para manifestar sus penas.
– Ja, ja, ja. Ya sabia yo que a veces eres tonto.
–
– Nunca comemos
– Puede que en la esquina -dijo el-. SI es que hacen esquina.
A ella, su padre siempre le habia producido ganas de bostezar. Cada vez que tomaba el telefono para llamarlo, notaba que la boca se le desencajaba de pura «fatiga», «tedio», aburrimiento sin paliativos, sus contramedidas de turno frente a una emocion imperiosa. Vivia entonces cerca de la punta norte de Manhattan mentalmente deteriorado y afligido, un hombre que preferia los gestos a las palabras. A lo largo de sus visitas, el respondia a la mayoria de sus preguntas por medio de las manos, indicando que tal cosa estaba bien, que tal otra no estaba mal, que aquella era un problema de tomo y lomo. Asentia, sonreia, le mostraba a su hija el contenido de varias cajas de puros y de bolsas de la compra. Por telefono le suplicaba que le llevara documentos. Partida de nacimiento, cartilla de ahorros, tarjeta de la seguridad social, carnets de varios clubes, polizas, planes de jubilacion. Ella le recordaba donde estaba cada cosa no sin antes haber aprendido a apaciguar su desesperacion hasta que rebasaba los tensos limites de su paciencia. Algun tiempo antes de que muriese, ella supo gracias a uno de los vecinos que a menudo se plantaba en una esquina y pedia a cualquiera que Se ayudase a cruzar la calle, aunque no tenia tara fisica de ninguna clase. Se enganchaba del brazo de quien fuese y caminaba hasta la acera de enfrente, y luego seguia el solo, despacio, hasta la siguiente esquina, donde de nuevo esperaba que alguien se prestase a cruzar con el. Ojala, se dijo ella mas de una vez, no lo hubiera sabido. Era algo que daba a entender una falla por su parte, algun defecto de amor, de implicacion, de forma. Nada mas marcar su numero de telefono se echaba a bostezar reflexivamente. Fuera cual fuese la fuente puntual de ese temblor mecanico, ella habia aprendido a aceptarlo, a tenerlo por parte del envejecimiento y del deterioro en el ancho mundo del dolor ajeno.
– Esta verde -dijo ella.
Lyle estaba sentado, leyendo, junto al televisor que ella miraba. Ella se encontraba de cara al aparato y de cara a el. El libro que leia era de ella, una historia de la danza. Ella lo miraba de reojo cada vez que el pasaba pagina.
– Pues llamalos.
– Tiene colores muy vistosos.
– Gracias. Visto lo que me ha costado…
– Son colores desgastados, abrasados.
– Tendremos que conectarlo -dijo el-. Hay que engancharlo a la antena del tejado.
– El tejado es un bosque de antenas.
– Ya se lo encargare a un tecnico.
– Esta verdoso, esta rosado, esta anaranjado.
– La antena general, como quien dice «general antena».
Pammy se recosto. Se tumbo y flexiono las piernas, primero una y luego otra, como si hiciera ejercicios de calentamiento. Se puso las manos en la cabeza y movio las piernas mas deprisa, pedaleando. Al cabo de un rato se puso en pie, se quito los vaqueros e hizo ejercicios de estiramiento. Lyle tuvo una ereccion. Ella se sento y vio el televisor. Casi habia oscurecido. La camioneta de Mister Softee estaba en la calle.
– Jadear, jadear.
– No estas en forma.
– Estoy en una forma lamentable -dijo ella-. Si te lo dijera, no te podrias creer lo que hay dentro de ese cuerpo. Que desastre de tiparraco reseco, envejecido, inutil. Esta ahi abajo, ?lo oyes? Pues te voy a hacer papilla, hijo puta. Me gustaria llamar a alguien. Atrepella a un perro, camioneta, a ver si el dueno te descerraja un tiro, y a pitar a la via.
– Va, pues quejate.
– O te muestras mas amable o no te presto el libro, que es mio.
– Estoy diciendo que te quejes. Llama a los de Mantenimiento Broadway. Vendran con una bombilla de recambio el martes que viene.
Ella concentro su atencion en algo que habia en la alfombra, y se inclino a recoger pelusillas desprendidas del tejido.
– Mirame cuando me hablas. Aparta la nariz de esa adquisicion, que es mia. Nos hace falta detergente especial para esta alfombra, y aun esta por comprar la cera aquella de la que te ibas a encargar tu costara lo que costase.
– Es que a ti se te olvidaria. Saldrias a comprarla y volverias cargada de fruta.
– Tu a lo tuyo.
– Es lo unico que compras.
– Pues la compras tu.
– Tu vuelves a casa cargada de fruta, comprada para colmo al mayor; lo anuncias a los cuatro vientos como si fuese el no va mas y te pones a lavarla con tus canciones rituales de lavado, para dejarla despues en el cajon de la nevera, abajo, para que se encoja y se pudra. Siempre igual.
– Se llama
– Es un cajon normal y corriente. El compartimento de la fruta, nada mas.
– Es un
– Anda, mira la tele.
– Esta verde, mira.
– Sintoniza mejor, tu.
– Esta todo de un verde que da grima -dijo ella.
Siguieron de chachara, hicieron ruidos varios un rato mas, se levantaron, caminaron, se acostaron, comieron y bebieron algo, chocaron uno con el otro y gesticularon, he aqui el vulgar desproposito de sus veladas, un retiro alejado del estres y del lenguaje. Pammy miro a Lyle reacomodarse cerca del televisor. En pantalla, un
A la manana siguiente, temprano, el estaba con Rosemary Moore en un local de vigas vistas, falsas, Oscar's Lounge, con un escudo de armas por encima de la barra, sentado en una mesa, en un rincon oscuro, observando con solemnidad al resto de los clientes. Un camarero iba y venia, entraba y salia por las puertas batientes que conducian a las cocinas, y hablaba con gran enojo cada vez que aparecia, cabreandose de nuevo antes de entrar otra vez. Escucharon durante un rato su discusion con el chef invisible.
– Este es uno de esos sitios -dijo Lyle- donde el ketchup siempre sale del frasco sin que tengas que golpear la base. No me preguntes que quiere decir, pero te aseguro que es cierto. Me gusta esta especie de igualdad sobrenatural que hay en este tipo de sitios. Es algo me-tafisico.
– Mi copa esta bastante fuerte.
– Ire a por otra.
– No, no pasa nada.
– No es problema, ya voy a por otra.
– Que no, que da igual. Esta bien asi.
– Da igual, Lyle. Asi esta bien, Lyle -dijo el-. Hoy nos llamamos por nuestro nombre de pila, ?vale?