?

– Casi un ano despues, poco antes de escribir la escena de la muerte de los padres. Yo habia imaginado que moririan en su casa en la playa, en unas vacaciones de invierno, por el escape de monoxido de carbono de una estufa. Todos los anos sucede algun accidente asi. No habia considerado ninguna otra posibilidad. Al volver a escribir por mi mismo, algo mas habia ocurrido: parte de mi rencor se habia disuelto, la vida se habia reanudado, empezaba a olvidarme de Luciana. La novela ya no era una muneca de vudu donde clavar mis alfileres. La escritura, otra vez, me habia llevado a una deriva benefica, donde esos padres ya no eran los padres de Luciana y podia considerarlos artisticamente, e imaginar la muerte que mejor les conviniera, como a otro par cualquiera de personajes de otra cualquiera de mis novelas. Al fin y al cabo, habia pasado toda una vida imaginando muertes. Y quiza porque ya no tenia las mismas ansias de venganza, imagine un final indoloro, durante el sueno, los dos juntos en la cama matrimonial. Escribi la escena con una tranquilidad de espiritu total. Entonces, un par de semanas mas tarde, me llego la carta de Luciana. Sus padres habian muerto de verdad. La carta era confusa, en realidad una suplica de perdon por aquella primera demanda que habia empezado todo, pero mencionaba la muerte de sus padres, como si fuera algo que yo necesariamente tuviera que saber. Y aparecia la fecha de las muertes: el dia despues de que yo habia escrito la escena. Quede, por supuesto, anonadado. Busque la noticia en los diarios de quince dias atras. Alli estaban los detalles. Las circunstancias habian sido algo distintas, pero como si solo se tratara de una diferencia de estilo: una muerte mucho mas horrenda pero, a su manera, natural.

– Cuando usted dice natural -lo interrumpi, porque recorde de pronto lo que yo mismo habia pensado, lo que habia estado a punto de ver en el sotano del diario- se refiere acaso…

– Al sentido mas literal. A que no necesito de calefones ni de hornallas. De nada que tuviera que ver con la civilizacion. El veneno de una planta. Una muerte simple, primitiva: me di cuenta de inmediato que habia sido ideada por el. Y quede, como comprendera, absolutamente impresionado. Una cosa era percibir su presencia en el susurro, en la extrana comunion de ese dictado privado, o en las lineas al fin y al cabo inocentes de un texto, y otra, muy distinta, era admitir que pudiera existir fuera de mi y llegar a matar por su cuenta en la vida real. No di ese paso. Aunque la evidencia estaba alli, frente a mis ojos, no pude llegar a creer que habia una conexion de causalidad, que la realidad hubiera respondido a mi texto. En esos ultimos meses, como le dije, habia vuelto en mi. Las pocas lineas que lograba asentar trabajosamente cada dia me habian devuelto de a poco a mi antiguo ser. Y mi antiguo ser habia sido siempre esceptico y aun despectivo con todo aquello que no fuera racional. Yo era, al fin y al cabo, el que habia empezado una carrera cientifica, el que habia escrito pasajes enteros de burla contra cualquier idea de religion. Para mis adentros, habia decidido considerar todo el episodio del dictado como un rapto pasajero, una perturbacion mental despues del duelo. Aquello si podia admitirlo: que habia enloquecido de dolor. Aun asi, aunque me negara a creer, habia quedado consternado y deje en ese punto a la novela. Quedo abandonada, en un cajon durante anos. No fue exactamente un temor supersticioso, sino algo mas intimo: el motor secreto, el ansia de venganza dentro de mi, se habia extinguido. Al morir los padres de Luciana yo habia tenido, finalmente, aunque suene monstruoso, mi reparacion. Aquello que habia sido mi herida y mi llama se habia mitigado y despues del primer momento de estupor por la coincidencia me senti en paz, una paz quiza algo culposa, porque no dejaba de tener la impresion de que al haber anticipado y preparado esas muertes en mi imaginacion, de un modo indirecto y misterioso las habia propiciado. En todo caso, las proporciones me parecian ahora justas y estuve a punto de escribirle a Luciana en respuesta. Verdaderamente, ya no sentia por ella ningun rencor.

– Y sin embargo, en algun momento volvio a abrir el cajon.

Kloster asintio con un movimiento lento de cabeza.

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