– Si.

– ?Huy! -exclamo la nina, esbozando una mueca de asco-. ?Que ho'ible!

Se quedaron en la habitacion conversando con Margarida. Pero Maggy volvio una hora despues y les pidio que saliesen. Fijaron una hora para las visitas diarias y se despidieron de su hija con muchos gestos y besos lanzados con la yema de los dedos.

Tomas sentia que su corazon se aceleraba cada vez que se acercaba la hora de la visita. Aparecia en el hospital media hora antes y se sentaba nervioso en el sofa de la sala de espera, con los ojos atentos a cualquier movimiento, conteniendo a duras penas la ansiedad que lo sofocaba. Ese permanente desasosiego, acompanado de un leve regusto amargo que no lograba definir, solo se atenuaba cuando Constanza traspasaba la puerta, generalmente diez minutos antes de la hora de la visita. La inquietud era entonces sustituida por una tension latente, incomoda pero extranamente deseada: aquel se habia convertido en el momento cumbre del dia, un motivo central para vivir. Siguio asi la evolucion de la convalecencia de su hija, siempre expansiva y de buen humor, a pesar de los sucesivos accesos de fiebre, que Penrose califico de normales. Pero era incuestionable que no era solo por Margarida por lo que aquel se habia convertido en el mejor instante del dia.

Estaba Constanza.

Las conversaciones de la pareja en la sala de espera llegaban a ser, sin embargo, tensas, asperas, llenas de silencios embarazosos y molestos sobrentendidos, alusiones sutiles, gestos ambiguos. Al tercer dia, Tomas se sorprendio planeando por anticipado los temas que debia abordar; mientras se duchaba o tomaba el desayuno, armaba una especie de guion, apuntando mentalmente los asuntos que encararia durante la espera para ir a ver a Margarida. Cuando Constanza aparecia en la sala para la visita del dia, devanaba aquella lista de temas como un alumno que hablara en una prueba oral; al agotarse un tema, saltaba al proximo y asi sucesivamente; hablaban sobre peliculas, sobre libros que habian visto en la Charing Cross, sobre una exposicion de pintura en la Tate, sobre las flores a la venta en el Covent Garden, sobre el estado de la ensenanza en Portugal, sobre el rumbo que estaba tomando el pais, sobre poemas y sobre amigos, sobre historias de su pasado comun. Dejo de haber silencios.

Al sexto dia se armo de valor y decidio plantear la cuestion que mas lo atormentaba.

– ?Y tu amigo? -pregunto, esforzandose por adoptar la actitud mas desenvuelta posible.

Constanza alzo los ojos y esbozo una sonrisa discreta. Hacia ya mucho tiempo que esperaba que la conversacion tocase ese punto y era importante analizar el rostro de su marido cuando el tema se plantease. ?Estaria nervioso? ?El asunto lo perturbaba? ?Tendria celos? Escruto con discrecion la expresion en apariencia impasible de Tomas, observo su mirada y el gesto de su cuerpo, reparo en la forma en que el habia formulado la pregunta y sintio que su pecho hormigueaba de excitacion. Satisfecha, penso que estaba resentido: «Intenta disimularlo, pero se lo noto a la legua. Incluso el tema lo atormenta».

– ?Quien? ?Carlos?

– Pues si, ese tipo -dijo Tomas, recorriendo la sala con la mirada-. ?Te va bien con el?

«Lo corroen los celos», confirmo ella, disimulando a duras penas una sonrisa.

– Lo de Carlos va. A mi madre le gusta mucho. Dice que esta hecho para mi.

– Ah, muy bien -farfullo Tomas, sin poder reprimir su irritacion-. Muy bien.

– ?Por que? ?Te interesa?

– Nada, nada. He preguntado por preguntar.

El silencio se instalo ese dia en la salita de espera, pesado, ensordecedor. Se quedaron largo rato callados, mirando las paredes, jugando un juego de nervios, de paciencia, de amor propio herido, ninguno queria ser el primero en esbozar el gesto inicial, en demostrar su debilidad, en vencer el orgullo, en cauterizar las heridas abiertas, en coger los trozos sueltos y reparar lo que aun podia ser reparado.

Llego la hora de la visita y fingieron no haber notado nada, se quedaron sentados en el sofa a la espera de que el otro cediese. Hasta que uno de ellos tomo conciencia de que alguien tendria que retroceder, alguien tendria que dar la primera senal, a fin de cuentas, Margarida los esperaba al otro lado del pasillo.

