descansando.

Desde alli veia tres casitas, un par a unos cien metros de la casona y una tercera sola en una zona mas elevada del promontorio. Le parecio divisar un cuarto tejado en direccion al mar, pero no estaba seguro. Podia no ser mas que una excrecencia de piedra. Puesto que no sabia cual era Villa Esperanza, le parecio que lo mas logico era dirigirse al primer par. Mientras decidia que hacer, habia apagado brevemente el motor del coche, y ahora, por primera vez, oyo el mar, ese suave rugido ritmico y continuado que constituye uno de los sonidos mas nostalgicos y evocadores. Todavia nada demostraba que su llegada hubiera sido advertida; el promontorio estaba silencioso, sin pajaros. Percibio algo extrano y casi siniestro en aquel vacio y aquella soledad que ni siquiera el suave sol de la tarde podia disipar.

Su llegada ante las casitas no hizo asomar un rostro a las ventanas, ni una figura con sotana a la entrada. Se trataba de un par de edificios antiguos de piedra caliza y de una sola planta; sus pesados tejados de piedra, tipicos de Dorset, estaban adornados con vistosos almohadones de musgo esmeralda. Villa Esperanza quedaba a la derecha y Villa Fe a la izquierda; los nombres habian sido pintados en una epoca relativamente reciente. Era de suponer que la tercera casita, la mas distante, fuera Villa Caridad, pero dudaba de que el padre Baddeley hubiera tenido algo que ver con la eleccion de aquellos nombres eponimos. No le hizo falta leer el letrero de la entrada para saber que casa albergaba al padre Baddeley, pues resultaba imposible asociar el casi total desinteres por su entorno que recordaba de el con aquellas cortinas de chintz, la maceta de hiedra colgante y fucsias que pendia sobre la puerta de Villa Fe y las dos tinas pintadas de amarillo chillon todavia repletas de flores veraniegas que habian sido artisticamente colocadas a ambos lados del porche. Dos setas de cemento hechas en serie flanqueaban la verja y le daban un aire tan acogedor que a Dalgliesh le sorprendio que no estuvieran coronadas por dos gnomos en cuclillas. Por contra, Villa Esperanza era absolutamente austera. Ante la ventana habia un banco de roble utilizado para sentarse al sol, y un cumulo de bastones junto con un paraguas viejo se esparcian por el porche. Las cortinas, que parecian de tela gruesa y de un tono rojo apagado, estaban corridas.

Nadie respondio a su llamada. A nadie esperaba encontrar. Era evidente que las dos casas estaban vacias. En la puerta habia un sencillo cerrojo, pero no cerradura. Tras aguardar un segundo, levanto el pestillo y entro en la penumbra interior, donde topo con un olor calido, libresco, un poco mohoso, que inmediatamente le hizo retroceder treinta anos. Descorrio las cortinas y la luz penetro a raudales por las ventanas. Ahora sus ojos reconocieron objetos familiares: la mesa redonda de palisandro y de un solo pie, cubierta de polvo, que ocupaba el centro de la habitacion; el escritorio de persiana arrimado a una pared; la butaca de orejas, tan vieja que la guata asomaba por la deshilachada tapiceria y el aplastado asiento dejaba la madera al descubierto. No podia ser la misma butaca. Aquel agudo recuerdo debia de ser una ilusion nostalgica. Pero habia ademas otro objeto, igualmente familiar, igualmente antiguo. Detras de la puerta colgaba la capa negra del padre Baddeley, y sobre esta la boina, ajada y flaccida.

Lo primero que alerto a Dalgliesh de que algo malo habia ocurrido fue ver la capa. Era extrano que su anfitrion no estuviera alli para recibirlo, pero podia haber muchas explicaciones. Se podia haber perdido la postal, podian haberlo llamado urgentemente de la casona, podia haber ido a Wareham de compras y haber perdido el autobus de regreso. Incluso era posible que se hubiera olvidado por completo de la llegada de su huesped. Pero, si estaba fuera, ?por que no llevaba puesta la capa? Resultaba imposible imaginarselo cubierto por cualquier otra prenda, ya fuera invierno o verano.

Fue entonces cuando Dalgliesh percibio lo que sus ojos ya debian de haber visto pero ignorado, el montoncito de hojas parroquiales que habia sobre el escritorio con una negra cruz impresa. Cogio la de encima y se la llevo a la ventana, quiza con la esperanza de que la luz demostrara que se habia equivocado. Pero era cierto, naturalmente, no habia el menor error. El texto decia asi:

Reverendo padre Michael Francis Baddeley

Nacido el 29 de octubre de 1896

Fallecido el 21 de septiembre de 1974

R.I.P.

