los fideos.

Se dirigio en la oscuridad a las duchas, vestido solo con una bata de tela de toalla blanca que le llegaba hasta las rodillas y con los utiles de afeitar en la mano. Un arrendajo dio unos pequenos saltos a sus espaldas, buscando migas caidas.

—Ya es de noche —le dijo al pajaro—. Vete a dormir. Ya he cenado. ?Donde estabas? Ya no queda nada de comida. —El ave insistio, sin embargo; sabia que los humanos eran mentirosos.

Las duchas comunales —un largo edificio revestido de madera, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha— estaban practicamente vacias. Un empleado en el mostrador del jabon y las toallas permanecia reclinado en su taburete, y solo se enderezo cuando Edward se le acerco.

—Escoja usted mismo —dijo el joven, entregandole con un floreo una pequena pastilla de jabon y una toalla—. No tiene que esperar.

Edward sonrio.

—Debe ser aburrido.

—Es maravilloso —dijo el empleado.

—?Hay mucha gente por aqui?

—?En todo el valle? Quiza dos, trescientas personas. En Camp Curry, no mas de treinta. Perfectamente pacifico.

Edward se ducho en una cabina limpia, virtualmente no usada, luego se afeito con una maquinilla desechable ante un espejo lo bastante largo como para acomodar ante el a quince o veinte hombres. Otro hombre entro en las duchas, sonriendo alegremente. Edward le hizo un saludo cordial con la cabeza, con la sensacion de pertenecer a una nobleza privilegiada, guardo sus cosas de afeitar y regreso a su cabina de lona.

A las ocho ya estaba cansado de leer los libros que habia comprado en la libreria del centro comercial. Apago la luz y hundio la cabeza en la almohada, y permanecio tendido sin dormir durante una hora, pensando, escuchando.

En algun lugar en el valle, un grupo de ninos cantaba canciones folkloricas, y sus jovenes voces se alzaban muy altas en la estrellada oscuridad. Sonaban como alegres fantasmas.

Estoy en casa.

55

Reuben cumplio los diecinueve anos el 15 de marzo en Alexan-dria, Virginia. Lo celebro comprandose un donut y un carton de leche en una pequena pasteleria, y luego se detuvo en la calle, atrayendo miradas suspicaces. Se habia comprado un nuevo abrigo y un sombrero de fieltro de ala ancha, pero los jovenes negros, altos y musculosos, ociosamente de pie en medio de la calle, aunque fueran vestidos de una manera no llamativamente inconformista, no eran una atraccion que gustara en el distrito turistico. No le importaba. Sabia lo que estaba haciendo.

Con un floreo, arrojo el carton de leche vacio y el estuche de papel encerado del donut a una papelera publica, se seco delicadamente los labios con el nudillo de su dedo indice, y abrio con la llave la puerta de un deslucido Chrysler LeBaron plateado de 1985. Habia comprado el coche en Richmond, pagando en efectivo, y en solo tres dias habia recorrido seiscientos kilometros con el. Era el primer coche que nunca hubiera comprado, y no le preocupaba si era suyo o no. Por el momento tenia su uso exclusivo, y eso era lo que contaba.

El resto de la cartera llena de dinero —aproximadamente diez mil dolares— estaba metido en el portamaletas, debajo de la rueda de repuesto.

—De acuerdo —dijo, escuchando el suave ruido del motor al ralenti—. ?Donde ahora?

Fruncio unos instantes los ojos. Ahora las ordenes llegaban normalmente a traves de gente, y no de la indefinida no voz de aquello a lo que la red llamaba el Jefe. Reuben habia llegado incluso a reconocer las «firmas» de algunas personalidades humanas con las que se habia comunicado, pero esta vez no le resultaron familiares.

—Cleveland, de acuerdo —dijo. Saco varios mapas de la guantera y utilizo un rotulador amarillo para marcar su recorrido a lo largo de las carreteras. Habia pasado los ultimos dias robando centenares de libros y discos opticos en las bibliotecas de Washington y Richmond, y comprando otros centenares en las librerias. Habia entregado todo aquello a tres hombres de mediana edad en Richmond, y no tenia una idea muy clara de lo que iban a hacer con ellos; no lo habia preguntado. Evidentemente, el Jefe estaba interesado en la literatura.

Con un cierto alivio —no le gustaba robar, aunque fuera para una buena causa—, enfilo carretera adelante.

La primavera estaba llegando rapido. Las colinas que rodeaban el peaje de la autopista de Pensilvania tenian ya un color verde intenso, y los arboles estaban llenos de hojas nuevas que no tendrian tiempo de mudar. No iba a haber verano ni otono.

Reuben agito la cabeza, pensando en aquello, con las manos en el volante. Cuando estaba en la carretera, la red raras veces hablaba con el, y eso le daba mucho tiempo —quiza demasiado tiempo— para pensar en cosas.

Lleno el deposito del LeBaron en New Stanton y aparco frente a una cafeteria. Tras una comida rapida de hamburguesa y ensalada, pago la cuenta y miro un expositor de postales, eligiendo una que mostraba un enorme establo blanco cubierto con los simbolos caracteristicos del dialecto aleman de Pensilvania. Compro unos sellos en una maquina expendedora y escribio en el dorso de la postal:

Papa:

Sigo trabajando de firme aqui y en otras partes. Pienso mucho en ti. Cuidate.

Reuben

y la echo en el buzon delante de la cafeteria.

Llego a Cleveland a las ocho. Caia una suave lluvia cuando se registro en un hotel cerca de la terminal de autobuses. Aparco el LeBaron en un aparcamiento publico, incomodamente consciente de que no iba a conducirlo hasta su destino final. Alguien lo tomaria y se lo llevaria de alli.

No estaba a mas de unos tres kilometros del lago Erie, y era alli —o al menos eso le habia dicho la red— donde deberia estar a primera hora de la manana.

Reuben se contemplo a si mismo en el picado espejo del cuarto de bano. Vio a un chico grande con una barba rala y unos rasgos fuertes y regulares. Saludo al chico grande —y a la red— y se fue a la cama, pero no durmio mucho.

Estaba asustado. Manana iba a conocer a otra gente de la red…, alguna de la gente detras de las voces. Eso no le preocupaba. Pero…

Algo le aguardaba en el lago.

?Hasta donde debia confiar en los Amos Secretos?

?Importaba algo?

Estaba junto a la orilla del lago, en la Terminal de Excursiones de los Hermanos Toland, a las seis de la manana, recien afeitado y duchado, y vestido con el nuevo traje que se habia comprado en Richmond para aquella ocasion.

56

Trevor Hicks bajo del coche de alquiler bajo un gran caballete de hierro y se protegio los ojos contra el sol. Vio a Arthur Gordon cruzar la calle. Gordon le saludo con la mano. Hicks, cansado de conducir y aun nervioso, hizo

Вы читаете La fragua de Dios
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату