del Rey de Reyes» y saludado solemnemente por las mujeres de Dario, que iban vestidas de sedas y telas magnificas y brillaban como luciernagas, con los cuellos, los tobillos y las munecas resplandecientes con preciosas joyas. Habian hundido platos en sus sacos de oro y llenado el cofre que un eunuco habia cargado junto a Memnon. El griego debia llevarselo como muestra de la amistad y el placer del emperador. Memnon tambien habia contemplado el tesoro imperial, la Casa Roja, con las paredes y los techos de piedra color rojo sangre, donde decenas y decenas de miles de talentos de oro se amontonaban en baules, cofres y cestos.
Arsites volvio su rostro cetrino y se seco elegantemente la gota de sudor caida sobre el duro borde del cuello de su casaca. Dario habia sido demasiado generoso. El satrapa jugo con la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. Se acerco a la pared como si le interesara el grabado de un cortesano meda que olia una flor de loto. Arsites recordo las palabras de Dario: «Muestra a Memnon mi favor. Muestra a Memnon mi poder y, por encima de todo, muestrale mi terror». Arsites bajo la cabeza. Habia hecho las tres cosas. Habia llevado a Memnon a los paraisos, con sus fuentes y sus umbrias grutas, para disfrutar de la fresca sombra de los tamarindos, los sicomoros y los terebintos, y saborear la fragancia de los huertos de pomelos, manzanos y cerezos. De pronto, sin previo aviso, habia entrado en un jardin que se encontraba directamente debajo del Apanda, una larga extension de cesped, pero no bordeada por flores o hierbas aromaticas, sino por una hilera de cruces en las que Dario crucificaba a aquellos que habian provocado su ira. En esta ocasion, una unidad de caballeria, culpables de cobardia y traicion; cada uno de los soldados habia sido desnudado, castrado y despues crucificado en los maderos. Unos pocos habian muerto inmediatamente; otros agonizarian durante dias. ?Oh si, Memnon habia visto el terror!
Arsites se acerco a la ventana. Habian encendido linternas y faroles en los jardines. Disfruto con el perfume de las flores en la brisa vespertina, pero en el fondo era un soldado. Permanecia con sus cinco sentidos atentos, hasta que finalmente capto el olor acre de la sangre y los debiles gemidos de aquellos que aun estaban vivos.
– ?El Gran Rey escuchara mi plan?
Arsites suspiro; miro rapidamente a uno de los chambelanes y apenas sacudio la cabeza para advertirle secretamente que no reprochara a Memnon. Despues de todo, el rodio era un barbaro. No conocia el protocolo y la etiqueta de la corte del Divino: que se debia respetar el silencio para que uno pudiera preparar el corazon y el espiritu para el gran favor del que pronto seria objeto.
– No se lo que hay en la mente de mi senor -replico Arsites, que se aparto de la ventana-. Sin embargo, cuando abra su corazon a nosotros, veras su sabiduria -al decir esto, la mirada de Arsites se fijo en Lisias-. ?Y su justicia!
Memnon sintio el pinchazo de la inquietud. Habia estado de campana, ocupado en reunir tropas, en contratar mercenarios. Lo habia hecho bien: tenia a miles de hoplitas dispuestos a empunar las armas; veteranos de mil y una guerras, una horda guerrera bien entrenada… Sin embargo, algo fallaba. Si solo pudiera actuar por su cuenta… Pero, alli donde iba, los espias del Rey de Reyes le seguian. Memnon habia escuchado los rumores y las habladurias. Sus oficiales persas sostenian que los traidores acechaban en el campamento griego. Memnon se negaba a creerlo. Ahora, sin embargo, mientras esperaba en esta camara sombria, rodeado por guardias silenciosos y cortesanos de mirada aviesa, se preguntaba si habia algo que no iba bien. Memnon sabia que no era querido. Contaba con el favor de Dario por dos razones. Primero, habia demostrado su lealtad. Segundo, habia derrotado a los macedonios. Asi y todo, ?el propio Dario era un demonio! Volatil y a veces cruel hasta lo indecible, se habia abierto paso hasta el trono imperial. Habia matado a todos sus rivales y luego habia hecho lo mismo con quienes le habian ayudado: habia cortado nances, arrancado ojos, amputado pies y manos. Dario no habia matado a todos. Habia permitido que algunas de sus victimas deambularan como horribles fantasmas por el palacio: una advertencia para todos aquellos que quiza quisieran aspirar al trono dorado. Dario podia ser gentil y bondadoso, incluso generoso como el que mas, pero, para mantener controlado a este gran imperio, se embarcaba en subitas orgias de terror, como el rayo en el cielo de verano. ?Que los dioses se apiadaran de aquellos que Dario habia senalado para la destruccion!
– ?El espera!
