– Senor Appleston, vos dais conferencias en los colegios sobre la existencia de Dios.

– Si, mis clases se basan en la obra Summa Theologica, de Santo Tomas.

– Y supongo que comentais las pruebas de la existencia de Dios.

– Desde luego.

– En ese caso -replico Corbett-, ?no estariais de acuerdo en que, si pruebo la existencia de Dios, Dios podria dejar de existir?

Appleston entorno los ojos.

– Quiero decir -se explico Corbett- que si yo, que soy finito y mortal, puedo probar, sin ninguna duda, que existe un ser inmortal e infinito, entonces, una de dos, o yo tambien soy infinito e inmortal o bien lo que estoy probando no puede existir en primer lugar. En otras palabras, una prueba tan nimia de la existencia de Dios es demasiado simple y es, por lo tanto, no logica. Es un poco como si dijera que puedo verter un galon de agua en un pichel de pinta: si asi fuera, entonces no es ni el galon ni el pichel lo que puede acoger mas de una pinta.

– Concedo -gruno Appleston-, aunque tendre que reflexionar sobre lo que habeis dicho, sir Hugo.

– Lo mismo puede aplicarse a Passerel -anadio Corbett a continuacion-. Si el fuera el Campanero, el asesino de Robert Ascham y John Copsale, por no hablar de los mendigos, entonces diria que la solucion es simple, perfecta y, por lo tanto, totalmente ilogica.

– Estoy de acuerdo -declaro Ranulfo haciendo un guino a Maltote.

– Y entonces, ?quien mato a Ascham? -pregunto Tripham con calma.

– No lo se -respondio Corbett-; por eso estoy aqui. -Se volvio hacia Tripham-. Me gustaria visitar la biblioteca esta noche. ?Quiza despues de cenar…?

– Desde luego -accedio el vicerregente-. Podemos tomarnos el vino dulce alli abajo, es una estancia muy acogedora.

Moth se acerco. Dio unas palmaditas en los hombros de Mathilda y empezo a hacer signos extranos con las manos.

– Pronto estara la cena -declaro, poniendose en pie, y cogio el baston que tenia en una esquina de la chimenea-. Senores, nos veremos luego -y salio fuera de la estancia, una mano en el baston y la otra del brazo de su silencioso criado.

La conversacion continuo, aunque de un modo inconexo. Appleston y Tripham hicieron algunas preguntas sobre la tasacion y el precio del maiz en el feudo de Leighton. Llegaron otros profesores: Aylric Churchley, de ciencias naturales, delgado como un palillo, de rostro irascible y algunos mechones de cabello gris levantados sobre su cabeza calva. Tenia un tono de voz tan elevado y estridente que Corbett tuvo que amonestar en silencio a Ranulfo y a Maltote para que no se les escapara la risa. Peter Langton era un hombre pequeno de cara estrecha y bronceada surcada de arrugas con ojos reumaticos, que hacia alabanzas a todo el mundo, especialmente a Churchley, a quien aclamo como el mayor de los medicos de Oxford. Bernard Barnett fue el ultimo en llegar, de cara rechoncha con una frente muy alta, era un tonelete de hombre con ojos brillantes y un labio inferior muy grueso. Tenia la mirada agresiva, como si siempre estuviera dispuesto a discutir por cualquier pretexto, aunque fuese tan ridiculo como el de cuantos angeles podrian sentarse en la punta de un alfiler.

Lady Mathilda regreso y Tripham los guio fuera de la sala a traves de un pasillo que conducia al refectorio. Era una estancia muy lujosa de forma oval, acogedora y agradable. La mesa, situada al fondo de la sala, estaba cubierta por un mantel blanco de seda resplandeciente a la luz de las velas de cera de abeja, que se reflejaba en las copas y la cuberteria de plata y de peltre. Hermosos tapices y colgaduras que representaban escenas de la vida del rey Arturo pendian de un recubrimiento de madera oscura. Esteras pequenas cubrian el suelo. En cada esquina habian colocado un brasero que despedia dulces fragancias y varios centros de flores se habian dispuesto sobre los asientos forrados junto a la ventana; su aroma se mezclaba con los olores empalagosos y que hacian la boca agua procedentes de la despensa al fondo de la estancia. Tripham se sento en un extremo de la mesa, con lady Mathilda a su derecha y Corbett a su izquierda. Ranulfo y Maltote fueron colocados en la otra punta junto a Richard Norreys, que habia estado supervisando a los cocineros. Tripham bendijo la mesa, trazando una bendicion en el aire tras la que sirvieron la comida: sopa de codorniz seguida de carne de cisne y faisan, adobadas con ricas salsas de vino, y finalmente rosbif con mostaza. Durante toda la comida corrio el vino, servido por unos camareros silenciosos que permanecian de pie en las sombras. Corbett probo de todos los platos y bebio con moderacion, pero Ranulfo y Maltote se echaron encima de ellos como lobos hambrientos.

