Paso delante del convento de la Encarnacion y, contemplando el Palacio Arzobispal, del otro lado de la plaza, rodeo la catedral, doblando la esquina en la plaza del Triunfo, donde una columna barroca con la figura de la Virgen Maria celebraba la supervivencia de Sevilla al terremoto que arraso Lisboa en 1755. Llego a la esquina del compacto edificio del Archivo General de Indias, construido con los ladrillos de color marron rojizo que tanto aprecian los espanoles y que tanto le disgustaban a Tomas; se trataba de un tipo de material que le provocaba escalofrios, tal vez porque le hacia recordar las fabricas y hasta los mataderos y las plazas de toros.
Cruzo la calle y entro en la gran catedral por la puerta sur, una magnifica entrada tallada en piedra. Aquella era la mayor catedral gotica de Europa. El primer impacto que sintio Tomas al recorrer el monumental santuario fue el de haber entrado en un lugar imponente pero sombrio, lugubre incluso, como si lo hubiesen arrastrado hasta las entranas de una caverna inmensa y tenebrosa. Al doblar el punto donde el transepto derecho se cruza con la nave, junto a la puerta de San Cristobal, se encontro con un escenario que considero a la vez siniestro y majestuoso.
Sobre un pedestal, en medio del patio, cuatro estatuas de bronce policromo, con el rostro de alabastro, ropas propias del siglo xvi, solemnes y suntuosas, cargaban un sarcofago en hombros. El pequeno ataud, tambien de bronce y ornamentado con placas metalicas esmaltadas, estaba cubierto por un sudario y tenia un escudo dibujado en el lado derecho, que Tomas reconocio. Eran las armas de Colon. Observo por debajo del sarcofago y vio las armas heraldicas de Espana clavadas en la base y rodeadas por palabras escritas en letra gotica. Giro la cabeza, siempre observando de abajo hacia arriba, y leyo la inscripcion:
AQUI YACEN LOS RESTOS DE CRISTOBAL COLON DESDE 1796.
LOS GUARDO LA HABANA Y ESTE SEPULCRO POR R. D.TO DEL 26 DE FEBRERO DE 1891.
La tumba de Colon.
O, mejor dicho, el sitio donde se dice que se encontraban los huesos del gran navegante. Pero Tomas sabia que, hasta en la muerte, el descubridor de America se habia revelado como un maestro en las artes del misterio, un supremo ilusionista. Todo comenzo cuando Cristobal Colon fue a vivir a Sevilla despues de sus cuatro viajes al Nuevo Mundo. Con la muerte de su protectora, la reina Isabel, en 1504, cayo en desgracia en la corte. Al ano siguiente, para intentar recuperar el favor del rey Fernando, ya envejecido y enfermo, el Almirante de la mar oceana se desplazo a Valladolid. La mision acabo en fracaso y Colon murio en esa ciudad el 20 de mayo de 1506. Despues de permanecer casi un ano en un convento franciscano de Valladolid, el cadaver fue trasladado al monasterio de la Cartuja de las Cuevas, en Sevilla, iniciando una complicada serie de viajes. Treinta anos despues, se decidio que los restos mortales de Cristobal y de su hijo portugues, Diogo, que tambien habia muerto, serian enterrados en La Espanola, por lo que los dos cuerpos fueron trasladados a la catedral de Santo Domingo. Mas de doscientos anos mas tarde, en 1795, el Tratado de Basilea estipulo que la parte espanola de la isla seria entregada a Francia, por lo que los huesos del descubridor de America se llevaron a la catedral de La Habana en medio de una gran pompa. Pero la independencia de Cuba, en 1898, impuso un nuevo traslado, esta vez de regreso punto de partida, Sevilla. El problema es que, en medio de tantas mudanzas, puede haberse cometido un error en alguna parte, probablemente en Santo Domingo, y los restos que se encontraban tan majestuosa y solemnemente guardados en la catedral de Sevilla no serian, en definitiva, los de Cristobal Colon, sino los de su hijo primogenito, el portugues Diogo Colom, o incluso los de otros descendientes.
