?CUAL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545 ?

Los ojos se movieron entre la cubierta del libro y la pregunta escrita en esa hoja de papel. El libro se llamaba El pendulo de Foucault y lo habia escrito Umberto Eco. El profesor Toscano le preguntaba «?cual Eco de Foucault pendiente a 545?». Como si lo hubiese alcanzado un rayo divino, Tomas sintio que se iluminaba.

Fiat lux.

No era en los libros de Michel Foucault donde se encontraba la clave del acertijo, sino en aquella novela de Umberto Eco sobre el pendulo del otro Foucault: Leon. Se maldijo por haber sido tan estupido. La respuesta al enigma habia estado siempre frente a sus propias narices, tan simple y evidente, tan facil, tan logica, y fue solo su absurda preocupacion por Michel Foucault lo que lo distrajo de la respuesta correcta. Cualquiera habria captado enseguida que aquella era una referencia explicita al pendulo de Foucault, pero no el, el hombre de letras, el profesor doctorado, el amante de la filosofia. El idiota.

Volvio a contemplar el libro y el papel, sin que sus ojos parasen de ir de uno a otro, hasta que su atencion se detuvo en el ultimo elemento de la pregunta: los tres guarismos antes del signo de interrogacion. 545.

Con un movimiento atolondrado, ejecutado como si estuviese muriendose de hambre y le hubieran ofrecido un banquete digno de reyes, hojeo deprisa el libro, con la ansiedad nerviosa de quien quiere descubrir finalmente la solucion, y solo se detuvo cuando encontro la pagina 545.

Capitulo 12

El barrio de Alfama resplandecia en toda su gloria pintoresca, con las fachadas deterioradas de las viejas casas casi cubiertas por enjambres de tiestos rebosantes de flores y por las ropas puestas a secar delante de las grandes ventanas; se veian camisas, calzoncillos, pantalones y calcetines pendientes de cuerdas estiradas en los balcones de hierro. Ajeno al espectaculo del barrio palpitante de vida, Tomas mantenia la cabeza inclinada hacia abajo y los ojos fijos en las piedras de la calle, resollando mientras escalaba las callejas empinadas y estrechas y las multiples escalinatas de la colina del castillo, la cartera con los documentos siempre sostenida por su mano derecha, como un fardo que arrastraba cuesta arriba; ignoraba incluso las placenteras terrazas y las animadas tabernas y tiendas de comestibles que asomaban por los callejones, ademas de los tranquilos anticuarios y los coloridos locales de artesania, todo comprimido en aquella marana de calles exiguas, y se sintio aliviado cuando llego a la Rua do Chao da Feira y cruzo la Porta de Sao Jorge, hasta entrar, por fin, en el ancho perimetro del Castelo de Sao Jorge.

Extenuado y casi jadeante, se detuvo a la sombra de los pinos de la Praca de Armas, junto a la amenazadora estatua de don Afonso Henriques, dejo la cartera un momento y miro a su alrededor, apreciando las murallas medievales que defendian aquella gran plaza con enormes canones del siglo xvii. Fue en el Castelo de Sao Jorge donde vivieron todos los reyes portugueses desde que don Afonso Henriques conquisto Lisboa a los moros, en 1147. Hasta don Juan II y don Manuel I, los grandes monarcas de los descubrimientos, residieron en aquel castillo, erigido sobre la colina que dominaba el centro de la ciudad. Cruzo la plaza arbolada y se apoyo en el muro de piedra, contemplando a Lisboa echada a sus pies, el caserio de tejados rojizos extendiendose hasta la linea del horizonte, el espejo placido del Tajo reluciendo enfrente, solo subyugado por la enorme estructura roja de hierro que lo cruzaba, el Puente 25 de Abril, mas al fondo.

Recorrio el camino a lo largo de las murallas, siempre cortejando a Lisboa, hasta llegar a una terraza, instalada en el patio de la antigua residencia real, a la sombra de la colosal Torre do Paco. Pequenos leones de piedra guardaban la entrada del patio, observando las mesas circulares instaladas junto al muro y la ciudad que se extendia al lado. Nelson Moliarti le hizo una sena desde una de las mesas, colocada entre un viejo olivo de tronco carnoso y un gigantesco canon del siglo xvii, y Tomas se reunio con el. Se quedaron instalados en la terraza, a pesar de que para el historiador era evidente que el tiempo gris y fresco no era de los mas incitantes para almorzar alli; la verdad, sin embargo, es que el estadounidense no parecia incomodado en lo mas minimo con la invernada, y aquella terraza le resultaba incluso muy simpatica. Intercambiaron saludos y las habituales palabras de circunstancias; pidieron la comida y, ya superadas las formalidades que exigia aquel tipo de reunion, Tomas expuso lo que habia descubierto sobre el trabajo efectuado por Toscano.