La mayoria de los profesores bebieron copiosamente y comieron con rapidez. Sus rostros adquirieron un tono rosado y aumento el volumen de voz. Tripham se mantuvo extranamente silencioso mientras lady Mathilda, cuyo rencor por el vicerregente era obvio, se limito a mordisquear la comida y a tomar algunos sorbos de vino. De vez en cuando se volvia y empezaba a hablar con Moth mediante aquel lenguaje de signos extranos.

Tripham se reclino hacia delante.

– Sir Hugo, ?deseais decir algunas palabras sobre vuestra presencia en Oxford?

– Si, senor. En efecto. -Corbett miro al fondo de la mesa-. Quizas este momento sea tan bueno como cualquier otro.

Tripham golpeo la mesa y pidio silencio.

– Nuestro invitado, sir Hugo Corbett -anuncio-, tiene que hacernos algunas preguntas.

– Todos sabeis -empezo Corbett con brusquedad- acerca del Campanero y de sus traicioneras publicaciones.

Los profesores evitaron encontrarse con la mirada de Corbett; en cambio se observaban los unos a los otros o bien jugueteaban cabizbajos con sus copas o cuchillos.

– El Campanero -continuo Corbett- ha proclamado que es de Sparrow Hall. Sabemos que su escritura es la de un escribano, si bien podria ser la de cualquiera, y que el pergamino es caro. En consecuencia, el escritor es un hombre de cierta riqueza y educacion.

– ?No es ninguno de nosotros! -chirrio Churchley pasando los dedos alrededor del cuello de su traje azul marino-. Ninguno de nosotros es un traidor. Satan podria decir que vive en Sparrow Hall, pero si vive o no, esa ya es otra cuestion.

Sus palabras fueron aclamadas por un murmullo de asentimiento; incluso Langton, de voz suave, asintio con la cabeza vigorosamente.

– Entonces ?nadie de los aqui presentes sabe nada del Campanero?

Un coro de negativas recogio la pregunta.

– Escribe y envia sus proclamas por la noche -explico Churchley-. Sir Hugo, normalmente todos estamos deseosos de irnos a la cama. Incluso si quisieramos salir a dar una vuelta, Oxford, por la noche, es una ciudad peligrosa. Ademas, las puertas estan cerradas con pestillo. Cualquiera que saliera a tales horas llamaria sin duda la atencion.

– Por eso -interrumpio Appleston bruscamente- el escritor debe de ser un estudiante. Algunos de ellos son pobres, pero otros son muy ricos. Se han formado en el arte de la escritura y, para los jovenes, De Montfort todavia es un martir.

– ?Hay toque de queda en la residencia? -pregunto Corbett a Norreys.

– Por supuesto, sir Hugo, pero proclamarlo y ejecutarlo entre esos jovenes de sangre caliente ya es otro cantar. Pueden entrar y salir como les de la gana.

– Supongamos -empezo a decir Corbett-, causa disputandi que el Campanero no es ni un miembro de Sparrow Hall ni de la residencia. ?Por que queria entonces afirmar que lo es?

– ?Ah! -exhalo lady Mathilda, plegandose las arrugas voluminosas de su vestido-. Se han escrito tantas tonterias sobre De Montfort… Cuando mi querido hermano vino aqui y fundo la universidad, compro las viviendas de enfrente para construir la residencia. Una mujer viuda, con su hijo, vivia en las bodegas de vino al otro lado de la calle. Era bastante buena pero estaba un poco mal de la cabeza. Al parecer, su marido habia sido uno de los concejales de De Montfort. Mi hermano, que Dios le bendiga, le tuvo que pedir que se marchara. La invito a irse a vivir a otro sitio, pero ella se nego. -Lady Mathilda paso el dedo por el borde de su copa-. Os resumire una larga historia, sir Hugo: La mujer decidio vagabundear por las calles con su hijo a cuestas hasta que, una noche de invierno, el pequeno murio. Entonces cogio el cadaver de su hijo y lo bajo a la calle. Tenia una campanita y empezo a tocarla. La multitud se apelotono a su alrededor, mi hermano y yo misma tambien. Luego encendio una vela, elaborada, segun dijo, con la grasa de un hombre al que habian colgado, y maldijo a mi hermano y a Sparrow Hall. Juro solemnemente que un dia el Campanero regresaria en busca de venganza, tanto por ella como por la memoria

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