Tomas se quedo un buen rato junto a la tumba, indiferente a la duda historica. A fin de cuentas, su homenaje privado no se perderia; si aquel no era el gran navegante, por lo menos seria su hijo Diogo, un compatriota, y eso le bastaba. Acabo por fin volviendo la espalda a la tumba y alejandose en direccion a la nave del santuario. Deambulo lentamente por la catedral, admirando la boveda y la Capilla Mayor, protegida por enormes rejas, y se desplazo hasta la puerta oeste, llamada puerta de la Asuncion. A mitad de camino se encontro con una nueva tumba, esta vez mas discreta; era la sepultura de Hernando Colon, el hijo espanol de Cristobal, el autor de una de las obras mas importantes sobre la vida del descubridor de America. Rodeo la lapida y se dirigio al ala izquierda de la nave, donde se abria otra puerta. La cruzo y sintio la luz debil del sol de invierno que entraba leve, a cielo abierto. Aquel era el patio de los Naranjos, un patio rectangular y cubierto de naranjos dispuestos geometricamente; en el centro se vislumbraba una pequena fuente circular y, alrededor, largas galerias, como si aquel fuese un claustro cerrado. Junto con la torre de La Giralda, que no pasaba de ser un minarete disimulado, el patio era lo que quedaba de la antigua mezquita de los sarracenos, demolida para construir la catedral gotica.
Por encima de las galerias se encontraba el verdadero objetivo de Tomas. El profesor subio los escalones del edificio y se presento en la Biblioteca Colombina. Despues de identificarse y registrarse le permitieron el acceso al local. La biblioteca fue iniciada en el siglo XVI por Hernando Colon, el mismo que se encontraba sepultado en la catedral, delante de la puerta de la Asuncion. El hijo espanol del descubridor de America reunio un total de doce mil volumenes, incluidos libros y documentos que pertenecian a su padre. A su muerte, Hernando lego el precioso acervo a los dominicanos del monasterio de San Pablo, en Sevilla, y los manuscritos acabaron depositados en el edificio que circunda el patio de los Naranjos, en el lado izquierdo de la catedral.
Las obras de la Biblioteca Colombina se encontraban dispuestas en estanterias acristaladas, distribuidas en varias salas. Era en las vitrinas centrales donde estaban expuestas las joyas de la corona, los libros y documentos que pertenecieron al propio Colon. Provisto de una autorizacion especial, concedida en razon de la naturaleza del estudio y de las credenciales de la Universidad Nova de Lisboa y de la American History Foundation, que exhibio de inmediato, Tomas consiguio que le abriesen las estanterias y lo dejasen consultar las obras alli guardadas.
El historiador se paso la tarde analizando los ejemplares que el Almirante poseyo y leyo quinientos anos antes, comenzando por el
Salio de la Biblioteca Colombina al anochecer, con la busqueda concluida y algunas fotocopias en la cartera. Giro a la izquierda, cogio la avenida de la Constitucion hasta la puerta de Jerez, desde donde se dirigio hacia el rio; siempre a pie, cruzo el Guadalquivir por el puente de San Telmo, desemboco en la plaza de Cuba y se interno en la calle del Betis, la pintoresca calle marginal donde se encontraba su hotel, El Puerto. Dejo las cosas en la habitacion y, despues de detenerse en la ventana para contemplar unos instantes el barrio historico de donde habia venido, con la Torre del Oro a la derecha, la blanca y amarilla plaza de toros de la Maestranza a la izquierda y la esbelta Giralda al fondo, se sento en el borde de la cama y cogio el movil. Llamo a Constanza, pero el telefono de su mujer estaba desconectado. Dejo un recado en el buzon de voz y bajo a la calle.
Recorrio relajadamente la alegre calle del Betis, se sento en una terraza a la orilla del rio con una cerveza en la mano, con los ojos perdidos contemplando el movimiento lento de los barcos sobre el espejo oscuro del Guadalquivir. Del otro lado del rio, en el paseo de Cristobal Colon, era igualmente visible la agitacion de la ciudad rebosante de vida. Paso parte de la noche en aquella colorida calle tapeando, disfrutando del arte andaluz de ir de una tasca a otra para saborear las diferentes tapas, acompanadas de manzanilla, siempre a expensas de la fundacion, claro. Se instalo despues en otra terraza para leer un capitulo mas de
Bajo el cielo estrellado, la capital andaluza palpitaba con la cadencia vibrante del flamenco y de las sevillanas. Aquella era la ciudad de Carmen y de don Juan, del baile y la corrida de toros, de los bohemios y de los juerguistas, y en ningun lugar era mas visible que alli, en Triana, el barrio donde imperaban las tapas y los tablaos, las danzas sensuales y las noches calurosas. Abandono la margen del rio y fue a deambular por la calle
