A pesar de su inmensa necesidad, ya no podia enganarse. Su sobrino irradiaba el resplandor de un cielo constelado de estrellas, y la misma calidez. No se sorprendio pues, un dia en que estaba en el salon de Herber, su mansion londinense, y le oyo dictar una carta para el Vaticano. Alababa los servicios de un legado pontificio que se habia convertido a la causa yorkista, y se referia a «la destruccion de unos parientes mios» en el castillo de Sandal, diez dias atras. Cecilia se quedo boquiabierta. ?«La destruccion de unos parientes mios»! ?Su padre, su hermano, su tio y su primo! Pidio su capa, olvido sus guantes y regreso por la nieve al castillo de Baynard.

Ironicamente, ese fue el dia en que recibio noticias de Eduardo. La carta llego esa tarde, en un ocaso que anunciaba aun mas nieve. Enviada por correo especial desde la ciudad de Gloucester, de puno y letra de Eduardo. Hasta entonces Cecilia solo se habia permitido el balsamo de las lagrimas en la intimidad de su camara, a solas de noche. Pero al leer la carta de su hijo mayor, se quebro y lloro sin contenerse, mientras la arrebolada esposa de Warwick revoloteaba alrededor como una polilla mutilada que no atinaba a posarse.

La carta de Eduardo era el primer rayo de luz en la oscuridad que habia descendido sobre Cecilia tras las muertes de Sandal. Era una hermosa carta, algo que no habia esperado en un muchacho tan joven, y Cecilia, que no era sentimental, se encontro realizando un acto inesperado: plego la carta y se la guardo en el corpino del vestido; la mantuvo alli durante dias, en un envoltorio de seda fina contra la piel, contrarrestando el frio habitual de su crucifijo.

Le conmovia (aunque no le sorprendia) que Eduardo tambien les hubiera escrito a los ninos. Edmundo habia sido el mas responsable de ellos dos, pero era Eduardo quien siempre encontraba tiempo para sus pequenos hermanos. En eso nunca habia dudado de el: sabia que era profundamente leal a su familia.

Ahora, en las angustiosas postrimerias de Sandal, solo tenia a Eduardo. Un joven que aun no habia cumplido los diecinueve, afrontando cargas que pocos hombres adultos habrian podido sobrellevar.

Pero no solo temia por Eduardo. Estaba frenetica de miedo por sus hijos menores, cuando otrora tenia la serena seguridad de que nadie danaria a un nino. Se habia disipado la reconfortante certidumbre de una mesura impuesta por la decencia, de los limites impuestos por el honor. Ya no creia en algo que, hasta Sandal, habia sido un articulo de fe, que habia actos que ningun hombre cometeria. El asesinato de un aturdido e indefenso joven de diecisiete anos. La mutilacion del cuerpo de hombres que habian perecido honorablemente en batalla. Ahora conocia la naturaleza del enemigo, sabia que no podia confiar en que el rango y la inocencia salvaguardaran a sus hijos, y nunca habia temido tanto por ellos.

No solo le preocupaba la seguridad fisica de ambos sino su bienestar emocional. De noche Cecilia era acechada por la imagen de los ojos atemorizados de sus hijos. El dicharachero Jorge parecia haber enmudecido. En cuanto al menor, Ricardo, estaba fuera de su alcance, pues se habia recluido en un silencio que no tenia nada que ver con la infancia. En su desesperacion, Cecilia llego a desear que Ricardo pudiera sufrir las mismas pesadillas que desgarraban el sueno de Jorge.

Varias veces a la semana, se sentaba en el borde de la cama de Jorge, enjugandole la frente transpirada con un pano humedo y escuchando esa voz tremula que hablaba de nieve ensangrentada, cuerpos decapitados y horrores inimaginables. Quiza, si Ricardo hubiera sufrido esas pesadillas, ella podria haberle dado el consuelo que podia brindar a Jorge. Pero Ricardo era parco hasta en suenos, no hacia comentarios sobre las pesadillas de su hermano, no se quejaba de que lo despertaran bruscamente noche tras noche, y la miraba en silencio mientras ella se sentaba en la cama y acariciaba el pelo rubio de Jorge, la miraba con esos opacos ojos grises y azulados que le desgarraban el corazon, los ojos de Edmundo.

Dia tras dia, veia que su hijo se retraia, y no sabia como ayudarlo. Conocia muy bien los morbosos horrores que pueden habitar la mente de un nino, sabia que Ricardo siempre habia sido un nino de imaginacion desbordante. Lamentaba no haber pasado mas tiempo con su hijo menor para haber conquistado su confianza, lamentaba que el no pudiera compartir con ella su pesadumbre.

?Ojala fuera tan accesible como Jorge! Jorge siempre habia acudido a ella, siempre dispuesto a confiarse, a contarle historias y, con menos frecuencia, a confesarse. Era extrano que sus hijos varones fueran tan diferentes en ese aspecto. Ricardo sufria en silencio, Eduardo no parecia sufrir en absoluto, Jorge le contaba mas de lo que deseaba saber, y Edmundo…

Al pensar en ello, se levanto penosamente, huyo al reclinatorio de su alcoba para hincarse de rodillas y combatir el dolor con la plegaria. Paso horas rezando por su esposo y sus hijos en esos helados dias de junio. Era todo lo que sabia hacer. Pero, por primera vez en su vida, los rezos le servian de poco.

