tiempo que le pertenecia a el y solo a el, ha desaparecido. Pero el permanece.

Nada es mas duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino mas duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. Aquellos a los que el tiempo no ama se reconocen al instante, en la seccion de personal, en los comites regionales del Partido, en las secciones politicas del ejercito, en las redacciones, en las calles… El tiempo solo ama a aquellos que ha engendrado: a sus hijos, a sus heroes, a sus trabajadores. No amara nunca, nunca a los hijos del tiempo pasado, asi como las mujeres no aman a los heroes del tiempo pasado, ni las madrastras aman a los hijos ajenos.

Asi es el tiempo: todo pasa, solo el permanece. Todo permanece, solo el tiempo pasa. ?Que ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavia confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tu, tu no te has dado cuenta.

El tiempo, desgarrado en el combate, emergia del violin de madera contrachapada del peluquero Rubinchik. El violin anunciaba a unos que su tiempo habia llegado, a otros que su tiempo se habia acabado.

«Acabado, acabado…», penso Krimov.

Miro la cara tranquila y bondadosa del comisario Vavilov. Este bebia el te a sorbos de la taza, masticaba despacio pan y salchichon, y sus ojos impenetrables estaban vueltos hacia la entrada iluminada del tunel, hacia la mancha de luz.

Rodimtsev, cuyos hombros cubiertos con el capote se encogian por el frio y con el rostro claro y sereno, miraba de hito en hito al musico. El coronel canoso y picado de viruelas, jefe de la artilleria de la division, miro el mapa que estaba desplegado ante el; su frente arrugada conferia a su rostro una expresion hostil, y solo por sus ojos tristes y amables se hacia evidente que no miraba el mapa, sino que escuchaba. Belski redactaba a toda prisa el informe para el Estado Mayor del ejercito; daba la impresion de estar enfrascado en aquella tarea, pero escribia con la cabeza inclinada, el oido vuelto hacia el violinista. A cierta distancia estaban sentados los soldados: agentes de enlace, telefonistas, secretarios, y en sus caras extenuadas, en sus ojos, asomaba la expresion severa que adopta el campesino cuando mastica un pedazo de pan.

De repente, Krimov revivio una noche de verano: los grandes ojos oscuros de una joven cosaca, su ardiente susurro… ?Que bella es la vida a pesar de todo!

Cuando el violinista dejo de tocar se percibio un ligero murmullo: bajo el entarimado de madera corria el agua, y a Krimov le parecio que su alma -aquel invisible pozo que se habia quedado vacio, seco-, poco a poco volvia a llenarse.

Media hora mas tarde el violinista afeitaba a Krimov y, con la seriedad ridicula y exagerada que a menudo muestran los peluqueros respecto a sus clientes, preguntaba a Krimov si le molestaba la navaja, y le pasaba la palma de la mano por la piel para comprobar si los pomulos estaban bien afeitados. En el lugubre reino de la tierra y el hierro era profundamente extrana, absurda y triste la fragancia del agua de colonia y los polvos de talco.

Rodimtsev, con los ojos entornados, miro la cara rociada y empolvada de Krimov; asintio satisfecho y dijo:

– Lo has afeitado a conciencia. Venga, ahora me toca a mi.

Los grandes ojos oscuros del violinista refulgieron de felicidad. Admirando la cabeza de Rodimtsev sacudio la toalla blanca y propuso:

– Quiza podriamos recortar las patillas un poco, camarada general.

13

Despues del incendio de los depositos de petroleo el general Yeremenko se dispuso a reunirse con Chuikov en Stalingrado. Aquel peligroso viaje no tenia ninguna utilidad practica. Sin embargo, era tal su necesidad espiritual y humana de ir alli que Yeremenko permanecio tres dias enteros en espera de emprender la travesia.

Las paredes claras de su refugio en Krasni Sad transmitian tranquilidad y las sombras que proyectaban los manzanos durante los paseos matutinos del comandante del frente eran muy agradables.

El estruendo lejano y el fuego de Stalingrado se fundian con el rumor del follaje y el lamento de los juncos; en esta union habia algo indescriptiblemente opresivo, tanto que en el transcurso de sus paseos matutinos, Yeremenko refunfunaba y blasfemaba.

