vino a recoger las llaves, y al lado, en mi despacho, cuando las trajo de vuelta. Si hubiera faltado un juego, me habria comentado algo.
– ?Usted lo vio dejar las llaves, padre?
– No, estaba en mi despacho, pero con la puerta abierta, y me saludo. No encontrara su firma en el registro. No se exige a los seminaristas que firmen cuando se llevan las llaves antes de un oficio. Y ahora, comisario, insisto en que vayamos a la iglesia.
El seminario continuaba en silencio. Cruzaron el suelo de mosaico del vestibulo sin hablar. El padre Sebastian se encamino hacia la puerta del vestuario, pero Dalgliesh lo detuvo.
– Si es posible -advirtio-, evitaremos pasar por el claustro norte. -No volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron a la puerta de la sacristia. El padre Sebastian busco las llaves en el bolsillo, pero Dalgliesh dijo-: Abrire yo, padre.
Una vez dentro, cerro con llave y los dos se dirigieron a la iglesia. Dalgliesh habia dejado encendida la luz que iluminaba
Tambien se pregunto que palabras usaria el mismo para orar en un momento como ese. «Ayudame a resolver este caso sin causar sufrimiento a los inocentes y protege a mi equipo.» Que el recordase, la ultima vez que habia rezado con pasion y con la seguridad de que valia la pena habia sido durante la agonia de su esposa, pero sus plegarias no habian sido escuchadas, o al menos no habian obtenido respuesta. Reflexiono sobre el caracter irrevocable e ineludible de la muerte. ?Constituia uno de los alicientes de su trabajo la fantasia de que la muerte era un misterio que tenia solucion, y que dicha solucion permitia doblar y guardar, como una prenda de vestir, todas las pasiones de la vida, todos los temores y las dudas?
Entonces oyo hablar al padre Sebastian; fue como si acabara de reparar en la silenciosa presencia de Dalgliesh y quisiera hacerlo participe, al menos como oyente, de su secreto ejercicio de expiacion. En su hermosa voz, las familiares palabras sonaron mas como una afirmacion que como un rezo, y reflejaron tan misteriosamente los pensamientos de Dalgliesh que a este le parecio oirlas por primera vez y se estremecio.
– «Oh, Senor, que en los comienzos pusiste los cimientos de la tierra y con Tus manos creaste los cielos; del mismo modo que ellos pereceran, Tu permaneceras; ellos envejeceran igual que un vestido, y como un vestido los plegaras y mudaras; pero Tu seras por siempre el mismo y los anos no Te pesaran.»
5
Dalgliesh se afeito, se ducho y se vistio con una rapidez nacida de la practica, y a las siete y veinticinco se reunio de nuevo con el rector en su despacho. El padre Sebastian consulto su reloj de pulsera.
– Es hora de ir a la biblioteca. Primero yo dire unas palabras y luego le cedere el turno. ?Le parece bien?
– Perfectamente.
Era la primera vez en esta visita que Dalgliesh entraba en la biblioteca. En cuanto el padre Sebastian encendio las lamparas que se curvaban sobre las estanterias, al comisario le asalto el recuerdo de las largas tardes estivales que habia pasado alli, leyendo bajo la ciega mirada de los bustos dispuestos en linea sobre el estante superior, del sol del ocaso que brunia los lomos de piel de los libros y tenia de rojo la madera pulida, de los atardeceres en que el bramido del mar parecia intensificarse a medida que caia la noche. Sin embargo, ahora el alto techo abovedado estaba en penumbra y, en las ventanas de arco ojival, las vidrieras eran un negro vacio en el que el plomo formaba un dibujo.
A lo largo de la pared norte, entre las ventanas, las estanterias dispuestas en angulo recto delimitaban una serie de cubiculos, en cada uno de los cuales habia un pupitre doble y una silla. El padre Sebastian fue al mas cercano y arrastro las dos sillas hasta el centro de la estancia.
– Necesitaremos cuatro sillas -anuncio-. Tres para las mujeres y una para Peter Buckhurst. Todavia no esta en condiciones de permanecer mucho tiempo de pie… Aunque no creo que esto dure mucho. No es preciso que contemos a la hermana del padre John. Es muy mayor y rara vez sale de su apartamento.