Estaba familiarizada con la muerte. Habia dado a luz doce hijos, y cinco habian muerto arropados en sus prendas de bebe. Habia penado con los ojos secos mientras bajaban los pequenos feretros al suelo junto a lapidas estremecedoramente pequenas que solo daban las fechas de sus breves vidas y sus nombres, nombres que ella repetia cada dia tal como repetia el rosario: Henry, William, John, Thomas, Ursula.

Pero ninguna pesadumbre del pasado la habia preparado para la perdida que habia sufrido en el castillo de Sandal. Nada volveria a ser igual desde el momento en que miro a su sobrino desde la escalera del castillo de Baynard, sabiendo, antes de que hablara, que llevaba la muerte a su casa. Busco refugio en el odio y luego en la oracion, y al fin reconocio que su pena no sanaria, que seria una herida abierta que se llevaria a la tumba. Una vez que se reconcilio con eso, descubrio que podia sobrellevar de nuevo los pesos de la vida cotidiana, los sofocantes deberes de la maternidad. Pero habia perdido para siempre la capacidad de tolerar la debilidad ajena, nunca mas tendria paciencia para quienes se quebraban bajo presion.

Aunque de noche se concedia unas amargas horas para llorar a su esposo y su hijo asesinados, consagraba sus dias a los vivientes, a los ninos cuyas necesidades eran prioritarias. Con la llegada de la carta de su hijo mayor, sintio el primer destello de esperanza. Por el momento, Eduardo estaba fuera del alcance de Lancaster. Era joven, muy joven. Pero, a diferencia de su esposo, Cecilia nunca se habia dejado enganar por el caracter montaraz de Eduardo y no subestimaba su capacidad; sabia que tenia una mente astuta y lucida, una voluntad de granito y una despreocupada confianza en su propio destino que ella nunca habia valorado del todo pero reconocia como una virtud. Y su conducta desde Sandal le habia infundido un orgullo feroz, intenso y maternal.

El habia seguido reclutando tropas con una frialdad que el comandante mas experimentado habria envidiado, y corria el rumor de que ya habia obtenido su primera victoria. Lo mas alentador era que habia recaudado el dinero para el rescate de Rob Apsall, el joven caballero que habia estado con Edmundo en el puente de Wakefield. Le causaba consternacion no haber pensado en hacerlo ella misma; era una negligencia inexcusable, una falta que a su entender no quedaba mitigada por la magnitud de su perdida. Pero Eduardo no habia sido tan remiso como ella; habia reconocido su obligacion hacia un leal servidor de Edmundo y la Casa de York. Cecilia veia mas que generosidad en los actos de su hijo. Los valoraba como gestos responsables y honorables de un hombre adulto. Necesitaba desesperadamente que lo demostrara. Y el acto mas significativo que habia realizado desde la matanza de Sandal era escribirles a sus hermanitos y su hermana menor. Para Cecilia esas cartas eran providenciales, un cabo de salvacion para sus perturbados hijos en un momento en que los esfuerzos de ella eran insuficientes. Comprendia que solo un hombre podia interponerse entre ellos y los indecibles horrores que ahora asociaban con el nombre de Lancaster, y Eduardo parecia saber instintivamente lo que ellos necesitaban oir.

Cada uno de sus hijos habia reaccionado en forma caracteristica a estas cartas dirigidas a su dolor personal, a sus temores intimos. Jorge leia la carta en voz alta a todos los que quisieran oirla, y tambien a los que no querian, explicando orgullosamente que esta carta, la primera que habia recibido, era de puno y letra de su hermano, el conde de March, ahora duque de York. Margarita habia ido a la alcoba de Cecilia esa noche para leer algunos pasajes selectos con su madre, llorando mientras leia con voz clara y firme. Pero Cecilia nunca sabria que le habia escrito Eduardo a Ricardo.

El nino se habia recluido con la carta en el piso alto del establo, y horas despues habia salido con los ojos hinchados y la cara fruncida y palida. No menciono la carta, y por intuicion Cecilia opto por no preguntarle sobre ella. Pero el dia siguiente, mientras asistia a una misa de requiem por los muertos del castillo de Sandal en la catedral de San Pablo, Ricardo habia enfermado. Cecilia no se entero del malestar del hijo hasta que concluyo la misa, cuando noto que los dos ninos habian desaparecido y la esposa de Warwick se inclino con sus hijas para murmurarle que Ricardo y Jorge se habian escabullido en medio de la misa. Era una ofensa tan flagrante que Cecilia sintio un espasmo de alarma, segura de que solo una necesidad perentoria podria haber ocasionado semejante infraccion. Atraveso la nave deprisa e impulsivamente cruzo la pequena puerta del pasillo sur que conducia hacia los claustros.

Los encontro en la vereda mas baja de los claustros, frente a la imponente y octogonal casa capitular. Ricardo estaba blanco como la nieve que se extendia mas alla del jardin interior de los claustros, tumbado contra una columna arqueada mientras Jorge buscaba en vano un panuelo dentro de su jubon. Ricardo estaba demasiado

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