Tal vez yo estaba mas enganado que la anciana bajo los poderes de fantasmagorica creacion que posee la fiebre. A los temblores del paludismo se sumaban ahora seguramente los de la infeccion generalizada.

No entendia lo de sobreviviente. Parecia mas bien un sarcasmo.

La anciana transmitia el runrun de la ciudad.

Lo que no sabia era que la boca de entrada del tunel, en el cuadro Valle-i n° 4, habia inspirado y justificado la version policial de la tentativa de fuga y del ametrallamiento de prisioneros politicos.

La television oficial exhibia en los noticieros el tendal de cadaveres en el patio de la carcel. El gran porton de hierro extranamente abierto de par en par. La anciana habia visto las imagenes en el receptor de un almacen. El comunicado se guardaba de hacer la menor alusion a los enterrados vivos en el desprendimiento.

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Eso era verdad, hasta cierto punto.

Las autoridades no podian saber todavia que habia un sobreviviente de la masacre colectiva.

Se me ocurrio pensar que la Tecnica parecia establecer por el momento que los que no habian sido liquidados a la salida, estaban sepultados en el tunel bajo toneladas de piedra y lodo. Mas adelante, cuando el revuelo se hubiese calmado, un poderoso buldozer abriria el angosto socavon, para verificar un recuento mas ordenado y establecer la identidad de los enterrados.

A esto se debia que yo estuviese todavia libre. Pronto saldrian de su error y entonces yo seria buscado y cazado implacablemente.

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Habia llegado a lo mas bajo. El suelo de la zanja, lleno de basuras, de sabandijas e inmundicias, no era aun lo suficientemente bajo en el nivel de degradacion a que puede ser sometido un hombre perseguido.

Pero habria mas. El descenso no habia terminado.

Simplemente no existe en el mundo una suerte de extremo sufrimiento moral que pueda acabar con uno.

Era algo mas alla del fin de todo. El limite de la vida fisica es despreciable. Hay un momento en que la delgada linea que separa la dignidad de la depravacion, que separa la vida de la muerte, se borra y desaparece.

No vivimos otra vida que la que nos mata, solia decir el maestro Gaspar Cristaldo.

Habia llegado… ?como decirlo?… a algo mas alla de todo lo que pudiera tener algun sentido, alguna razon, por delirante que fuese, para que un hombre en mi situacion pudiera justificar el que no estuviese muerto.

Nadie puede calentarse al rescoldo de la luna.

No tenia a nadie a quien confiarme porque en el fondo no tenia nada que confiar. Antes de entrar en la lucha clandestina habia escrito relatos y novelas mediocres. Lo que estaba viviendo ahora no era sino una mala repeticion de lo ya escrito.

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Poco a poco empece a ver en lo alto de las barrancas una ciudad de juguete.

La mole roja del Palacio de Gobierno, sus cuatro minaretes mozarabes, el Cabildo colonial, las dos torres de la catedral, el vasto edificio en cuadro de la Escuela Militar, las columnas plateadas de los radares del Correo. Parecian a punto de desmoronarse sobre la hondonada.

Sobrepasado el fin de todo, ?habia que seguir hasta la ultima supuracion de la voluntad?

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La duena del rancho me hizo entender que debia cambiar mis harapos carcelarios por una vestimenta menos «entregadora» -dijo en guarani-, si pretendia continuar huyendo. Traia en sus manos una casaca y pantalon negros, lavados y planchados prolijamente. Se asemejaban a un habito religioso.

Lo desdoble. En la lustrina oscura vi dos o tres halos como de manchas de sangre borradas con agua y jabon.

Solo entonces reconoci de golpe el disfraz de pastor menonita de Pedro Alvarenga, ultimado en el avion en que viajaba de incognito desde Brasil para ejecutar el atentado magnicida.

Reconoci a su madre, reconoci el rancho donde se habia realizado el velorio.

– Pedro y usted fueron muy companeros -murmuro la madre-. Mucho le queria a usted.

Me tendio el indumento eclesiastico. Yo no sabia que decir. Contemplaba esa ropa, ese disfraz que no oculto a Pedro, que no le salvo de la muerte atroz que le infligieron en el aeropuerto ante millares de testigos.

Pasaba tontamente mis dedos por las aureolas cenicientas, por las rejillas casi invisibles de zurcidos y remiendos como si a traves de ellos pudiera tocar el cuerpo y la sangre de Pedro.

– Pongase esta ropa. Tal vez a usted le de mas suerte que a el…

La voz de la anciana, de la que toda emocion habia huido, era seca y firme. El vello canoso y espeso que recubria su labio superior le hacia aparecer en la penumbra como una mujer sin labio.

Ese hueco en medio de la cara le daba una fisonomia irreal. A la vez cadaverica y llena de vida.

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