Enterrado en St. Michael and All Angels,

Toynton, Dorset

22 de septiembre de 1974

Hacia once dias que habia muerto y cinco que lo habian enterrado. Pero hubiera sabido de todas maneras que el padre Baddeley habia fallecido recientemente. ?Como si no se explicaba aquella huella de su personalidad que todavia persistia en la casa, la sensacion de que estaba tan cerca que solo con llamarlo en voz alta su mano accionaria el pestillo? Mirando la familiar capa descolorida con el pesado cierre -?de verdad no se la habria cambiado en treinta anos?- sintio una punzada de remordimiento, incluso de dolor, que le sorprendio por su intensidad. Habia muerto un anciano. Debia de haber sido de muerte natural, lo habian enterrado en seguida. Su muerte y su entierro no habian tenido publicidad. Pero algo le rondaba la cabeza y habia muerto sin confiarselo a nadie. De pronto, asegurarse de que el padre Baddeley habia recibido su postal, de que no habia muerto creyendo que su llamada de ayuda habia sido desatendida, adquirio mucha importancia.

El lugar mas logico donde buscar era el escritorio Victoriano que habia pertenecido a la madre del reverendo Baddeley. Recordo que solia tenerlo cerrado con llave. Era el menos reservado de los hombres, pero incluso un sacerdote tenia que disponer de un cajon o un escritorio fuera del alcance de las fisgonas mujeres de la limpieza o de los feligreses demasiado curiosos. Dalgliesh recordaba que el padre Baddeley solia hurgarse los profundos bolsillos de la capa en busca de la diminuta llave, sujeta mediante un cordon a una anticuada pinza de tender ropa para mas facil identificacion. Seguramente, todavia estaria en el bolsillo.

Introdujo la mano en ambos bolsillos con la sensacion culpable del que roba a los muertos. La llave no estaba. Se aproximo al escritorio y trato de levantar la tapa, que cedio sin resistencia. Seguidamente se inclino a examinar la cerradura, fue al coche a buscar la linterna y volvio a mirarla. Las senales eran inequivocas: la cerradura habia sido forzada. Era una operacion muy bien hecha y apenas habia requerido fuerza. La cerradura resultaba decorativa pero poco resistente, habia sido ideada como defensa contra los curiosos pero no contra un asalto decidido. Habrian introducido un punzon o un cuchillo, seguramente la hoja de un cortaplumas, entre la mesa y la tapa y asi habrian separado las dos partes de la cerradura. Era sorprendente el poco rastro que habian dejado; no obstante, los aranazos de la propia cerradura rota bastaban para demostrarlo.

Sin embargo, no indicaban quien era el responsable. Podia haber sido el propio padre Baddeley. De haber perdido la llave, no hubiera habido modo de reponerla. ?Como iba a encontrar un cerrajero en aquel remoto lugar? Un asalto fisico contra el escritorio era un recurso poco probable en el sacerdote, recordo Dalgliesh, pero no era imposible. Tambien podia haberse hecho con posterioridad a la muerte del padre Baddeley. Si la llave no estaba, alguien de Toynton Grange tenia que haber roto la cerradura. En el interior podia haber documentos o papeles que necesitaran, una cartilla del seguro, nombres de amigos a quien notificar la defuncion, o un testamento. Se obligo a abandonar las conjeturas, irritado al descubrir que habia llegado a considerar la posibilidad de ponerse los guantes antes de seguir mirando, y reviso rapidamente el contenido de los cajones del escritorio.

No guardaban cosa alguna de interes. En apariencia, la vinculacion del padre Baddeley con el mundo era minima. Pero le llamo la atencion una cosa inmediatamente reconocible. Era una ordenada pila de cuadernos infantiles de ejercicios de tapas verde palido. Sabia que contenian el diario del padre Baddeley. Asi pues, todavia vendian aquellos cuadernos, aquellas libretas verde palido con tablas aritmeticas en la parte de atras, tan evocadoras de la ensenanza primaria como una regla manchada de tinta o una goma de borrar. El padre Baddeley siempre habia usado aquellos cuadernos para escribir su diario, uno para cada trimestre del ano. Ahora, con la vieja capa negra colgando flaccida de la puerta y el mohoso olor eclesiastico en la nariz, Dalgliesh recordo la conversacion tan claramente como si el fuera todavia aquel muchacho de diez anos y el padre Baddeley, un hombre maduro que ya aparentaba una edad indefinida, estuviera sentado aqui ante su escritorio.

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