Whitechapel en la que ambos habian nacido. Y para el, el hogar seguia siendo el numero 27 de Balaclava Terrace. Era una de las pocas calles que las bombas del enemigo no habian destruido y que, despues, habia sobrevivido tenazmente mientras los pisos y casas de los alrededores se hundian entre nubes de polvo acre y se alzaban las altas torres de una ciudad extrana. Pero su calle tambien habria acabado desapareciendo de no ser por la excentricidad y la resolucion de una anciana residente en una plazuela vecina, cuyos esfuerzos por conservar algo del antiguo East End coincidieron con una escasez de fondos municipales para los proyectos mas aventurados. Asi que Balaclava Terrace aun seguia en pie y sin duda habia adquirido prestigio al transformarse en refugio contra la estridente modernidad para jovenes ejecutivos, internos del Hospital de Londres y estudiantes de medicina que compartian alojamiento. Ningun miembro de su familia habia regresado alli jamas. Para sus padres la mudanza habia representado el cumplimiento de un sueno, un sueno que se volvio casi aterrador cuando empezo a haber posibilidades de que se hiciera realidad y se convirtio en objeto de constantes conversaciones, comprendidas solo a medias, hasta bien entrada la noche. Su padre, superados los examenes de contabilidad, habia obtenido un ascenso. Ello debia traer consigo un alejamiento del pasado, un desplazamiento hacia el noreste que suponia tambien un desplazamiento hacia arriba en la escala social y, al mismo tiempo, otro desplazamiento, aunque fuera de pocos kilometros, de aquella remota aldea polaca de la que emigrara su bisabuelo. La cuestion de la hipoteca fue motivo de nerviosas especulaciones financieras en busca de alternativas. Pero todo habia salido bien. A los seis meses de mudarse, un fallecimiento inesperado en la empresa se habia traducido en un nuevo ascenso que afianzo la seguridad economica. En la casa de Ilford habia una cocina con todos los accesorios modernos y un tresillo en la sala de estar. Las mujeres que acudian a la sinagoga local vestian con elegancia; ahora, su madre era de las mas elegantes. Daniel sospechaba que el era el unico miembro de la familia que echaba de menos Balaclava Terrace. Se avergonzaba de la casa de Ilford y se avergonzaba de si mismo por desdenar lo que tanto habia costado conseguir. Se dijo que si alguna vez llevaba a Kate Miskin a su casa, preferiria que viera Balaclava Terrace y no The Drive, en Ilford. Pero ?que diablos le importaba a Kate Miskin donde o de que manera vivia el? Invitarla a su casa estaba fuera de lugar. Solo llevaba tres meses trabajando con ella en la Brigada Especial. ?Que diablos tenia que ver Kate Miskin con su vida de familia?

Creia conocer la raiz de su insatisfaccion: era la envidia. Casi desde la mas temprana infancia habia sabido que su hermano mayor era el preferido de su madre, quien ya habia cumplido treinta y cinco anos cuando nacio David y casi habia perdido la esperanza de tener un hijo. El amor abrumador que sintio por su primogenito fue una revelacion de tal intensidad que absorbio casi por completo todo el afecto maternal que podia dar. Nacido al cabo de tres anos, Daniel fue bien recibido, pero no obsesivamente deseado. Recordaba que, cuando tenia catorce anos, vio a una mujer que se inclinaba sobre el cochecito de una vecina para contemplar al recien nacido y comentaba: «Asi que este es el que hace cinco. Pero todos traen consigo el amor suficiente, ?verdad?» El no habia tenido nunca la sensacion de haber traido el suyo.

Y cuando David terna once anos sufrio un accidente. Daniel aun recordaba el efecto que produjo en su madre. Los ojos enloquecidos con que se aferro a su padre, el rostro livido a causa del panico y el dolor, que se habia convertido de pronto en el rostro de una desconocida frenetica, los insoportables sollozos, las largas horas junto a la cabecera de David en el Hospital de Londres mientras el se quedaba al cuidado de unos vecinos. Al fin hubo que amputarle la pierna izquierda por debajo de la rodilla. Su madre acompano a casa al hijo mutilado con una ternura exultante, como si se hubiera levantado de entre los muertos. Pero Daniel sabia de todos modos que no podia competir con el. David era animoso, nunca se quejaba, no causaba problemas. El era hurano, celoso, dificil. Tambien era inteligente. Sospechaba que era mas inteligente que David, pero pronto renuncio a su rivalidad academica. Fue David el que se matriculo en la Universidad de Londres, estudio derecho, obtuvo la licenciatura y ahora trabajaba en un despacho especializado en casos criminales. Y era un acto de desafio que a los dieciocho anos, nada mas salir de la escuela, Daniel hubiera ingresado en la policia.

Se decia, y medio lo creia, que sus padres se avergonzaban de esta profesion. Desde luego, nunca alardeaban de sus exitos como lo hacian con los de David. Recordo un fragmento de conversacion que tuvo lugar en la anterior cena de cumpleanos de su madre. Al recibirlo en la puerta, esta le advirtio:

– No le he dicho a la senora Forsdyke que eres policia. Naturalmente, se lo dire si me pregunta a que te dedicas.

