se refugiaba el batallon de ciclistas ingleses, y al cementerio, donde habia otros ingleses. En el medio permanecian los portugueses, ocupando Senechal Farm; a la derecha, junto a King George's Street, otra fuerza portuguesa. En cierto momento, el alferez Se- vivas, que empunaba una de las Lewis en Senechal, desaparecio, y la resistencia quedo circunscrita a una unica ametralladora ligera. El alferez Maciel, visiblemente consternado, se acerco a su segundo comandante.
– Mi mayor, vamos a ser rodeados -dijo.
– Lo se, ya me he dado cuenta. -Mascarenhas miro el compacto refugio de cemento que se encontraba junto a la iglesia de Lacouture-. Tenemos que retirarnos hasta el
– Es el sargento Carvalho, mi mayor.
– Que nos cubra.
La orden de evacuacion se dio de inmediato. Decenas y decenas de soldados portugueses convergieron en el sector de la iglesia, corriendo agachados entre la arboleda, saltando sobre los crateres, rodeando el alambre de espinos, cruzando la ribera Loisne, y entraron en el
Hacia casi dos horas que la columna encabezada por Afonso erraba por la laberintica red de trincheras, intentando desesperadamente evitar el contacto con el enemigo. Las municiones se encontraban practicamente agotadas y el volumen de heridos hacia de aquellos hombres una ineficaz fuerza de combate. La columna estaba ahora reducida a la mitad desde que abandonara el Picantin Post. Los alemanes flagelaban implacablemente a la unidad, que fue perdiendo hombres a medida que los sobrevivientes de la Infanteria 8 se enfrentaban con las fuerzas enemigas. La idea inicial de Afonso era retirarse hacia Red House, donde se encontraba el comando de la Infanteria 29, pero, por el momento, ese plan se habia desbaratado por completo. Todos los caminos estaban bloqueados, las posiciones y puestos portugueses habian caido en manos del enemigo y la columna que habia evacuado Picantin ya solo pretendia retroceder, fuera a donde fuese con tal de retroceder.
Hacia las dos de la tarde, los hombres del 8 fueron alcanzados simultaneamente por el frente y en la retaguardia. Afonso se dio cuenta de que ya solo le quedaba una carta en la manga, una carta fragil, incierta, debil. Pero era la unica.
– Los heridos que pueden caminar van a proseguir la retirada -grito, tendido en el suelo mientras las balas zumbaban sobre las cabezas de los portugueses-. Seran escoltados por el cabo Esperanza y un hombre mas. Los restantes se quedan conmigo para atraer al enemigo y cubrir la retirada. Cuando los heridos esten lejos, tambien nos retiraremos nosotros. ?Entendido?
– ?Y los heridos que no pueden andar, mi capitan? -pregunto Rosa, senalando a los tres hombres acostados en las camillas.
– Van a tener que rendirse, no veo otra posibilidad.
Los hombres asintieron, sabian que no quedaban alternativas. El cabo Esperanza se arrastro hasta los heridos que podian andar y desde alli, a la distancia, llamo a Afonso.
– ? Cual es el hombre que llevo conmigo, mi capitan?
– Yo que se -respondio Afonso, encogiendose de hombros con indiferencia-. Elijalo usted, me da igual.
El cabo eligio a un soldado de su confianza y ambos fueron trasladando a los heridos hasta llegar a una zona de trinchera con los parapetos altos. Se pusieron todos de pie y partieron: los que tenian una pierna inutilizada apoyados en fusiles, usados como si fuesen bastones. Acostado en el barro, Afonso conto los soldados de los que disponia. Tenia alli al cabo Matias, al sargento Rosa, al soldado Baltazar y a otro mas a quien solo conocia de vista. Sumaban cinco hombres.
– ?Cuantas balas tenemos? -pregunto Afonso.
Los soldados contaron los cartuchos. Habia, en total, veintidos balas.
– Aun alcanzan para liquidar a veintidos boches -bromeo Baltazar-. Que categoria, ?no?
Nadie se rio.
– Cuando vengan, solo disparen a lo seguro, en el momento en que esten realmente cerca. ?Han entendido? -Afonso cerro ruidosamente la culata de su fusil-. Un tiro: un tipo.
