que lanzo con desespero a su alrededor, topo con una hilera de casullas y albas colgadas en un armario entreabierto. Armandose de subita resolucion, se escondio lo mejor que pudo detras de ellas.

En ese momento entro el padre Sanandres, acompanado por el coronel y el capitan de los dos dias anteriores. Elena contuvo el aliento, confiada en que no asomase su ropa. Llevaba en el bolsillo derecho el magnetofono japones en miniatura. Sacandolo con sigilo, oriento hacia los recien llegados su potente microfono direccional.

– Pero tiene usted que ayudarnos, padre -estaba diciendo el coronel-; es su deber para con Dios y con Espana, y tambien en memoria del difunto Caudillo.

– ?Se dan cuenta del gravisimo peligro que correrian mis hermanos y hermanas de la orden si fueran ustedes descubiertos? -arguyo el prior en tono quejumbroso-. En mi, como es natural, no pienso.

– No hay ningun riesgo, en absoluto -dijo con firmeza el joven capitan-. Usted ya sabe que el almirante esta de acuerdo en hacerles salir antes de veinticuatro horas.

– ?Esta seguro de que resultara? -insistio nervioso el padre Sanandres.

– Claro que resultara. Usted nos ha indicado la manera de hacerlo.

– Pero puede haber espias entre nosotros, entre los seglares, que se percaten de lo que esta ocurriendo. Por no hablar de una de las hermanas, que podria ser un eslabon debil.

– Por eso hemos decidido adelantarlo un dia y actuar manana por la noche, aprovechando la Procesion del Silencio -dijo con brusquedad el coronel-. Es la ocasion ideal. Su gente estara o en la calle o acostada, de modo que podremos entrar en el convento con nuestros hombres cuando la ciudad quede a oscuras. Nadie nos vera.

– Y usted no tiene por que verse comprometido para nada, padre -le animo el capitan joven-. Lo unico que le pedimos es que nos facilite la llave de la reja y la de esta puerta.

– Lo mejor es que usted se una a la procesion de medianoche, padre, como estaba previsto -ordeno el coronel-. Con eso tendra una coartada perfecta.

Estaba claro que el prior titubeaba.

– Vamos ya -dijo el coronel-, no tiene mas que indicarnos como funciona el mecanismo, su truco de la cueva.

– Esta bien -dijo por fin el padre Sanandres con la mayor desgana-, pero que Dios me ayude.

– El nos ayudara a todos, padre. Esto se hace en su nombre -le recordo el coronel.

Se oyo un rechino, al abrir el prior la pesada puerta metalica, y a continuacion los tres hombres bajaron a la cueva, cerrando a su espalda.

Emocionadisima por lo que acababa de oir, Elena salio sigilosamente de su escondrijo y tanteo la puerta de la cueva. Habian cerrado con llave. Resolvio que lo primordial era transmitir a Bernal la nueva informacion, y que no debia emprender nada que comprometiese ese objetivo. Se asomo a la puerta de la sacristia y vio que no habia nadie en la iglesia. Salio sin hacer ruido, y sin percatarse de la mirada que, fruncido el ceno, le dirigia sor Serena tras el enrejado de la galeria.

Angel, que vigilaba la puerta del convento desde la pension de enfrente, vio llegar a los dos militares poco antes de las ocho, y les fotografio mientras esperaban a que les abriese la tornera. Estaba al tanto de que Bernal habia dispuesto lo necesario para enviarle a Elena aquella tarde, por mediacion de la catalana, un mensaje en el que, tras indicarle que tenia vigilado el cenobio, le pedia, en caso de necesitar ayuda, que hiciese por la ventana una senal con un panuelo blanco.

Cuando los dos oficiales reaparecieron al cabo de media hora, Angel tuvo ocasion de fotografiarles mejor, de frente. Ningun otro movimiento se produjo hasta las nueve, cuando una mujer de negro, de pelo oscuro y corta estatura, salio con unas bolsas al brazo. Aunque penso que debia de ser la cocinera, que iba de compras al mercado, Angel tomo una instantanea de ella, por lo que pudiera ser.

El resto de la manana no trajo mas novedades que el retorno de la presunta pitancera, cargada de fruta y hortalizas. Angel esperaba con ansia su relevo a la una, por uno de los hombres de Fragela, con lo cual podria llevar la pelicula al laboratorio, a fin de que la revelasen.