Su padre anadio con voz sosegada:

– Y esta en la Brigada Especial del comandante Dalgliesh, mama, que interviene en los delitos particularmente delicados.

Daniel replico con una acritud que le sorprendio incluso a el mismo.

– No se si contribuira a lavar la verguenza. ?Y que hara esa gallina vieja, a fin de cuentas? ?Desmayarse encima del coctel de langostinos? ?Por que ha de molestarle mi trabajo, a no ser que su marido ande metido en algun negocio sucio? -«Dios mio, ya he vuelto a empezar. Y el dia de su cumpleanos», se dijo entonces-. Alegra esa cara. Tienes un hijo respetable. Puedes decirle a la senora Forsdyke que David se dedica a mentir para que los delincuentes no vayan a la carcel y yo me dedico a mentir para encerrarlos.

Bien, ahora podian divertirse criticandolo mientras les servian los entremeses. Y Bella estaria con ellos, naturalmente. Era abogada, como David, pero ella habria encontrado un hueco para celebrar el aniversario de sus padres. Bella, la futura nuera perfecta. Bella, que aprendia yiddish, que visitaba Israel dos veces al ano y recaudaba fondos para ayudar a los inmigrantes de Rusia y Etiopia, que asistia al Beit Midrash, el centro de estudios talmudicos de la sinagoga, que celebraba el sabbath; Bella, que volvia hacia el sus ojos oscuros, cargados de reproche, y se interesaba por el estado de su alma.

Era inutil decirles: «Ya no creo en nada de eso.» ?Hasta que punto eran creyentes sus padres? Si los hicieran salir a declarar bajo juramento y les preguntaran si de veras creian que Dios le entrego la Tora a Moises en el monte Sinai y que sus vidas dependian de la exactitud de la respuesta, ?que contestarian? Le habia formulado esta pregunta a su hermano y todavia recordaba la respuesta. En su momento le sorprendio, y aun le sorprendia, pues planteaba la desconcertante posibilidad de que en David hubiera sutilezas que el nunca habia comprendido.

– Seguramente mentiria. Hay creencias por las que realmente vale la pena morir, y eso no depende de que sean estrictamente ciertas o no.

Su madre, desde luego, nunca seria capaz de decirle: «No me importa si crees o no, quiero que el sabbath estes aqui con nosotros. Quiero que te vean en la sinagoga con tu padre y tu hermano.» Y no era hipocresia intelectual, aunque el intentaba convencerse de que lo era. Se podria aducir que pocos seguidores de cualquier religion creian todos los dogmas de su fe, excepto los fundamentalistas, y bien sabia Dios que esos eran mucho mas peligrosos que cualquier no creyente. Bien sabia Dios. Que natural resultaba, y que universal, deslizarse al lenguaje de la fe.

Quiza su madre tenia razon, aunque jamas seria capaz de reconocer la verdad. Las formas externas eran importantes. Practicar la religion no consistia solo en un asentimiento intelectual. Ser visto en la sinagoga equivalia a proclamar: «Este es mi sitio, esta es mi gente, estos son los valores segun los cuales intento vivir, esto es lo que generaciones de mis antepasados han hecho de mi, esto es lo que soy.» Recordo las palabras que le habia dirigido su abuelo despues de su Bar Mitzvah: «?Que es un judio sin su creencia? Lo que Hitler no pudo hacernos, ?nos lo haremos nosotros mismos?» Los antiguos resentimientos acumulados. Aun judio ni siquiera le estaba permitido el ateismo. Agobiado desde la ninez por el peso de la culpa, no podia rechazar su fe sin sentir la necesidad de disculparse ante el Dios en el que ya no creia. Y siempre estaba alli, en el fondo de su mente, cual mudo testigo de su apostasia, aquel conmovedor ejercito en marcha de humanidad desnuda: jovenes, mayores y ninos afluyendo como una marea oscura hacia las camaras de gas.

Detenido ante otro semaforo en rojo, penso en la casa que nunca seria un hogar, vio con el ojo claro de la mente las ventanas relucientes, los colgantes visillos de encaje con sus lazos, el inmaculado jardin delantero, y se dijo: «?Por que debo definirme tomando como referencia el dano que otros han causado a mi raza? La culpa ya era bastante mala; ?tengo que cargar tambien con el peso de la inocencia? Soy judio, ?no basta con eso? ?Debo representar ante mi mismo y los demas la maldad de la especie humana?»

Llego por fin a la autopista, donde, tan misteriosamente como de costumbre, el trafico se habia aligerado y le permitio poner el coche a una buena velocidad. Con suerte llegaria a Innocent House en cinco minutos.

Esta muerte no era comun, este misterio no se resolveria con facilidad. No habrian llamado al equipo para un caso de rutina. Quiza ninguna muerte era comun y ninguna investigacion puramente rutinaria para aquellos a los que afectaba de cerca. Pero esta le brindaria la oportunidad de demostrarle a Adam Dalgliesh que no se habia equivocado al elegirlo en sustitucion de Massingham. Y pensaba aprovecharla. No habia nada, ni en el ambito personal ni en el profesional, que tuviera prioridad sobre esto.

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