Consumado, un astuto politico, un despiadado guerrero y un brillante general, en el plazo de dos anos aplasto cualquier oposicion en su reino, vencio a las tribus salvajes del norte y se autoproclamo capitan general de Grecia. Seria el lider de una nueva cruzada contra Persia, un justo castigo por los ataques a Grecia por parte de Ciro el Grande y sus sucesores un siglo antes.
Alejandro demostro, con la total destruccion de la gran ciudad de Tebas, el hogar de Edipo, que no toleraria ninguna oposicion. Luego se volvio hacia el este. Asumio la mision de vengar las afrentas sufridas por los griegos. En secreto, Alejandro deseaba satisfacer sus ansias de conquista, de marchar hasta el fin del mundo, de demostrar que era mas hombre que Filipo, de ganar el favor divino y, tambien, de confirmar los susurros de su madre: que su concepcion se debia a la intervencion divina.
En la primavera del ano 334 A.C, Alejandro reunio a su ejercito en Sestos mientras, al otro lado del Helesponto, Dario III, su siniestro jefe de espias Mitra y sus generales planeaban la destruccion total de este advenedizo macedonio. Alejandro, sin embargo, estaba dispuesto a una guerra total, a llevar a sus tropas a traves del Helesponto, a conquistar Persia y a marchar hasta el fin del mundo.
PROLOGO I
«Dario se convirtio en rey antes de la muerte de Filipo […] pero cuando Filipo murio, Dario se libro de su ansiedad y desprecio la juventud de Alejandro.»
Diodoro Siculo,
Antano habia sido una solitaria llanura, envuelta en silencio, limitada por las montanas y cubierta de campos de hierba y alamos brumosos. Un lugar donde en verano se agitaban los remolinos de polvo, la guarida de los gatos monteses y los lobos salvajes. Ciro el Grande habia cambiado todo esto. Lo habia convertido en el santuario del Fuego Sagrado, el Tesoro del Cielo, el Santuario y la Gloria de Ahura-Mazda, el dios de la luz, el Senor de la Llama Oculta, del Disco Solar, el Ojo Omnipotente que cabalgaba en las alas de las aguilas. Persepolis, la casa del representante de dios en la tierra, Dario III; Rey de Reyes, Senor de Senores, propietario de la vida de los hombres. Persepolis, una ciudad dispuesta como el centro de una inmensa rueda, el centro del imperio, se levantaba sobre terrazas artificiales generosamente banadas entre la montana de la Misericordia y el rio Araxes [Aras]. Los muros de adobe de los palacios tenian una altura de mas de seis metros y estaban recubiertos con oro. Las galerias y los porticos se vanagloriaban de sus columnas de marmol y las vigas de maderas preciosas para soportar los techos de cedro del Libano.
En el corazon del palacio real, rodeada por tres enormes muros y defendida por puertas revestidas con planchas de bronces y flanqueadas por mastiles, estaba la Apanda, la Casa de la Adoracion en la Sala de las Columnas. El mas sagrado entre los sagrados era vigilado por los inmortales, la guardia personal del Rey de Reyes, vestidos con corazas tachonadas en bronce sobre faldas de tela roja y polainas a rayas: se cubrian la cabeza con gorros que tenian unos largos protectores faciales; estos se podian anudar sobre la boca y la nariz para proteger al usuario cuando marchaba y se tragaba el polvo del Senor de Senores. Los inmortales permanecian en silencioso despliegue en los porticos, a lo largo de las columnatas, en los patios y los jardines. Inmoviles como estatuas, sostenian en sus manos las rodelas y las largas lanzas, valiendoles como contrapeso las manzanas doradas que habian dado origen a su apodo: los «imperiales portadores de manzanas».