Por la manana Yeremenko comunico a Zajarov su decision de ir a Stalingrado y le ordeno que le reemplazara al mando.

Bromeo con la camarera que ponia el mantel para el desayuno, dio autorizacion al subjefe del Estado Mayor para ir dos dias a Saratov y atendio a la peticion del general Trufanov -comandante de uno de los ejercitos de la estepa- prometiendole que bombardearia una potente posicion de la artilleria rumana.

– Esta bien, esta bien, te dare los bombarderos de largo alcance -le dijo.

Los ayudantes de campo conjeturaban sobre los motivos del buen humor del comandante. ?Habia recibido buenas noticias por parte de Chuikov? ?Una conversacion telefonica favorable con la seccion militar? ?Una carta de casa?

Sin embargo, las noticias de este tipo, por lo general, no pasaban desapercibidas; en cualquier caso, Moscu no habia telefoneado al comandante, y las noticias de Chuikov eran todo menos alegres.

Despues del desayuno, Yeremenko se puso el chaqueton guateado y salio a dar un paseo. A una decena de pasos lo seguia el ayudante de campo Parjomenko. El general caminaba despacio, como de costumbre, deteniendose de vez en cuando a rascarse el muslo y mirar hacia el Volga.

Yeremenko se acerco a un batallon de trabajadores que cavaban un foso. Eran hombres de edad avanzada con las nucas ennegrecidas por el sol. Sus rostros eran sombrios y tristes. Trabajaban en silencio y lanzaban miradas de enojo a aquel hombre corpulento tocado con una gorra verde que, ocioso, estaba en el borde del foso.

– Vamos a ver, companeros, decidme -pregunto Yeremenko-, ?quien es el que trabaja menos de aqui?

A los hombres la pregunta les parecio oportuna; estaban hartos de remover las palas. Los militares miraron de reojo, todos a la vez, a un tipo con el bolsillo del reves que volcaba sobre la palma de su mano polvo de tabaco y migas de pan.

– Puede que sea el -dijeron dos soldados mirando al resto de los companeros en busca de su aprobacion.

– Asi que… -replico Yeremenko, serio- es el. El es el mas holgazan.

El soldado suspiro con dignidad, miro de refilon con ojos mansos y tristes a Yeremenko, y, convencido, por lo visto, de que quien habia formulado la pregunta se interesaba en la respuesta sin un objetivo determinado, que la habia hecho al tuntun, no intervino en la conversacion.

Yeremenko pregunto:

– ?Y quien es el que trabaja mejor?

Todos senalaron a un hombre canoso; su pelo, ralo, no le protegia la cabeza del sol, del mismo modo que la hierba marchita no protege la tierra de los rayos solares.

– Troshnikov, ese de ahi -dijo uno-, se esfuerza mucho.

– Esta acostumbrado a trabajar, no puede evitarlo -anadieron los demas, casi como si le estuvieran justificando.

Yeremenko metio una mano en el bolsillo, saco un reloj de oro que destello al sol e, inclinandose con torpeza, se lo extendio a Troshnikov.

Este, sin comprender, miraba a Yeremenko.

– Cogelo, es una recompensa -dijo el general.

Continuo mirando a Troshnikov y dijo:

– Parjomenko, tome nota.

Y continuo con su paseo. A su espalda oyo las voces excitadas de los terraplenadores que comenzaron a exclamar y a reirse por la extraordinaria suerte del laborioso Troshnikov.

Dos dias tuvo que esperar el comandante para hacer la travesia. Los contactos con la orilla derecha, durante esas jornadas, quedaron practicamente interrumpidos. Las lanchas que lograban abrirse paso hacia Chuikov recibian cincuenta o sesenta impactos de bala a los pocos minutos de trayecto y llegaban a la orilla agujereadas y cubiertas de sangre.

Yeremenko montaba en colera, se enfurecia.

Las autoridades del paso 62 [11], escuchando el fuego aleman, no temian tanto a las bombas y las granadas como a la ira del comandante. Yeremenko consideraba a los

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