Lista, Miranda y Varga atracaron en la isla de Sancti Petri a las once menos cuarto, en una lancha de la guardia costera y acompanados por tres numeros de la Guardia Civil. Persistia el buen tiempo, y el sol quemaba en la cabeza mientras subian los peldanos de piedra que llevaban a las ruinas del castillo.

– La marea esta demasiado alta para meterse en la cueva, Carlos -dijo Lista a su colega al indicarle el pozo natural.

– Empecemos por registrar concienzudamente el castillo -propuso Varga-, mientras que los guardias civiles inspeccionan el resto de la isla.

La manana, fatigante e infructuosa, se les fue en hurgar en el cascote acumulado entre los muros de aquel castillo del siglo dieciocho, donde se vieron sorprendidos con frecuencia por las aves marinas, alarmadas al pasar la expedicion junto a sus ocultos nidos, y Miranda sufrio el ataque de un alcatraz airado.

El sargento de la Guardia Civil se presento a la una, para dar cuenta de que el y su grupo no habian encontrado nada de interes aparte de una serie de desechos procedentes de naves, los cuales, atrapados entre las rocas bajas, no parecian sin embargo guardar relacion alguna con la operacion clandestina Melkart. Lista, que se habia asomado al pozo, distinguio por fin algo de luz natural procedente del extremo que daba al mar, debajo del castillo. Entretanto, Varga conecto una potente lampara de arco cuyo foco oriento hacia el interior del respiradero.

– Ahora consigo ver la arena del fondo -dijo-. Pronto podremos bajar. Aun se distinguen aquellos dos surcos en el guijo. La marea no los ha borrado del todo.

Tambien Miranda se asomo para poder echar una ojeada.

– Como en tus fotos de ayer, Juan, estaban muy hundidos, ?no es eso prueba de que eran recientes?

– Si, tienes razon. Seguramente de ayer por la manana, despues de la pleamar.

– En tal caso, conviene que vayamos con cuidado y no bajemos sin armas.

– ?Por que no almorzamos ya? Asi damos tiempo a que mengue la marea.

Cuando por fin regresaron al pozo, Lista dijo:

– No es necesario que vayamos los tres, Carlos. Varga y yo podemos encargarnos del trabajo mientras tu coordinas la operacion desde aqui arriba.

Miranda, que ni era muy atletico ni soportaba demasiado bien las alturas, acepto al momento.

Los guardias civiles tendieron cuerdas para bajar a Varga y a Lista. Vieron que la escala del dia anterior seguia en su sitio, pero, de forma inexplicable, solo salvaba menos de la mitad del ascenso.

– Como ya he bajado, yo ire primero -ofrecio Lista.

Cinco minutos mas tarde, alcanzo el fondo, y se quedo esperando a que Varga se reuniese con el. Este, mas pesado y menos seguro del camino, no bajo con tanta rapidez. A la luz de la manana, que entraba a raudales por el rocoso pasaje comunicante con el mar, inspector y tecnico advirtieron que los surcos tenian aun alrededor de quince centimetros de profundidad y se prolongaban unos ciento cincuenta metros por un pasillo de alto techo, hasta la misma orilla, al lado occidental de la isla. Encontraron alli una playita de guijarros bordeada a afiladas rocas.

– Un lugar muy peligroso para entrar embarcaciones, ?no te parece? -comento Varga.

– Sobre todo, de noche -dijo Lista-. Tendria que ser de pequeno tamano, y llevar muy buena luz.

Observaron que los dos surcos paralelos se hundian en la arena al borde de la orilla. Al volverse ambos para inspeccionar el extremo interior del pasaje rocoso, Varga levanto la vista hacia las empinadas vertientes del acantilado, cubiertas de guano.

– Por ahi, desde luego, no se puede subir sin equipo de escalada -observo-. Pero fijate: la boca de la cueva tiene pintada una senal encima.

Entre el guano blanco grisaceo de la roca destacaban, en efecto, unos garabatos trazados con pintura de un verde claro y mate.

– Me parece que son letras arabes -dijo Lista-. No son faciles de ver enseguida. ?Y si las fotografiases?

Hecho eso, Varga pidio a su companero que le ayudara a trepar hasta la inscripcion. Para facilitar el ascenso, lanzaron una cuerda alrededor de una roca alta. Una vez arriba, Varga desprendio, con ayuda de un cortaplumas, una muestra de pintura que introdujo en un sobre de plastico transparente.

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