La voz de un chambelan resono en la habitacion. Memnon inspiro profundamente y se seco las manos sudorosas en la tunica blanca, el vestido obligatorio para la ocasion. Arsites camino a su lado y los chambelanes detras. Los inmortales se volvieron formando una silenciosa fila a cada lado mientras subian las empinadas escaleras que conducian a la sala de audiencias. Memnon tenia la sensacion de estar subiendo al Olimpo, la montana sagrada, para ir a la corte de los dioses. Centenares de antorchas, sujetas a los muros, chisporroteaban y bailaban con la corriente de aire y daban vida a los impresionantes frisos que adornaban las paredes. Las pinturas mostraban a Dario y sus antepasados en victoriosas batallas contra los enemigos extranjeros; aparecian incluso los demonios del mundo subterraneo, sobre todo el grifo de cabeza de leon y la salvaje esfinge. Memnon resbalo y maldijo en voz baja. Olio las flores de loto que cubrian los escalones sagrados. Miro a su izquierda. El rostro de Diocles estaba sudoroso y el mudo miro rapidamente a su amo con la mirada furtiva de una gacela acorralada. Memnon mostro una sonrisa forzada. Tenia dos grandes amores: su esposa Barsine y este sirviente que daria la vida por el. Memnon estiro la mano y toco suavemente la muneca de Diocles, un gesto para que este mantuviera la calma. Lisias, a su derecha, mantenia la cabeza
– Nos aguarda una gran gloria -susurro Memnon-. ?No mostreis vuestro temor!
Llegaron a lo alto de las escaleras. Se abrieron las puertas forradas con placas de bronce y Memnon entro en la sala de audiencia, que resplandecia por la luz. Recordo el protocolo. En el suelo de marmol, casi tocando el umbral, comenzaba una ancha alfombra color rojo sangre que conducia hasta el hogar donde se alzaba la llama sagrada de su base de troncos. Este era el fuego sagrado de Ahura-Mazda, el dios de los persas. Lo atendian los sacerdotes y habia de arder continuamente durante la vida del rey: no se extinguiria hasta su muerte. La alfombra era sagrada y solo podia pisarla Dario. Memnon y su grupo se arrodillaron a un lado. Mas alla, pasado el fuego sagrado, debajo de un estandarte plata y rojo con el emblema del ala de aguila y el disco solar, se encontraba Dario sentado en su trono de oro. Bebia agua hervida, comia tortas de cebada y tomaba vino de una copa de oro con forma de huevo, vigilado por los ministros y miembros de su familia. El recinto real estaba ahora cerrado por un grueso velo blanco; delante habia tres filas de inmortales en uniforme de combate. Memnon espero. Centenares de cestos de flores colocados junto a las paredes perfumaban el aire. Desde uno de los pasillos que desembocaban en la sala, llegaban los suaves acordes de las melodias interpretadas por los musicos de la corte.
– ?Agachad las cabezas! -trono la voz de un chambelan-. ?Mirad ahora! ?Dario, Rey de Reyes, Senor de Senores, amado de Ahura-Mazda el poseedor de los cuellos de los hombres!
Memnon levanto la mirada. Los inmortales habian desaparecido. El velo de gasa blanca habia sido descorrido. Dario estaba sentado en su trono de oro, con la vara blanca del cargo en una mano y en la otra el matamoscas con el mango cubierto de joyas. Vestia tunicas de plata y purpura debajo de una pesada capa bordada con hilos de oro; sus tobillos y la garganta resplandecian con las gemas que reflejaban la luz de la llama sagrada. Un sombrero alto rojo y sin alas cubria la cabeza del rey, y sus pies, que descansaban en un reposapies de plata, estaban calzados con sandalias acolchadas de saten rojo.
– ?Adoradle! -ordeno el chambelan detras de Memnon.
Memnon agacho la cabeza. El tiempo paso lentamente. Ceso la musica y Memnon escucho el suave rumor de las zapatillas. Desde el paraiso que habia debajo, llego un grito de agonia como el de un animal atrapado entre las zarzas.
– ?Podeis acercaros!
Memnon exhalo un suspiro y se puso de pie. Dario habia ahora prescindido de la ceremonia. Ya no sostenia la vara blanca y el matamoscas. Le habian quitado la capa bordada. Ahora estaba sentado en un divan de cojines casi junto a la llama sagrada. Precedidos por Arsites, Memnon y sus dos companeros se acercaron, presentaron sus respetos y se sentaron en los cojines que les indicaron. Una pequena mesa los separaba del rey. En la mesa, habia tres copas de vino y platos con frutas y trozos de ganso asado. Memnon tenia la garganta seca, pero, de acuerdo con la etiqueta de la carne, no probaria nada hasta que Dario diera la senal. La sala parecia vacia; los inmortales permanecian en las sombras, en los huecos de las ventanas y en los largos pasillos, preparados para actuar a la menor senal de peligro para su amo.
– Amigo mio -dijo Dario con su voz profunda y sonora-, puedes mirar mi rostro.
Memnon asi lo hizo. Dario parecia sereno: su cabello ensortijado negro, el bigote y la barba estaban empapados del mas exquisito perfume; su piel morena relucia con el aceite facial. El rodio suspiro aliviado. Habia ocasiones en las que los ojos de Dario eran dos rajas de obsidiana, pero ahora brillaban en una cordial