Sin responder, Dalgliesh acerco las dos sillas que faltaban. El padre Sebastian las coloco en fila y retrocedio unos pasos para cerciorarse de que estuvieran correctamente alineadas.
Se oyeron unas pisadas suaves en el vestibulo, y los tres seminaristas, todos con sotana negra, entraron a la vez, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Se situaron detras de las sillas y permanecieron erguidos y muy quietos, con la cara palida y seria, y los ojos fijos en el padre Sebastian. La tension que trajeron consigo a la estancia era casi palpable.
Menos de un minuto despues llegaron la senora Pilbeam y Emma. El padre Sebastian les senalo las sillas y las mujeres se sentaron en silencio, ligeramente inclinadas la una hacia la otra, como si esperasen encontrar sosiego en el leve roce de los hombros. La senora Pilbeam, consciente de la importancia de la reunion, se habia quitado el delantal blanco y ofrecia un aspecto incongruentemente festivo con su falda de lana verde y una blusa celeste adornada con un broche en el cuello. Emma, aunque estaba muy palida, se habia arreglado con esmero, como si intentara imponer una semblanza de orden y normalidad a la confusion provocada por el asesinato. Habia sacado brillo a sus zapatos marrones sin tacon y llevaba pantalones de pana beige, una camisa de color crema que parecia recien planchada y un chaleco de ante.
El padre Sebastian se dirigio a Buckhurst:
– ?No te sientas, Peter?
– Prefiero quedarme de pie, padre.
– Yo prefiero que te sientes.
Sin mas objeciones, Peter Buckhurst se acomodo junto a Emma.
A continuacion llegaron los tres sacerdotes. El padre John y el padre Peregrine flanqueaban a los seminaristas. El padre Martin, como respondiendo a una muda invitacion, se puso junto al rector.
– Me temo que mi hermana todavia duerme, y no he querido despertarla -se disculpo el padre John-. Si la necesitan, podran hablar con ella mas tarde, ?no?
– Desde luego -murmuro Dalgliesh.
Vio que Emma miraba al padre Martin con tierna solicitud y se levantaba a medias de la silla a modo de saludo. «Ademas de hermosa e inteligente, es bondadosa -penso, y el corazon le dio un vuelco, una sensacion tan insolita como irritante-. Ay, Dios, se dijo, no quiero esa clase de complicacion. Ahora no. Nunca.»
Continuaron aguardando. Los segundos se convirtieron en minutos antes de que se oyesen pasos de nuevo. Se abrio la puerta y entro George Gregory, seguido de cerca por Clive Stannard. Este ultimo se habia quedado dormido, o no habia estimado necesario molestarse en cuidar su aspecto. Se habia puesto los pantalones y una americana de pana encima del pijama, y la tela de algodon a rayas asomaba por el cuello y colgaba fruncida por encima de los zapatos. Gregory, por el contrario, llevaba una camisa y una corbata impecables.
– Lamento haberlos hecho esperar -se disculpo Gregory-. Detesto vestirme sin ducharme antes.
Se coloco detras de Emma y apoyo la mano en el respaldo de la silla, pero enseguida la retiro, como si temiera que fuese un gesto inapropiado. Sus ojos, fijos en el padre Sebastian, reflejaban recelo, aunque Dalgliesh tambien detecto en ellos un destello de divertida curiosidad. Stannard estaba visiblemente asustado, y Dalgliesh se percato de que intentaba disimularlo con una actitud de indiferencia tan fingida como embarazosa.
– ?No es un poco temprano para dramas? -solto Stannard-. Es obvio que ha ocurrido algo. ?Por que no nos lo cuentan de una vez?
Nadie respondio. La puerta volvio a abrirse y aparecieron las dos personas que faltaban. Eric Surtees llevaba ropa de trabajo. Titubeo en la puerta y miro con asombro a Dalgliesh, como si le sorprendiera encontrarlo alli. Karen Surtees, que semejaba un loro con su largo jersey rojo sobre pantalones verdes, solo se habia tomado el tiempo necesario para aplicarse una brillante capa de carmin en los labios. Sus ojos sin maquillar se veian cansados y sonolientos. Tras un instante de vacilacion, se sento en la silla vacia. Su hermano se coloco detras de ella. Ya estaban alli todas las personas convocadas. A Dalgliesh le recordaban un heterogeneo cortejo de boda, posando de mala gana para un fotografo demasiado entusiasta.