asi en la sagrada mezquita, con sus mullidas alfombras y la hornacina que senala hacia La Meca, el mihrab, vacia, revestida de azulejos, y los cantos liquidos, la ilaha ill, Allah, emitidos por hombres que huelen a sus humildes tareas caseras de viernes, que reverencian a su Dios con ritmo unisono, apinados y tan juntos como los anillos de un gusano. La mezquita era dominio de hombres; aqui predomina el brillo primaveral de las mujeres, la extension de sus tiernas carnes.

Habia esperado que, llegando justo al sonar las campanas de las diez, podria deslizarse hacia el fondo sin ser visto, pero lo recibe y saluda con firmeza un rollizo descendiente de esclavos en traje color melocoton de solapas anchas y con un tallito de lirio de los valles prendido en una de ellas. El negro entrega a Ahmad una hoja doblada de papel tintado y lo conduce, por el pasillo central, hacia las primeras filas. La iglesia esta casi llena y salvo los bancos de delante, aparentemente los menos deseables, el resto estan ocupados. Acostumbrado a que los fieles permanezcan en el suelo, en cuclillas o arrodillados, recalcando la altura que Dios ostenta sobre ellos, Ahmad se siente, incluso sentado, tan alto que le parece una blasfemia, lo que le produce cierto mareo. La actitud cristiana de acomodarse perezosamente con la espalda recta, como en un espectaculo, da a entender que Dios es un artista que, cuando deja de entretener, puede ser relevado en el escenario por el siguiente numero.

Ahmad cree que no va a compartir el banco, como compensacion a lo extrano de su presencia y a su visible agitacion, pero otro acomodador ya conduce solicitamente por el pasillo alfombrado a una familia numerosa de negros, cuyas pequenas hembras mueven excitadas las cabezas peinadas con lazos y trencitas. Ahmad queda relegado a un extremo del banco. Al percatarse del desalojo, el patriarca de la prole le tiende, por encima de los regazos de varias de sus hijitas, una mano grande y marron y una sonrisa de bienvenida en la que brilla un diente de oro. La madre de esta camada, demasiado alejada para llegar al desconocido, sigue el ejemplo del marido y lo saluda con la mano y la cabeza desde la distancia. Las ninas levantan la mirada, medias lunas en el blanco de los ojos. Demasiada amabilidad kafir, Ahmad no sabe como librarse de ella ni que otras servidumbres le deparara el oficio que viene a continuacion. Ya odia a Joryleen por haberlo atraido a tan fatidica trampa. Aguanta la respiracion, como si quisiera evitar el contagio, y mira al frente, donde las curiosas tallas del pulpito, el equivalente cristiano del minbar, se alinean en forma de angeles alados. Identifica como Gabriel al que hace sonar un largo cuerno y, por lo tanto, la multitudinaria escena es el mismisimo Juicio Final, un concepto que inspiro a Mahoma algunos de sus mas extasiados arrebatos poeticos. Que error, piensa Ahmad, incurrir en la representacion por medio de imagenes cuya esencia las rebaja a simple madera, reproducir el trabajo inimitable de Dios el Creador, al-Khaliq. La imagineria de las palabras, que, el Profeta lo sabia, poseen sustancia espiritual, si que captura al alma. «En verdad os digo que, si los hombres y los yinn se unieran para producir un Coran como este, no podrian conseguirlo, aunque se ayudaran mutuamente.»

Finalmente empieza el oficio. Reina un silencio expectante y luego retumba un trueno subito e imponente; Ahmad, que lo ha oido en las funciones del instituto, reconoce el timbre, como de juguete, del organo electrico, el hermano pobre del organo de tubos que acumula polvo detras del minbar cristiano. Todos se ponen en pie para cantar. Ahmad se levanta como si estuviera encadenado a los demas. Un grupo con tunicas azules, el coro, inunda el pasillo central y va ocupando sus puestos tras una barandilla baja mas alla de la cual, por lo visto, el resto de la congregacion no se atreve a pasar. Las letras de los cantos, distorsionadas por el ritmo y el acento languido de estos negros, de estos zanj, tratan, por lo que puede colegir, de una colina lejana y una vieja y aspera cruz. Desde su deliberado silencio, Ahmad localiza a Joryleen en el coro, compuesto casi en exclusiva de mujeres, mujeres inmensas entre las que Joryleen parece casi una nina y hasta relativamente delgada. Ella a su vez divisa a Ahmad, en uno de los bancos delanteros. Su sonrisa lo decepciona, es vacilante, apresurada, nerviosa. Tambien ella sabe que el no deberia estar ahi.

