2

Las migraciones internas a las ciudades en busca de trabajo, de comida, de albergue, eran rechazadas en los alambrados de los mataderos.

Se registraban sus nombres, sus impresiones digitales sobre mesillas ronosas de grasa, de costras de sangre seca Imponian a los adultos el tributo de una pequena mutilacion, la ultima falange del dedo menique, un trocito de lobulo de oreja.

Luego, hombres, mujeres y ninos eran cargados en los camiones de ganado y llevados a lugares parecidos a campos de concentracion.

Todavia se ve vagar por los pueblos en mansa locura a menesterosos grenudos con el infamante munon del menique o el colgajo disecado de una oreja.

Estas procesiones y peregrinaciones no se dan tregua. Forman parte de la gran fiesta nacional, celebrada a perpetuidad.

3

Ahora los campesinos sin tierra invaden los latifundios enormes como paises desiertos que simbolizan en la extension sin limites la sagrada propiedad de la tierra.

Antes de salir de la capital, vi una manifestacion de muchos millares de campesinos. Cada manifestante portaba como pancarta una larga tacuara con una ranura en la punta donde muchos de ellos habian colocado un dedo menique modelado en arcilla y tenido con el rojo purpureo del urucu.

La multitud desfilo en silencio ante el Palacio de Gobierno. El denso bosque de tacuaras fue dispersado por los carros de asalto de las fuerzas antidisturbios.

4

Hay otra migracion mas infima, que tampoco utiliza el ferrocarril la de los brotes y semillas de los bosques talados.

Capullos de selvas enteras tratan de huir, invisibles, a favor de los vientos, entre el rocio de la noche. Dejan atras el hacha, las motosierras, los camiones del contrabando.

Desde el tren se veian pasar entre las nubes los brotes de las selvas migrantes. Los veiamos atacados por los pajaros. Cazaban los brotes verdes y tiernos como avio para el viaje. Con lo que las selvas germinales eran taladas de otro modo y quedaban nonatas en el buche de los pajaros migratorios.

5

El tren era una reliquia de los viejos tiempos. Un pequeno fosil de la Revolucion Industrial, que los ingleses trajeron al pais a precio de oro hacia siglo y medio.

Aun sigue rodando en una especie de obcecacion elemental. Puja en las cuestas, en los puentes rotos, en las vias torcidas, bataneando con un ruido infernal en las junturas comidas por la herrumbre. Si marchaba todavia era porque en su ridicula pequenez una fuerza inmemorial ponia en movimiento bielas, cilindros, fantasmas de vapor.

Avanzaba con el siseo asmatico de la caldera, los estertores de la maquinaria, el misterio del ingenio humano.

La robusta salud de la Colonia.

6

Aquel tiempo antiguo era sin embargo mas joven que los que ibamos envejeciendo en la procesion. Hombres, mujeres y ninos, igualados, canosos por el polvo seco de la llanura, quemados por el sol y el humo oleoso de la locomotora, iban tambien envueltos en la memoria del presente.

A lo largo de mas de cien anos, la vida del pais habia quedado detenida en el tiempo. Avanzaba a reculones, mas lentamente aun que el tren matusalenico.

Giraba la llanura inmensa hacia atras, lentamente.

El pequeno tren daba la hora al reves, dos veces por semana, para los pueblos de la via ferrea.

Esta via ferrea, la primera del pais, el mas adelantado y prospero de America del Sur en el siglo pasado, era tambien la unica.

Estaba destinada a ser la ultima.

Marcaba una frontera interior entre dos clases de pais. No en su geografia fisica. Mas bien en su topografia temporal.

La frontera de hierro separaba dos tiempos, dos clases sociales, dos destinos.

De un lado estaba lo antiguo, la gente campesina que conservaba en su modestia y pobreza la dignidad y austeridad de antano.

Del otro lado, los acopiadores, los grandes propietarios, los funcionarios civiles y militares instalados en suntuosas mansiones. En grandes coches blindados japoneses o alemanes, de cristales opacos y rojas chapas oficiales, rodaban como bolidos por las calles de la ciudad, por autopistas y carreteras, sin respetar en lo mas minimo las senales del transito.

Los pueblos dormidos en el sopor del verano mostraban la tierra de nadie. La frontera de hierro era en todo caso una valla inexpugnable contra el futuro; un mentis rotundo a las glorias del pasado.

Las poblaciones sembradas en los campos retrocedian hacia atras, hacia atras, hasta desaparecer.

El tiempo no contaba alli. Nadie pensaba en el manana. Menos aun en el ayer.

La gente simple no tiene poder sobre la hora.

Del otro lado del alambrado de las estancias vacunos esqueleticos, reses flotando en la vibracion del sol en los alambres, nos miraban pasar.

Cuernos apuntando la tierra, ojos hundidos en lo oscuro, colas tiesas, chorreadas de bosta seca, caidas hacia el pasto vitrificado.

Raspaban con el morro la tierra dura.

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