duro, o muy poco despues.

42

El domingo 17 de octubre Dalgliesh decidio llevarse a Kate consigo para entrevistar a la hermana de Sonia Clements, la hermana Agnes, en su convento de Brighton. Habria preferido ir solo, pero un convento, aun siendo este anglicano y aun siendo el hijo de un parroco con tendencias afines a la alta Iglesia, era un territorio ajeno en el que habia que internarse con circunspeccion. Sin una mujer a modo de carabina, quiza no le permitieran ver a la hermana Agnes mas que en presencia de la madre superiora o de alguna otra monja. Dalgliesh no sabia muy bien que esperaba obtener de esa visita, pero el instinto, del que a veces desconfiaba pero del que habia aprendido a no hacer caso omiso, le decia que habia algo que averiguar. Las dos muertes, tan distintas, estaban relacionadas por algo mas que aquella habitacion desnuda del ultimo piso en la que una persona habia elegido la muerte y la otra habia luchado por vivir. Sonia Clements habia trabajado veinticuatro anos en la Peverell Press; era Gerard Etienne quien la habia despedido. ?Constituia esa decision despiadada motivo suficiente para el suicidio? Y si no, ?por que habia elegido morir? ?Quien hubiera podido sentirse tentado de vengar esa muerte?

El tiempo seguia siendo apacible. La bruma temprana se despejo con la promesa de otro dia de sol suave, aunque quizas esporadico. Incluso el aire de Londres encerraba algo de la dulzura del verano, y una brisa ligera arrastraba finos jirones de nubes por un firmamento azul. Mientras recorria el aburrido y tortuoso trayecto hasta los arrabales del sur de Londres con Kate al lado, Dalgliesh sintio resurgir un anhelo juvenil por ver y oir el mar, y deseo que el convento estuviera situado en la costa. Durante el viaje hablaron poco. Dalgliesh preferia conducir en silencio y Kate podia tolerar un viaje entero a su lado sin sentir la necesidad de charlar; no era, reflexiono el, la menor de sus virtudes. Habia pasado por el piso nuevo de Kate para recogerla, pero habia esperado dentro del Jaguar a que apareciera en lugar de tomar el ascensor y llamar a su puerta, lo que acaso la hubiera hecho sentir en la obligacion de invitarlo a pasar. Dalgliesh valoraba demasiado la propia intimidad para arriesgarse a invadir la de ella. Kate bajo a la hora en punto, como el se figuraba. Tenia un aspecto distinto, y Dalgliesh se dio cuenta de que muy pocas veces la veia con falda. Sonrio interiormente y se pregunto si su ayudante habria dudado antes de decidirse, hasta llegar a la conclusion de que sus acostumbrados pantalones podian considerarse inadecuados para una visita a un convento. Sospecho que, a pesar de su sexo, quiza se encontraria mas comodo alli que Kate.

Su esperanza, nunca realista, de robar cinco minutos para una caminata a paso vivo por el borde de la playa se vio frustrada. El convento se alzaba en terreno elevado, junto a una carretera principal insulsa pero con mucho trafico, de la que se hallaba separado por una pared de ladrillo de dos metros y medio. La cancela estaba abierta y, al cruzarla, vieron un ornado edificio de crudo ladrillo rojo, a todas luces Victoriano y a todas luces disenado con fines a una institucion, seguramente para albergar a las primeras hermanas de la orden. Los cuatro pisos de ventanas identicas, muy juntas y ordenadas con precision, evocaron en Dalgliesh la incomoda imagen de una prision, idea que quiza se le habia ocurrido tambien al arquitecto, pues el fino chapitel que coronaba un extremo del edificio y la torre del otro extremo parecian mas bien un anadido de ultima hora, destinado tanto a humanizar como a embellecer. Una amplia franja de grava ascendia en curva hasta una puerta principal de roble casi negro con refuerzos de hierro, que se hubiera dicho mas apropiada para la entrada de una fortaleza normanda. A la derecha distinguieron una iglesia tambien de obra vista, lo bastante grande para servir como parroquia, con un campanario desprovisto de gracia y angostas ventanas en arco apuntado. A la izquierda, el contraste: un edificio bajo, moderno, con una terraza cubierta y un pequeno jardin convencional, que Dalgliesh supuso seria el hospicio para moribundos.

Ante el convento solo habia un coche, un Ford, y Dalgliesh aparco limpiamente a su lado. Al bajar, se detuvo un instante y volvio la vista atras por encima de los jardines adosados hasta que pudo vislumbrar el canal de la Mancha. Cortas calles de casitas pintadas de color azul celeste, rosa y verde, cuyos tejados presentaban una fragil geometria de antenas de television, discurrian en paralelo hasta las capas azuladas del mar; una domesticidad precisamente ordenada que contrastaba con el pesado mazacote Victoriano que tenia a sus espaldas.

