menor ruido.

Al salir se nos escapo un grito de admiracion. El lago era de un azul profundo, un azul de glaciar, engarzado en un marco de oro y purpura. Las rocas del rio eran de un rojo magnifico y la vegetacion, los arboles y las hierbas de un color que oscilaba entre el metal brillante y el oro viejo. Apenas si aqui y alla apuntaba la verde hojarasca. Al Este, las colinas aparecian aun brunidas por Helios.

— Es hermoso — dije.

— Es un lago magnifico — dijo Martina—. Jamas vi nada semejante.

— El lago magico. Seria un bonito nombre — dijo Miguel.

— Asi quedara —decidi—. Despertemos a los demas.

Seguimos el lago todo el dia. La superficie ondulaba dulcemente bajo la brisa marina. A poca distancia de su extremidad norte, pero separado de el por una poderosa barrera rocosa, encontramos otra marisma que comunicaba con el mar. Mientras dabamos la vuelta, decidi entrar en contacto con el Consejo. Al propio tiempo, Breffort senalo la presencia de las hidras. Eran de la especie pequena y reducida, y muy numerosas. Inmediatamente, un verdadero enjambre rodeo al camion, sin intentar el ataque, y contentandose con seguirnos. Despues de haberlas observado un momento intente comunicar por radio con el Consejo. Fue imposible y no porque el aparato permaneciera mudo. Jamas en toda mi vida habia escuchado tal cantidad de silbidos, sonoridades y parasitos. No sabiendo a que atribuir semejante resultado, renuncie momentaneamente a mis proyectos. Bruscamente, y en apariencia sin razon alguna, el enjambre de hidras obscuras ceso de acompanarnos.

Rodabamos noche y dia. A la siguiente alba azul no estabamos mas que a ciento cincuenta kilometros del islote terrestre. No teniamos intencion de llegar antes de la noche, pues yo deseaba examinar los alrededores inmediatos. De repente el Consejo nos llamo por radio y nos comunico unas noticias que cambiaron completamente mis proyectos.

VI — LA BATALLA DE LAS HIDRAS

Nos llamaba Luis. Llevaban tres dias en constante lucha con las hidras. La vispera habian muerto tres hombres y dos bueyes. Se dejaban caer en orden disperso, atacando a ras de suelo, donde las granadas no podian alcanzarlas. La situacion era critica.

— Creo que la mejor solucion sera la evacuacion de este rincon de tierra — repuse—. Fuera de la zona pantanosa no hemos encontrado trazas de hidras.

— No sera facil, pero, en fin… ?Un momento, que vuelven!

A traves del altavoz percibi claramente la sirena.

— Aguarda al micro — dijo Luis—. Intentare teneros al corriente. Quiza seria mejor…

Una serie de violentas detonaciones ahogaron sus palabras, despues las escopetas crepitaron. Salvo Miguel, que estaba al volante, y Breffort en la torre, todos estaban a mi alrededor cerca de la radio. El Sswis, muy admirado, escuchaba tambien. Al cabo de un momento no pudimos oir nada mas que el silbido del receptor. Inquieto lance una llamada. Hubo el ruido de una puerta al abrirse; despues Luis hablo jadeante:

—?Forzad la marcha! Si es posible, llegad aqui antes del anochecer. Estas porquerias se estan colando por las aberturas y es muy dificil sacarlas del interior de las casas. ?Salir seria suicidarse! ?Al menos hay tres mil! Marchando por las calles podreis cazarlas. ?Daos prisa! ?En algunos lugares incluso levantan las tejas!

—?Has oido, Miguel? ?Dale!

— A todo gas. ?Sesenta por hora!

— Estaremos en el pueblo dentro de unas dos horas — anuncie—. ?Animo!

— Es una suerte que esteis tan cerca. Tengo dos o tres por aqui sobre el techo, pero la cubierta del granero es solida. La malo es que por telefono no puedo comunicarme con todos los grupos.

—?Estas solo?

— No, tengo a seis guardias conmigo y a Ida. De su parte, que Beltaire no se inquiete.

—?Y mi tio?

— Encerrado con Menard en el Observatorio. No corre ningun peligro. Tu hermano esta con los ingenieros en el refugio 7. Tienen una ametralladora ligera, y parece que la utilizan bien. Te dejo. Es necesario que tome contacto con los otros grupos.

—?Sobre todo no salgas!

— No te preocupes…

Breffort se asomo y grito:

—?Alerta! ?Hidras!

— Trepe hasta el. Delante nuestro, a un kilometro aproximadamente, y a cinco o seis metros de altura, un centenar de hidras de la especie verde planeaban formando una nube.

—?Rapido, las granadas, antes de que se dispersen!

Los tubos lanzagranadas se enderezaron. Agachandome, vi a Vandal y a Martina por un lado, y a Beltaire por otro, que introducian las granadas en las trampas moviles.

— Baja, Breffort. Ocupate del control de las granadas. Yo me encargo de la ametralladora.

—?Fuego!

Trazando su trayectoria, mis granadas se lanzaron sobre las hidras, seguidas por su estela blanca. Afortunadamente estallaron en mitad de las nubes. Los consabidos jirones cayeron, a contraluz, como una oscura lluvia. Las hidras se proyectaron sobre nosotros. A partir de este momento, tuve que actuar solo. Derribe a una docena. Las demas, circularon un momento a nuestro alrededor; despues, dandose cuenta de su impotencia, se alejaron a ras del suelo.

Sin mas incidentes, llegamos a la mina de hierro. Estaba desierta. Al cabo de un momento, la puerta de un refugio se abrio. Y un hombre nos hizo una senal. Miguel acerco el camion, y reconoci a Jose Amar, el contramaestre.

—?Donde estan los demas?

— Se han marchado con el tren transformado en tanque, y todas las armas.

—?Y usted?

— Me quede para advertirles. El Consejo ha telefoneado que llegaban. Los muchachos del tren han construido una bomba de agua hirviente.

— Bien. Suba con nosotros. ?Hace mucho que se fueron?

— Una hora.

—?Adelante, Miguel!

Amar contemplo a Vzlik con asombro.

—?Quien es este ciudadano?

— Un indigena. Se lo explicaremos mas tarde.

Diez minutos despues, comenzamos a oir las detonaciones. Al fin, avistamos el pueblo. Todas las puertas y ventanas estaban fortificadas, y el tejado de algunas casas estaba plagado de hidras. Los monstruos revoloteaban a poca altura. El tren de la mina de hierro estaba detenido en la «estacion», y su ametralladora pesada disparaba contra cualquier hidra que se separase de las casas.

—?A los puestos de combate! Pablo al volante. Miguel, Braffort, a los puestos ametralladores. Martina, Vandal, pasadme las municiones. Beltaire y Amar, aprovisionad los fusiles ametralladores. Vzlik, en un rincon donde no moleste. ?Estamos? Bien, Pablo, acercate al tren.

Los mineros habian trabajado con acierto. Con placas de metal, planchas y maderos, habian transformado el tren en una fortaleza. Un centenar de hidras, abotargadas, yacian por el suelo, a su alrededor.

—?Como diablos, las habeis cazado? — pregunte al mecanico, que se encontraba al lado de Biron.

— Fue una idea mia. Las hemos hervido. Mirad, otras que vuelven a la carga. Va usted a verlo. No dispareis — grito a los de la ametralladora situada en el primer vagon.

— No dispareis — repeti a los del camion. Unas treinta hidras se acercaban.

— Cuando te lo diga, pon la bomba en marcha — dijo Biron al conductor.

Cogio una especie de manguera, cuyo extremo de cuero, con un mango de madera, paso a traves de un

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