el Jaguar enfilaba suavemente la carretera, sintio un arrebato de envidia e indignacion, totalmente irracionales, contra Berowne, que habia encontrado una salida tan facil.
VIII
Eran las seis y cuarto de la tarde del domingo y Carole Washburn, apoyada en la barandilla del balcon, contemplaba el panorama de Londres Norte. Nunca habia sentido la necesidad de correr las cortinas cuando Paul estaba con ella, incluso a horas avanzadas de la noche. Podian contemplar juntos la ciudad y saber que a ellos nadie les vigilaba, que eran inviolables. En aquellos momentos, era agradable salir al balcon, notando el calor del brazo de el a traves de su manga, y permanecer alli juntos, seguros, en la intimidad, observando las incesantes preocupaciones de un mundo salpicado por las luces. En aquellos momentos, ella habia sido una espectadora privilegiada, pero ahora se sentia proscrita, anorando aquel distante e inalcanzable paraiso del que se habia visto excluida para siempre. Cada noche, desde su muerte, observaba como se encendian las luces, una manzana tras otra, casa por casa, cuadrados de luz, rectangulos luminosos, luces que se filtraban a traves de cortinas de habitaciones donde la gente vivia sus existencias, compartidas o secretas.
Y, ahora, lo que parecia ser el domingo mas largo que jamas hubiera soportado tocaba a su fin.
A primera hora de la tarde, ansiando salir de la jaula de aquel apartamento, habia ido en coche al supermercado abierto mas cercano. No necesitaba nada, pero habia empujado sin rumbo un carrito entre los estantes, cogiendo automaticamente latas, paquetes, rollos de papel higienico, amontonandolo todo en el carro, sin hacer caso de las miradas de los otros compradores. Pero cuando las lagrimas empezaron a brotar de nuevo, goteando sobre su mano, descendiendo en una corriente que no podia detenerse, mojando los paquetes de cereales y arrugando los rollos de papel, abandono el carro, lleno de articulos no deseados y totalmente innecesarios, se dirigio al aparcamiento y regreso a su casa, conduciendo lenta y cuidadosamente, como si fuera una conductora novata, viendo un mundo confuso y desorientado, en el que la gente se movia como marionetas, como si la realidad se estuviera disolviendo en una lluvia perpetua.
Mas avanzada la tarde, se apodero de ella la necesidad desesperada de una compania humana. No era la necesidad de comenzar cierta vida para si misma, de planear algun tipo de futuro, de echar su red en el vacio que habia creado alrededor de su vida secreta y comenzar a atraer hacia si a otras personas. Tal vez esto llegara con el tiempo, por imposible que ahora pareciera. Era una simple anoranza incontrolable que la movia a buscar la compania de otro ser humano, oir una voz humana que emitiera sonidos humanos ordinarios, por poco significativos que fuesen. Telefoneo a Emma, que habia ingresado en el Servicio Civil con ella, procedente de Reading, y que era ahora alta funcionaria en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social. Antes de convertirse en la amante de Paul, ella habia empleado gran parte de su tiempo libre con Emma, en rapidos almuerzos en algun bar o cafe situado cerca de sus oficinas, yendo al cine y a veces al teatro, e incluso en un fin de semana juntas en Amsterdam, para visitar el Rijksmuseum. Habia sido una amistad sin exigencias ni confidencias. Ella sabia que Emma nunca prescindiria de la oportunidad de encontrarse con un hombre para pasar una velada con ella, y Emma habia sido la primera victima de su obsesiva necesidad de intimar, que la movio a su vez a no prescindir ni de una sola hora del tiempo que podia concederle a Paul. Miro el reloj. Eran las seis y cuarenta y dos minutos. A no ser que Emma pasara el fin de semana fuera de la ciudad, probablemente la encontraria en su casa.
Tuvo que buscar el numero. Aquellas cifras familiares aparecieron en la pagina de la agenda como si fueran la llave de una existencia anterior y casi olvidada. No habia hablado con ningun ser humano desde que se marcho la policia, y se pregunto Si su voz le sonaria tan falsa a Emma como resonaba en sus propios oidos.
– ?Emma? No lo creeras. Soy Carole, Carole Washburn.
Se oia una musica alegre, en contrapunto. Podia ser de Mozart o tal vez de Vivaldi.
– Baja el volumen, querido -pidio Emma, y despues, dirigiendose a Carole-: ?Dios mio! ?Como estas?
– Muy bien. Hace siglos que no nos vemos. He pensado si te gustaria ir al cine o a cualquier otra parte. Esta noche, tal vez.
Hubo un breve silencio, y despues la voz de Emma, cuidadosamente neutral, con sorpresa y tal vez una leve nota de rencor cuidadosamente disimuladas, contesto:
– Lo siento, tenemos invitados a cenar.