– La opinion de mi madre no es necesariamente la mia -murmuro por fin Constanza, antes de levantarse para ir a ver a su hija.

Dedicaron la manana del dia siguiente a hacer compras. Tomas salio a la calle con un sentimiento de creciente confianza, estaba claro que las cosas se iban recomponiendo poco a poco. A pesar de las fiebres intermitentes, Margarida resistia a los efectos del trasplante; y Constanza, aunque se mantenia orgullosamente distante, parecia dispuesta a una aproximacion; sabia que tendria que actuar con tacto, es cierto, pero ahora estaba convencido de que, si jugase bien sus cartas, la reconciliacion seria posible.

La recuperacion de la hija se habia convertido en su unica preocupacion. Para distraer la mente, decidio recorrer la pintoresca Charing Cross, yendo de libreria en libreria para consultar la seccion de historia; estuvo en la Foyle's, la Waterstones y visito las librerias de viejo en busca de textos antiguos sobre Oriente Medio, alimentando asi el viejo proyecto de estudiar hebreo y arameo para abrir nuevos horizontes a su investigacion.

Fue a comer unas gambas al curry en un restaurante indio al final de la calle, en la direccion de Leicester Square, y regreso por Covent Garden. Tambien anduvo por el mercado y compro, en el puesto de una florista, un ramo verde de salvia; Constanza le habia dicho que esta flor debia su nombre al latin salvare, salvar, y significaba deseos de salud y larga vida, un voto apropiado para Margarida. Se quedo despues observando a un payaso que hacia acrobacias en medio de una multitud ociosa, pero, impaciente por ver a su hija y a su mujer, acabo por coger Neal Street y despues Coptic Street, en direccion al hospital. Desemboco frente al Museo Britanico y, como aun faltaba hora y media para la visita, decidio echar un vistazo alli dentro.

Tras atravesar la entrada principal, en Great Russell Street, subio por la escalinata exterior; el museo estaba en obras en la parte de la antigua biblioteca, demolida para edificar un ala central de lineas modernas y audaces, pero Tomas, despues de solicitar informacion, giro a la izquierda. Paso por el salon de las esculturas asirias y entro en el pasillo del arte egipcio, una de las joyas del museo. Las momias, que estaban en la primera planta, despertaban una fascinacion morbosa en los visitantes, pero Tomas buscaba otro tesoro. Deambulando entre los obeliscos y las extranas estatuas de Isis y Amon, solo se detuvo cuando vio la roca oscura y reluciente que mostraba tres series de misteriosos simbolos esculpidos en la superficie lisa: eran mensajes enviados por civilizaciones hace mucho tiempo desaparecidas y que habian viajado por el tiempo hasta llegar alli, transmitiendo a Tomas, en aquel lugar y en aquel instante, noticias de un mundo que ya no existia. La piedra de Rosetta.

Salio del museo cuando faltaban veinte minutos para la hora de la visita y, poco despues, se presento con el ramo de salvia frente a la enfermera de servicio en el area de servicio de hematologia y pidio ver a Margarida. La inglesa aparentaba ser una muchacha joven, con un pelo rubio bonito pero una piel muy grasosa; en el pecho una tarjeta la identificaba como Candace Temple. La enfermera consulto el ordenador y, despues de una vacilacion, se levanto del lugar y fue hasta la puerta.

– Sigame, por favor -dijo entrando en el pasillo-. El doctor Penrose quiere hablar con usted.

Tomas siguio a la inglesa rumbo al despacho del medico. Candace era pequena y caminaba a pasos cortos y rapidos, con un movimiento poco elegante. La enfermera se detuvo frente al despacho, golpeo la puerta y la abrio.

– Doctor, mister Thomas Norona is here.

Tomas sonrio al escuchar su nombre pronunciado asi.

– Come in -dijo una voz desde dentro.

Candace se alejo y Tomas entro en el despacho, sonriente, aun pensando en el «Thomas Norona» pronunciado por la enfermera. Vio a Penrose levantarse detras del escritorio, un bulto pesado, lento, con el rostro serio y los ojos cargados.

– ?Queria hablar conmigo, doctor?

El medico hizo un gesto senalando el sofa y se sento al lado de Tomas. Mantuvo el cuerpo inclinado hacia delante, como si intentara levantarse en todo momento, y respiro hondo.

– Me temo que tengo malas noticias para usted.

La expresion sombria en el rostro del medico parecia decirlo todo. Tomas abrio la boca, horrorizado, se le aflojaron las piernas, su corazon latio desordenadamente.

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