No se veia senal de vida en el edificio principal, pero, al volverse para cerrar el coche, vio asomar por una esquina del hospicio a una monja con un paciente en silla de ruedas. El paciente llevaba una gorra de rayas blancas y azules con una borla roja y se cubria con una manta recogida hasta la barbilla. La monja se inclino para susurrar algo y el paciente se rio, una leve cascada tintineante de alegres notas en el aire callado.

Dalgliesh tiro de la cadena de hierro que colgaba a la izquierda de la puerta; incluso a traves de la gruesa puerta de roble con flejes de hierro, oyo su retintin resonante. La mirilla cuadrada se abrio y aparecio una monja de rasgos apacibles. Dalgliesh dio su nombre y alzo la tarjeta de identificacion. La puerta se abrio de inmediato y la monja, sin hablar pero todavia sonriendo, hizo ademan de invitarles a entrar. Se encontraron en un vestibulo espacioso que olia, no desagradablemente, a desinfectante suave. El suelo, de baldosas blancas y negras formando cuadros, parecia recien fregado, y en las desnudas paredes destacaba el retrato en sepia, sin duda alguna Victoriano, de una formidable monja de expresion grave que Dalgliesh supuso seria la fundadora de la orden, asi como una reproduccion del Cristo en la carpinteria, de Millais, en un marco de madera profusamente tallado. La monja, todavia sonriendo, todavia callada, los condujo a un cuartito adyacente al vestibulo y, con un gesto algo teatral, les indico que tomaran asiento. Dalgliesh se pregunto si seria sordomuda.

La sala de espera estaba amueblada de un modo austero, pero no inhospito. La mesa central, sumamente pulida, sostenia un cuenco de rosas tardias, y habia dos sillones tapizados en cretona descolorida ante las ventanas dobles. El unico adorno de las paredes era un gran crucifijo barroco en madera y plata, de un horrendo realismo, situado a la derecha de la chimenea. Parecia espanol, penso Dalgliesh, y daba la impresion de haber formado parte de la decoracion de una iglesia. Sobre la chimenea habia una copia al oleo de una Virgen Maria ofreciendole uvas al Nino Jesus, que tardo algun tiempo en identificar como La Virgen de las uvas, de Mignard. Una placa de laton ostentaba el nombre del donante. Habia cuatro sillas de comedor de respaldo recto, poco tentadoramente alineadas contra la pared de la derecha, pero Dalgliesh y Kate permanecieron de pie.

No les hicieron esperar mucho. La puerta se abrio y entro una monja de ademanes energicos y seguros que les tendio la mano.

– ?Son ustedes el comandante Dalgliesh y la inspectora Miskin? Bienvenidos a St. Anne. Soy la madre Mary Clare. Ya hablamos por telefono, comandante. ?Quieren tomar una taza de cafe?

La mano que apreto brevemente la de el era rolliza, pero estaba fria.

– No, gracias, madre -rehuso-. Es usted muy amable, pero esperamos no molestarla mucho rato.

No habia nada intimidante en ella. El largo habito azul grisaceo cenido por un cinturon de cuero conferia dignidad a su cuerpo bajo y robusto, pero ella parecia sentirse tan comoda como si aquel atuendo formal fuese la ropa de trabajo diaria. Una sencilla y pesada cruz de madera oscura le colgaba de un cordon en torno al cuello, y su rostro, blando y blanquecino como masa de pan, sobresalia como el de un bebe de la toca que lo oprimia. Sin embargo, los ojos que habia tras las gafas de acero eran astutos, y la boquita, con toda su delicada suavidad, encerraba la promesa de una firmeza sin componendas. Dalgliesh se dio cuenta de que Kate y el eran sometidos a un escrutinio tan minucioso como discreto.

Luego, con una pequena inclinacion de cabeza, les dijo:

– Hare llamar a la hermana Agnes. Hace un dia precioso, quiza les gustaria dar un paseo con ella por la rosaleda.

Dalgliesh comprendio que era una orden, no una sugerencia, pero supo que en ese breve primer encuentro habian superado alguna prueba particular; si ella no hubiera quedado satisfecha, estaba seguro de que la entrevista se habria celebrado en aquel cuarto y supervisada por ella. La madre superiora tiro del cordon de la campanilla y la monjita sonriente que les habia abierto la puerta acudio de nuevo.

– ?Querra preguntarle a la hermana Agnes si tendria la bondad de venir?

Siguieron esperando en silencio, aun de pie. En menos de dos minutos se abrio la puerta y una monja alta entro sola. La madre superiora los presento.

– La hermana Agnes. Hermana, el comandante Dalgliesh de New Scotland Yard y la inspectora Miskin. Les he

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