Emma siempre hablaba de sus cenas, incluso cuando lo unico que se proponian era tomar unos platos chinos ya preparados, en la mesa de la cocina. Era uno de los esnobismos de poca monta que Carole habia juzgado en otro tiempo irritantes. Pregunto:
– ?El proximo fin de semana, entonces?
– No sera posible, mucho me temo. Alistair y yo iremos al Wiltshire. En realidad, a visitar a sus padres. Otra vez sera, supongo. Me ha encantado oirte de nuevo, pero ahora debo apresurarme, pues los invitados llegaran a las siete y media. Cualquier dia te telefoneare.
Nada mas podia hacer ella, excepto gritar: «?Cuenta conmigo, cuenta conmigo! Por favor, necesito venir». Colgaron el otro telefono y la voz, la musica y la comunicacion quedaron cortadas. Alistair. Desde luego, habia olvidado que Emma estaba prometida. Un alto funcionario de Hacienda. Por tanto, el se habia trasladado al apartamento de ella. Podia imaginar lo que estarian diciendo ahora.
«Tres anos sin decir palabra y de pronto llama y quiere ir al cine. Y un domingo por la tarde, valgame Dios…».
Y Emma no llamaria. Ella tenia a Alistair, una vida compartida, con unas amistades tambien compartidas. No era posible apartar a la gente de la propia existencia y esperar encontrarlos de nuevo, complacientes, a la disposicion de una, solo porque una necesitara sentirse humana de nuevo.
Le quedaban dos dias mas de permiso antes de regresar al trabajo.
Podia ir a su casa, desde luego, excepto que este apartamento era su casa. Y apenas valia la pena llegar hasta Clacton, a aquella casa de altos techos, en las afueras de la poblacion, donde su madre viuda vivia desde que murio su padre, doce anos antes. Hacia catorce meses que no habia estado alli. El viernes por la noche era sagrado, pues podia contar con un par de horas con Paul, aprovechando el viaje de este a su distrito electoral. El domingo siempre lo habia conservado libre para el. Su madre, acostumbrada ya a la negligencia de la hija, no parecia mostrarse particularmente preocupada al respecto. La hermana de su madre vivia en la casa contigua y las dos viudas, olvidadas ya sus anteriores fricciones, se habian instalado en una confortable rutina de apoyo mutuo, con sus vidas rutinarias medidas por pequenos placeres: ir de compras, tomar el cafe matinal en su bar favorito, devolver sus libros de la biblioteca, los programas vespertinos de la television, y las cenas rapidas. Carole casi habia dejado de preguntarse acerca de su vida, por que habian optado por vivir junto al mar cuando nunca se acercaban a el, y de que podian hablar las dos. Podia telefonear ahora y su madre le concederia de mala gana su aquiescencia, enojada por el trabajo que le suponia preparar la cama de invitados, por la interrupcion de su programa de fin de semana, y por el problema de distribuir la comida. Se dijo a si misma que ella habia acostumbrado a su madre, durante los ultimos tres anos, a esperar negligencia, y que se habia alegrado de que sus horas junto a Paul no se vieran amenazadas por exigencias desde Clacton. Le parecio innoble telefonear ahora a su madre, ir a su casa en busca de un consuelo que no tenia derecho a solicitar y que su madre, aunque hubiera sabido la verdad, tampoco habria podido dispensarle. Las seis y cuarenta y cinco minutos. Si fuera un viernes, el habria llegado ya, sincronizando su entrada para asegurarse de que en el vestibulo no hubiera nadie que pudiese verle. Se oiria un solo y prolongado timbrazo y despues las dos llamadas breves que eran su senal. Y entonces el timbre sono, con una llamada larga e insistente. Creyo haber oido una segunda y despues una tercera, pero ello seguramente se debio a su imaginacion. Durante un milagroso segundo, un solo segundo, creyo que el habia venido, y que todo habia sido un absurdo error. Exclamo: «?Paul, Paul querido!», y casi se abalanzo hacia la puerta. Pero entonces su mente volvio a aduenarse de la realidad y supo la verdad. El auricular del interfono se deslizo entre sus manos humedas y estuvo a punto de caersele, y sus labios estaban tan secos que pudo oir como se agrietaban. Murmuro:
– ?Quien es?
La voz que respondio era una voz femenina y dijo:
– ?Puedo subir? Soy Barbara Berowne.
Casi sin pensar, oprimio el pulsador y oyo el zumbido de la cerradura al abrirse, asi como el chasquido de la puerta al cerrarse. Era ya demasiado tarde para cambiar de idea, pero supo que no habia otra opcion. En su