Los alemanes disparaban furiosamente sobre la posicion portuguesa, protegida por sacos de tierra, y la ausencia de fuego de respuesta aumento su coraje. Comenzaron a acercarse, despacio, muy despacio. Cuando se encontraban a cincuenta metros, Afonso mando disparar y varios alemanes cayeron a tierra. Los restantes se refugiaron y volvieron a atacar a los portugueses con tiros de Mauser. En cierto momento, se sumo una Maxim al tiroteo. Despues de la segunda rafaga, esta vez certera, el sargento Rosa fue alcanzado en la cabeza y cayo muerto, el otro hombre recibio varios tiros en la espalda y ya no dio senales de vida. Uno de los heridos, que se encontraba acostado en la camilla, tambien fue alcanzado y agonizaba, moribundo. Afonso, Matias y Baltazar se miraron. Se dieron cuenta de que habian llegado al fin de la linea. Antes de que sonase el disparo de la tercera rafaga, Afonso estiro el cuello y grito:
– Kamerad!
El primero en levantarse, con las manos hacia arriba, fue Baltazar. El Viejo se puso de pie y lo abatieron inmediatamente varios tiros de fusil. Matias lo vio caer a su lado sin soltar un gemido, se le reviraron los ojos y quedaron en blanco, tenia un orificio en la frente y otros tal vez en el tronco, la nuca abierta por la salida de la bala, se veia la materia blanca y esponjosa de la masa encefalica que se escurria fuera del craneo. El cabo lo observo, estupefacto, se negaba a creer que aquel fuese su amigo Baltazar, que habia caido muerto, abatido como un perro cuando se rendia. A Matias le parecia estar viviendo un sueno, experimento una sensacion de profunda irrealidad, de una extraneza aturdida, tuvo la impresion de que nada de aquello estaba ocurriendo, lo veia y no podia creerlo. Primero habia sido el Canijo, despues el Manitas, ahora el Viejo; su mermado peloton ya no existia, habia sido diezmado en pocas horas, los amigos transformados en pedazos de carne inerte. Meneo la cabeza, cerro los ojos y los abrio nuevamente, con la ilusion de que despertaria asi del sueno, pero Baltazar seguia tumbado, con la mirada opaca. Estaba realmente muerto. Lo miro atolondrado, aturdido, perdido en una incredulidad absorta.
La voz del capitan, ronca y gutural, lo desperto del letargo.
Se oyo un leve rumor a la distancia y una voz le respondio a Afonso.
– Ergebt euch!
Despues, una segunda voz adopto el frances de las trincheras.
– Armes pas bonnes. Portugais prisoniers, bonnes. Portugais guerre, pas bonnes! Jetez les armes!
Afonso miro a Matias. El cabo se encontraba en estado de choque, aunque ya estaba saliendo del breve trance en que se habia sumido. La sensacion de irrealidad seguia siendo intensa, aun pensaba que todo aquello no podia ser mas que un mal sueno, pero, guiado por la cautela, algo dentro de si decidio que deberia comportarse con prudencia; a fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo a su alrededor comenzaba a parecer muy real.
– Quieren que tiremos las armas -le explico Afonso.
Los dos cogieron las respectivas Lee-Enfield y las arrojaron hacia delante, de manera lo bastante alta para que fuesen vistas a la distancia. Despues, despacio, con miedo, se irguieron con las manos levantadas, primero se quedaron agachados, esperando en todo momento lo peor, y despues, mas confiados, enderezaron el tronco, con los brazos siempre elevados hacia el cielo.
Mascarenhas espio por la aspillera y miro en la direccion que le indicaba el alferez Viegas. Al fondo circulaban camionetas que transportaban soldados y se veian hombres con banderolas regulando el transito, eran los alemanes que enviaban refuerzos aprovechando las brechas abiertas por la ofensiva de esa manana. El cielo estaba cubierto de aviones enemigos, lo que consternaba a los sitiados.
– ?Es impresionante! -exclamo Mascarenhas-. No se ve un solo aeroplano nuestro.