– A partir de las fotocopias que encontre en la casa de la viuda y en los registros de peticiones de las bibliotecas de Lisboa, Rio de Janeiro, Genova y Sevilla, es posible establecer, fuera de toda duda, que el profesor Toscano paso la mayor parte de su investigacion averiguando los origenes de Cristobal Colon -anuncio Tomas-. Parecia sobre todo interesado en analizar todos los documentos que ligan al descubridor de America con Genova y, en particular, queria verificar su fiabilidad. Lo que voy a exponerle a continuacion son, en consecuencia, los datos que reunio el profesor y las conclusiones a las que creo que llego.

– Dejeme aclarar ese punto -pidio Moliarti-. ?Usted esta en condiciones de asegurar que el profesor Toscano no dedico casi ningun tiempo al estudio del proceso del descubrimiento de Brasil?

– Se dedico al tema para el que fue contratado en la fase inicial del proyecto, eso me parece seguro. Pero en mitad de la investigacion debe de haberse cruzado sin querer con algun documento que lo desvio del rumbo trazado al principio.

– ?Que documento?

– Ah, eso no lo se.

Moliarti meneo la cabeza.

– Son of a bitch! -insulto en voz baja-. Realmente ha estado enganandonos todo ese tiempo.

Se hizo una pausa. Tomas se mantuvo quieto, aguardando a que su interlocutor se calmase. Con gran sentido de la oportunidad, el camarero regreso con las entradas, un foie gras saute al natural con pera al vino y hojas de achicoria para el estadounidense, y una tarrina de queso de cabra con tomate cherry confitado, manzana caramelizada, miel y oregano para su invitado. El aspecto exquisito del hors d'oeuvre contribuyo a serenar a Moliarti.

– ?Continuo? -pregunto Tomas en cuanto el camarero se retiro.

– Si. Go on. -Cogio el tenedor y sumergio su pera en el foie gras saute-. Buen provecho.

– Gracias -dijo el portugues y se dispuso a probar la manzana caramelizada en el queso de cabra-. Vamos a ver, pues, que documentos ligan a Colon con Genova. -Se inclino en la silla y cogio la cartera, que estaba apoyada en una de las patas de la mesa; saco un folio de la cartera-. Esta es una fotocopia de la carta ciento treinta, remitida por el prior del arzobispado de Granada, el milanes Pietro Martire d'Anghiera, al conde Giovanni Borromeo el 14 de mayo de 1493. -Entrego el folio al estadounidense-. Leala.

Moliarti cogio el folio, lo estudio fugazmente y se lo devolvio.

– Tom, disculpeme, pero no entiendo latin.

– Ah, perdon. -El portugues sujeto la fotocopia y senalo una frase-. Dice aqui lo siguiente: «redita ab Antipodibus ocidinis Christophorus Colonus, quidam vir ligur».

– ?Y eso que quiere decir?

– Quiere decir que llego de los antipodas occidentales un tal Christophorus Colonus, hombre ligur. -Saco un segundo folio de la cartera-. Y, en otra misiva dirigida al cardenal italiano Ascanio, la carta ciento cuarenta y dos, se refiere a Cristoforo Colombo como «Colonus ille novi orbis repertor», o sea, Colonus, el descubridor del Nuevo Mundo. -Alzo el dedo-. Atencion: Anghiera lo llamo Colonus, no Colombo.

– ?Donde estan esas cartas?

– Las publico en 1511 el aleman Jacob Corumberger con el titulo Legado Babilonica y las reedito en 1516 el milanes Arnaldi Guillelmi en la obra De orbe novo decades, un relato de la historia de Castilla repleto de errores.

– Pero ?usted vio las cartas originales?

– No, creo que no se han conservado.

– Entonces los que las compilaron pueden haberse equivocado en las referencias al nombre de Colon.

Tomas balanceo afirmativamente la cabeza mientras acababa el resto de su terrina de queso de cabra.

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