– Hemos recibido una solicitud de una cierta persona, para un cierto trabajo estatal… un cargo que requiere una comprobacion total de su historial, incluyendo pruebas de ciudadania y certificado de nacimiento. La persona en cuestion ha perdido su partida de nacimiento, pero afirma que nacio en Port Wallace.

– ?Una comprobacion de historial? Suena a algo… secreto.

– Lo siento, senor Brotherton…

– Deeb. Lyle Deeb. Brotherton ha muerto. -Carcajada-. Me pago una deuda de juego con esta ratonera, tres meses antes de morirse. Fue el ultimo en reirse.

– No estoy autorizado a revelar nada mas acerca del cargo, senor Deeb.

– Sin problemas, California, siempre me encanta poder ayudar a un hermano funcionario… solo que esta vez no puedo, porque en Port Wallace no tenemos Registro de Nacimientos, aqui hay poco mas que botes de pescar gambas, moscardones y espaldas mojadas, y los de Inmigracion jugando a atrapar mejicanos rio arriba, rio abajo. Los archivos estan en San Antonio; sera mejor que busque alli.

– ?Y que me dice de los hospitales?

– Solo hay uno, California. Esto no es Houston. Un sitio pequenito que lo llevan unos neuropatas baptistas… ni siquiera estoy seguro si son del todo legales. Se ocupan sobre todo de los mexicanos.

– ?Ya lo hacian en 1953?

– Aja.

– Entonces, primero probare ahi. ?Tiene el numero?

– Seguro -me lo dio, y me dijo-: La cierta persona nacio aqui, ?eh? Este es un club realmente pequeno. ?Cual es el nombre de la cierta persona?

– El apellido de la persona es Johnson; el nombre de la madre Eulalee. Tambien podria haberse llamado a si misma Linda Lanier.

Se echo a reir.

– ?Eula Johnson? ?Un nacimiento en 1953? ?Es broma eso de que ustedes se anden con tantos secretos? Hoy todo eso ya es de conocimiento publico. ?Infiernos, California, para esto no necesitan de archivos oficiales… esto ya es famoso!

– ?Y por que?

Se volvio a reir y me lo conto, y luego me dijo:

– La unica pregunta es: ?De que persona esta usted hablando?

– No lo se -le conteste, y colgue. Pero sabia donde averiguarlo.

32

Las mismas paredes de piedra incrustadas de trepadoras y aire mentolado, el mismo largo y sombreado camino, mas alla del cartel en la tabla de madera. Esta vez iba en coche, tal cual se requiere que uno se traslade en L.A.; pero el silencio, la soledad y el conocimiento de lo que iba a hacer me hacian sentir como alguien que esta donde no debe.

Me detuve ante el portalon, y use el telefono en el poste para llamar a la casa. No hubo respuesta. Lo probe de nuevo. Una voz masculina, con un acento situable a mitad del Atlantico, me respondio:

– Residencia Blalock.

– La senora Blalock, por favor.

– ?Quien debo decir que la solicita, senor?

– El doctor Alex Delaware.

Pausa.

– ?Lo esperaba a usted, doctor Delaware?

– No, pero seguro que quiere verme, Ramey.

– Lo lamento, senor, pero no…

– Digale que es algo referente a las hazanas de la Marchesa di Orano.

Silencio.

– ?Quiere que se lo deletree, Ramey?

No hubo respuesta.

– ?Sigue usted ahi, Ramey?

– Si; senor.

– Naturalmente, tambien podria hablar con la prensa. Siempre les encantan las historias con interes humano. Especialmente las que estan cargadas de ironia.

– Eso no sera necesario, senor. Un momento, senor.

Segundos mas tarde las puertas se abrieron. Volvi a subirme al coche y conduje por el sendero de escamas de pescado.

Los techos verdigris de la mansion eran dorados en los vertices, alla donde la luz del sol establecia contacto. Vacio de tiendas de lona, el terreno que la rodeaba aun parecia mayor. Las fuentes lanzaban una fina neblina opalescente de gotitas, que se iba disipando y desapareciendo, mientras trazaba su arco. Las fuentes de abajo eran destellantes elipses de mercurio liquido.

Aparque frente a los escalones de piedra caliza y subi hasta un enorme descansillo, guardado por leones estatuarios, reclinados pero rugientes. Una de las puertas dobles estaba abierta. Ramey se hallaba en ella, sujetando la hoja, todo el rostro rosado, sarga negra y lino blanco.

– Por aqui, senor. -Ni emocion, ni senales de reconocimiento. Camine junto a el, hasta el interior.

Larry me habia dicho que el vestibulo de entrada era lo bastante grande como para haber acomodado un campo de hockey: tres pisos de alto de marmol blanco, enriquecidos con molduras, florituras y emblemas, que terminaban, por la parte de atras, en una doble escalinata de marmol labrado que hubiera hecho avergonzar a la mansion Tara de la pelicula. Un candelabro de los de teatro de opera colgaba de un techo cubierto de pan de oro. Los suelos tambien eran de marmol blanco, incrustado con rombos de granito negro y pulimentados hasta adquirir la lisura del cristal. Unos oleos de tipos dispepticos con vestimentas de los antiguos colonos colgaban entre columnas de cortinajes de terciopelo rubi, de precisos pliegues, recogidos con nudos de grueso cordon dorado.

Ramey doblo hacia la derecha, con la suavidad de una limusina con piernas, y me condujo a una larga y poco iluminada galeria de retratos, luego abrio otra puerta doble y me introdujo en un luminoso y calido solarium: una claraboya Tiffany haciendo de techo, una pared de espejos biselados, otras tres de cristales que miraban hacia cespedes infinitos y arboles imposiblemente retorcidos. El suelo era de malaquita y granito, en un dibujo que hubiera dejado meditabundo a Escher. Bromeliaceas y palmeras de aspecto muy saludable se hallaban colocadas en tiestos de porcelana china. El mobiliario era de mimbre color salvia y marron, con cojines verde oscuro, y mesas con sobre de cristal.

Hope Blalock estaba sentada en un divan de mimbre. A su alcance se hallaba un bar con ruedas que contenia un surtido de botellas de cristal tallado y un mezclador de cristal biselado opaco.

Ella no parecia tan robusta como sus plantas, y vestia un traje de seda negra y zapatos del mismo color, y no usaba maquillaje ni joyas. Se habia recogido el cabello hacia atras en un mono castano que relucia como madera pulimentada; que se retocaba de un modo inconsciente, mientras permanecia sentada al borde mismo del divan, apenas si descansando su posterior en la tela, como si estuviera desafiando a la fuerza de la gravedad.

Ignoro mi llegada y continuo mirando al exterior, a traves de una de las paredes de cristal. Con los tobillos cruzados, una mano sobre el regazo, la otra aferrando una copa de coctel, medio llena con algo claro en lo que flotaba una oliva.

– Senora -dijo el mayordomo.

– Gracias, Ramey.

Su voz era gutural, tenida de bronce. Hizo un gesto para despedir al mayordomo, otro para ordenarme a mi que me sentase en una silla.

Me sente frente a ella. Mantuvo mi mirada. El color de su piel era el de los espaguetis demasiado cocidos, y por encima de la misma era posible ver una redecilla de finas arrugas. Sus ojos aguamarina podrian haber sido hermosos, si no fuera por las escasas pestanas y las profundas ojeras grises que los hacian sobresalir como

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