P. D. James

La torre negra

5? libro del Inspector Dalgliesh

Nota de la autora

Confio en que los amantes de Dorset me perdonen las libertades que me he tomado con la topografia de su hermosa tierra y en particular la temeridad de erigir las extravagancias arquitectonicas de Toynton Grange y la torre negra de la costa de Purbeck. No obstante, advertiran con alivio que, si bien el decorado es prestado, los personajes son totalmente de mi cosecha y no guardan similitud alguna con personas vivas ni fallecidas.

PRIMERA PARTE . Sentencia de vida

Capitulo 1

Iba a ser la ultima visita del especialista y Dalgliesh sospechaba que ninguno de los dos lo lamentaba, pues la arrogancia y la condescendencia por un lado, y la debilidad, la gratitud y la dependencia por el otro no podian constituir el fundamento de una relacion satisfactoria entre adultos, por muy transitoria que fuera. El medico entro en la reducida habitacion del hospital que ocupaba Dalgliesh precedido por Sister y asistido por sus acolitos, vestido ya para la elegante boda que iba a honrar con su presencia aquella misma manana. De no ser porque lucia una rosa en lugar del clavel de rigor, podria haber pasado por el novio. Daba la impresion de que tanto el como la flor habian sido elevados hasta una cima de perfeccion artificial, envueltos para regalo en un celofan invisible e inmunizados contra vientos inesperados, heladas y bruscos dedos que estropearian perfecciones mas vulnerables. Como toque final, flor y el habian sido levemente rociados con un caro perfume, seguramente una locion para despues del afeitado. Dalgliesh lo percibia por encima del olor a alcohol y eter del hospital, al cual se le habia habituado de tal manera la nariz durante las ultimas semanas que apenas causaba ya impresion en sus sentidos. Los estudiantes de medicina se agruparon en torno de la cama. El cabello largo y la bata corta les conferian el aspecto de una manada de damas de honor de reputacion ligeramente dudosa.

Con habiles manos impersonales, Sister desnudo a Dalgliesh a fin de proceder a un nuevo reconocimiento. El estetoscopio, un frio disco, se movio por su pecho y su espalda. Este ultimo reconocimiento constituia una formalidad, pero el medico fue, como siempre, minucioso; no hacia cosa alguna a la ligera. Aun cuando en esta ocasion su diagnostico original habia sido equivocado, tenia su amor propio demasiado afianzado para sentir necesidad de dar algo mas que una excusa simbolica. Se enderezo y dijo:

– Disponemos ya del ultimo informe de patologia y creo que podemos tener la seguridad de haber acertado. La citologia era siempre confusa y la neumonia complico el diagnostico, pero no es leucemia aguda, no es ningun tipo de leucemia. Se esta usted recuperando, afortunadamente, de una mononucleosis atipica. Le felicito, comandante. Nos tenia preocupados.

– Mas bien los tenia interesados; ustedes me tenian preocupado a mi. ?Cuando puedo salir de aqui?

El gran hombre se echo a reir y luego dedico una sonrisa a su sequito, invitandolos a compartir su indulgencia ante un nuevo ejemplo de la ingratitud de la convalecencia. Dalgliesh se apresuro a anadir:

– Supongo que les hara falta mi cama.

– Siempre nos hacen falta mas camas de las que tenemos; sin embargo, no hay prisa. Todavia le queda un largo camino que recorrer. Pero ya veremos, ya veremos.

Cuando se quedo solo permanecio boca arriba y dejo que sus ojos vagaran por los sesenta centimetros cubicos de espacio anestesiado, como si fuera la primera vez que veia la habitacion: el lavabo con sus grifos accionables con el codo; la pulcra y funcional mesita de noche con su jarra de agua; las dos sillas tapizadas de plastico para las visitas; los auriculares que se enroscaban sobre su cabeza; las cortinas de la ventana con su inofensivo estampado de flores, la minima muestra posible de gusto. Eran los ultimos objetos que habia esperado ver en vida. Le parecia un lugar pobre e impersonal para morir. Igual que una habitacion de hotel, estaba pensada para ocupantes de paso. Estos, ya se marcharan por su propio pie o en una camilla de la funeraria envueltos en una sabana, nada dejaban tras de si, ni siquiera el recuerdo de su temor, su sufrimiento y su esperanza.

La sentencia de muerte le habia sido comunicada, como sospechaba que se hacia habitualmente, mediante miradas graves, cierta falsa cordialidad, consultas en voz baja, pruebas clinicas innecesarias y, hasta que el insistio, una ferrea resistencia a pronunciar un diagnostico o pronostico. La sentencia de vida, dictada con menos sofisteria una vez hubieron pasado los peores dias de la enfermedad, sin duda le habia producido un disgusto mayor. Le parecio que haberlo reconciliado tan a fondo con la muerte para luego cambiar de opinion demostraba una extraordinaria desconsideracion, si no negligencia, por parte de sus medicos. Ahora se avergonzaba al recordar que poco habia lamentado tener que abandonar sus placeres y ocupaciones, que a la luz de la inminente perdida adquiririan su verdadera entidad, en el mejor de los casos un mero solaz, en el peor un derroche de tiempo y energia. Ahora tenia que reanudarlos y volver a creer que eran importantes, al menos para el. Dudo de que alguna vez volviera a pensar que tenian importancia para otros. Seguro que, cuando recuperara las fuerzas, todo aquello se resolveria por si solo. La vida fisica se asentaria de nuevo con el tiempo. Dado que no tenia alternativa, acabaria por reconciliarse con la vida, achacar este perverso acceso de resentimiento y abulia a la debilidad y creer que habia tenido suerte de salvarse. Sus colegas, liberados de la turbacion, lo felicitarian. Ahora que la muerte habia sustituido al sexo como gran innombrable, esta habia originado sus propios miramientos: morir cuando todavia no te habias convertido en una molestia y antes de que tus amigos tuvieran motivos para entonar el canto ritual del «justo descanso» era de pesimo gusto.

No obstante, por ahora no estaba seguro de poder reconciliarse con su trabajo. Tras haberse resignado al papel de espectador, y a dejar pronto de ser siquiera eso, no se sentia preparado para regresar al ruidoso terreno de juego del mundo, y, si era necesario, estaba decidido a buscarse un rincon menos violento dentro de si mismo. No era un tema que hubiera meditado profundamente en sus periodos de consciencia; no habia tenido tiempo. Se trataba mas de una conviccion que de una decision. Habia llegado el momento de cambiar de orientacion. Sentencias judiciales, rigidez cadaverica, interrogatorios, contemplacion de carne en descomposicion y huesos aplastados, el ingrato trabajo de perseguir criminales, todo habia terminado para el. Habia otras cosas en que invertir el tiempo. Todavia no estaba seguro de que cosas, pero las encontraria. Tenia mas de dos semanas de convalecencia por delante, tiempo para tomar una decision, racionalizarla, justificarla, ante si mismo y, lo que era mas dificil, encontrar palabras con que tratar de justificarla ante el gobernador. Era mal momento para dejar Scotland Yard. Lo considerarian una desercion. Pero siempre seria mal momento.

No estaba seguro de si el desencanto de su trabajo se debia unicamente a la enfermedad, benefico recordatorio de la inevitable muerte, o si se trataba del sintoma de un malestar mas profundo, de haber entrado en esa region de la mitad de la vida en la que las calmas alternan con los vientos inciertos y uno se da cuenta de que las esperanzas aplazadas ya no son realizables, de que los puertos

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