Arriba, abajo, todos los de su banco excepto el y la nina mas pequena se ponen de rodillas y despues se sientan. Siguen rezos colectivos, respuestas que no sabe, pese a que el padre con el diente de oro le indica la pagina del cantoral. Creemos esto y aquello, damos gracias al Senor por esto y por lo otro. Luego el iman cristiano, un hombre de rostro severo, color cafe, gafas de montura invisible y destellos en su alta calva, entona una larga oracion. Su voz rugosa esta amplificada electronicamente, de modo que retumba tanto desde el fondo como desde la parte delantera de la iglesia; y mientras el sacerdote, con los ojos cerrados tras las gafas, va hollando cada vez mas profundo en la oscuridad que mentalmente ve, los alli reunidos manifiestan a gritos su acuerdo: «?Claro que si!», «?Digalo, reverendo!», «?Alabado sea el Senor!». Como sudor en la piel, surgen murmullos de asentimiento cuando, tras cantar el segundo salmo, que trata del gozo que supone caminar junto a Jesus, el predicador asciende al alto minbar decorado con tallas de angeles. En tono cada vez mas convulso, acercando y alejando la cabeza del radio de accion del sistema amplificador de sonido para que su voz crezca y decrezca como los gritos de un hombre apostado en el palo mayor de un barco zarandeado por la tempestad, refiere la historia de Moises, que libro de la esclavitud al pueblo elegido pero a quien le fue negado el acceso a la Tierra Prometida.

– ?Y por que? -pregunta-. Moises habia servido al Senor como portavoz, dentro y fuera de Egipto. Portavoz: nuestro presidente, alla en Washington, tiene un portavoz; los presidentes de nuestras companias, en las alturas de sus despachos en Manhattan y Houston, tienen portavoces, a veces son mujeres, porque el dejar oir su voz es algo innato en ellas, ?o no, hermanos? -Lo cual propicia carcajadas y risas tontas, invitando a una digresion-: ?Como no va a ser asi? Nuestras queridas hermanas si que saben hablar. Dios no le dio a Eva robustez de brazos y hombros como a nosotros, pero le dio redobladas fuerzas en la lengua. Oigo risas, pero no lo tomeis a broma, es la simple evolucion, igual que son ellas quienes quieren dar clases a nuestros inocentes hijos en todas las escuelas publicas. Ahora en serio: hoy ya nadie confia en si mismo ni para hablar en su propio nombre. Es demasiado arriesgado. Hay demasiados abogados observando y anotando lo que dices. Y bien, si yo tuviera portavoz, ahora mismo estaria en casa viendo en la tele el programa de entrevistas del senor William Moyers o el del senor Theodore Koppel y tomandome otra tostada, incluso una tercera, de esas tan deliciosas que algunas mananas me prepara mi querida Tilly, bien empapadas de sirope, despues de haberse comprado algun vestido nuevo, si, ropa o algun elegante bolso de piel de caiman que la haga sentirse culpable, aunque sea minimamente.

Por encima de las risas sofocadas que origina esta revelacion, el predicador prosigue:

– Si asi fuera, estaria reservando mi voz. Si asi fuera, no tendria que estar preguntandome en voz alta, delante de todos vosotros, por que Dios aparto a Moises de la Tierra Prometida. Si tuviera un portavoz.

Ahmad tiene la impresion de que, de repente, entre la atenta y fascinada multitud de infieles, kuffar de piel oscura, el predicador se ha puesto a meditar, como si hubiera olvidado por que esta alli, por que estan todos alli, mientras en el exterior suenan las radios ridiculamente altas de los coches que pasan por la calle. Pero los ojos del hombre se abren de golpe tras sus gafas y con revuelo se abalanza sobre la Biblia grande, de cantos dorados, que hay en el atril del minbar, y dice:

– He aqui el motivo, Dios nos lo da en el Deuteronomio, capitulo treinta y dos, versiculo cincuenta y uno: «Por cuanto pecasteis contra mi en medio de los hijos de Israel, junto a las aguas de Meriba, en Cades, en el desierto de Sin; porque no me santificasteis en medio de los hijos de Israel».

El predicador, enfundado en una tunica azul de anchas mangas por cuyo cuello asoman la camisa y una corbata roja, examina a los feligreses con los ojos abiertos como platos. Ahmad siente como si se fijara sobre todo en el, quiza porque no es un rostro habitual.

– ?Que significa -pregunta en voz baja- «Pecasteis contra mi»? ?«No me santificasteis»? ?Que hicieron mal esos pobres israelitas, que tanto tiempo habian sufrido, junto a las aguas de Meriba, en Cades, en el desierto de Sin? Que levante la mano aquel de vosotros que lo sepa.

Nadie, los ha pillado por sorpresa. Entonces el predicador se apresura a continuar, vuelve a consultar la Biblia grande, pasa de golpe un buen monton de paginas, las hojas de bordes dorados se abren por un lugar marcado previamente.

– Todo esta aqui, amigos mios. Todo lo que necesitais saber esta precisamente aqui. El Buen Libro explica como una partida de exploradores se separo de la gente que Moises guiaba fuera de Egipto y se adentro en el Neguev, subiendo al norte, hacia el Jordan. Y al volver relataron, como se lee en el capitulo trece del Libro de los Numeros, que en el pais que habian recorrido «ciertamente fluye leche y miel», pero que «el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas», y tambien, «tambien» es lo que dijeron, vieron alli «a los hijos de Anac», y que eran gigantes junto a los cuales «nosotros eramos, a nuestro parecer, como langostas, y asi les pareciamos a ellos». Lo sabian, y lo sabiamos nosotros, hermanos y hermanas, que a su lado eramos unicamente unas langostas pequenajas, saltamontes que viven solo unos pocos dias en la hierba, en los pastos, antes de la siega, en el exterior del campo de beisbol, adonde ningun bateador lanza la pelota, y despues ya desaparecen, y sus exoesqueletos, tan complejos como cualquier otra obra del Senor, crujen facilmente en el pico

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