Habia anochecido. La corte persa, los oficiales y los chambelanes, el portador del abanico y el matamoscas imperial, los medos y los magos, todos sabian que, esta noche, su Senor de Senores mostraria su rostro: habia accedido a conceder una audiencia a su favorito, el renegado griego, el general Memnon de Rodas. Habian estado murmurando al respecto durante todo el dia. Se habian congregado en las salas para saborear la noticia. Algunos mas precavidos de la legion de espias de su amo se reunieron en los perfumados huertos de los fertiles paraisos, los elegantes jardines donde cada flor y cada planta del imperio crecian en la uberrima tierra negra importada especialmente desde Canaan. Todos y cada uno de los que susurraban coincidian en una cosa: el Rey de Reyes estaba preocupado. Una sombra oscura habia aparecido en los confines de su imperio. La noticia estaba en boca de todos: ?venia Alejandro de Macedonia! Alejandro, hijo de Filipo el Tirano y Olimpia la Reina Bruja. Alejandro, a quien Demostenes de Atenas habia despreciado por ser un «mozalbete», «un ninato». Alejandro parecia contar con todo el apoyo del mundo subterraneo. Se habia abierto paso hasta la cumbre, habia aplastado a los conspiradores, habia crucificado a los rebeldes y habia extendido su dominio sobre aquellas tribus salvajes que Dario habia sobornado generosamente para que asaltaran las fronteras de Macedonia. Ahora estos mismos barbaros habian agachado la cabeza, habian aceptado el pan y la sal, y habian hecho grandes y solemnes juramentos de lealtad a Alejandro de Macedonia. Todo el mundo le habia dado por muerto en los sombrios y helados bosques de Tesalia, pero habia vuelto como un lobo hambriento para destrozar a sus enemigos. Atenas habia sido aplastada. Sus principales ciudadanos, a quienes el Rey de Reyes habia sostenido con daraicas de oro, se escondian en lugares desiertos o se refugiaban como perros apaleados en cualquier aldea que aceptara acogerlos. Incluso Tebas, la ciudad de Edipo, no era mas que una ruina devastada, un lugar sangriento donde cazaban los carroneros y las nubes de moscas negras zumbaban alrededor de los cadaveres insepultos.
Ahora Alejandro de Macedonia habia dirigido su mirada al este. Capitan general de Grecia, habia hecho sagrados juramentos de librar una guerra eterna, con el fuego y la espada, por mar y tierra, contra el Rey de Reyes. Los espias ya habian llegado a todo galope. Alejandro habia dejado Pella y marchaba hacia el este. Alejandro estaba en el Helesponto y miraba hambriento a traves de las rapidas y azules aguas a las glorias de Persepolis. Algunos decian que marchaba a la cabeza de un gran ejercito. Personas mas sensatas sostenian que no podian ser mas de treinta o cuarenta mil hombres y, sin duda, el gran Rey de Reyes podia derrotar a semejante chusma. Desde luego la armonia de Dario estaba perturbada. Habia intentado mantener a raya a Macedonia con oro, pero ahora el lobo olisqueaba delante de su puerta. Dario habia mandado a llamar a Memnon de Roda, convencido de que hacia falta un lobo para combatir a otro lobo. Memnon habia sido rehen en la corte macedonica; habia estudiado las almas de Filipo y su hijo; habia visto como las falanges macedonicas, con sus escudos cortos y lanzas largas, destrozaban un ejercito griego tras otro. Memnon habia logrado escapar de Macedonia y ahora contaba con el favor del Rey de Reyes. Memnon lo sabia todo de aquellos lobos. Habia luchado valerosamente contra Parmenio, el veterano general macedonico que habia cruzado el Helesponto para establecer una
Sin embargo, en aquella noche particular, mientras aguardaba en la antecamara al pie de las escaleras que conducian al Apanda, Memnon no se sentia especialmente favorecido. Esperaba con su sirviente mudo Diocles y su general de la caballeria, Lisias, y golpeaba el suelo nerviosamente con su sandalia como muestra de su impaciencia por la demora. El calor en la antecamara era agobiante, abarrotada como estaba por los «portadores de manzanas”, cortesanos y chambelanes, medos -no persas-, con sus brillantemente decoradas tunicas y pantalones bombachos, los rostros con una gruesa capa de cosmeticos y pendientes en los lobulos de las orejas. Ellos tambien percibian la inquietud de este barbaro y se movian nerviosos, y el ruido de los tacones de sus botas era como un martilleo. Se detenian una y otra vez para mirar de soslayo y con profunda desconfianza a Memnon. No les gustaban los griegos, cualesquiera que fuesen, pero en especial Memnon, con su cabeza calva brillante de aceite, el rostro esculpido a cincel, curtido por los elementos, requemado por el sol, la nariz chata, quebrada, y un tanto torcida, los labios exangues y la mirada cruel.
«Nunca confies en un griego», decia el proverbio persa. ?No habia excepciones!
– ?Cuanto tiempo mas? -pregunto Memnon en griego, con un tono de voz duro y discordante, que perturbo a las aves canoras en sus jaulas de oro colgadas con cadenas de plata de las vigas de cedro.
– Tened paciencia, mi senor.
El companero de Memnon, el principe persa Arsites, satrapa de Frigia occidental, sonrio discretamente