sensible de sus ninos, era reacio a causar dano a esa prima que lo adoraba y que era, desde la perspectiva superior de sus ocho anos, un mero bebe. Cecilia sospechaba, ademas, que Ricardo se sentia halagado por la exuberante admiracion de Ana y noto que estaba dispuesto a jugar con ella si no habia varones disponibles o si Jorge estaba en otra parte. Pero no le agradaban las miradas picaras de los adultos cuando Ana lo seguia en amante persecucion y menos le agradaban las despiadadas bromas de Jorge, que habia enfurecido e incomodado a Ricardo esa semana al anunciar en alta voz que se proponia llamar Ricardo y Ana a sus tortolas.
Aunque los recuerdos eran reconfortantes, tambien eran desgarradores. Esta noche no era adecuada para demorarse en remembranzas; Cecilia sabia que estaba demasiado vulnerable. Tapo a Ana y se detuvo al ver una manta de lana raida que parecia fuera de lugar en medio de la ropa apilada sobre la cama.
La manta, que habia sido amarilla como el sol y ahora era de un borroso color mostaza, pertenecia a Ricardo. En una de sus pocas concesiones a las fragilidades de la infancia, Ricardo insistia en tener esa manta en la cama, y no se dormia sin ella. Cecilia no sabia como ni por que significaba tanto para el, pues nunca habia encontrado tiempo para preguntarle, solo para cerciorarse de que la lavaran en ocasiones. Hasta Jorge, que era demasiado rapido, a gusto de Cecilia, para burlarse de las debilidades ajenas, habia dejado de mofarse de su hermano por esa manta, pues una vez habia provocado una rabieta desbocada e inusitada cuando amenazo con cortarla en pedazos para hacer estandartes para sus incesantes juegos de guerra. Cecilia tironeo de la desleida lana dorada con dedos entumecidos, pensando en su hijo menor a solas en la oscuridad en el traicionero Canal de la Mancha, sin el talisman que tanto necesitaba.
Se quedo tan inmovil que Ana se inquieto y deslizo una manita en la manga del vestido de Cecilia en un gesto de incierto consuelo. Cecilia le sonrio a su sobrina nieta y la envolvio con la manta.
– Mira -dijo con voz firme-, es la manta de Ricardo. La dejo para ti. Duermete, Ana.
Con esa lana raida estirada hasta la barbilla, Ana quedo conforme y de pronto tuvo mucho sueno.
– ?Puedo quedarmela hasta que Ricardo vuelva a casa?
– Si, tesoro… hasta que vuelva a casa -respondio Cecilia, como si estuviera segura de que un dia sus hijos, en efecto, podrian regresar.
Cecilia cerro suavemente la puerta del dormitorio de Ana, se demoro un instante. En el interior dormia Isabel, la hermana mayor de Ana, arropada en una marana de ropa al pie de la cama. A la luz de la vela, Cecilia habia visto el rastro de las lagrimas en la cara de la nina, los parpados hinchados; el pulgar, tiempo atras liberado de su sometimiento nocturno a la boca de Isabel, habia vuelto a su cautiverio. Cecilia habia retrocedido sigilosamente, y ahora procuraba dominar su furia contra Nan Neville, su sobrina.
La esposa de Warwick nunca habia sido una favorita. Cuando llego a Londres la noticia de la derrota de Warwick en San Albano, ella habia hecho lo posible para consolar a la afligida esposa, habia insistido en que Nan y sus hijas se trasladaran del Herber al castillo de Baynard, pero un velado desprecio mitigaba su compasion. Nan no tenia motivos para creer que su esposo habia muerto. No obstante, hacia tres dias que apenas se levantaba. Cuando Cecilia llevo a sus asustadas hijas a la camara, la irritante Nan las abrazo sollozando desconsoladamente, hasta que Ana e Isabel se pusieron histericas.
Cecilia penso en la condesa recluida en su alcoba mientras Isabel se dormia llorando y la pequena Ana buscaba consuelo en su primo de ocho anos, y sintio una furia tremenda. La condesa estaba muy enamorada de Warwick, lo sabia. Pero ella tambien habia estado enamorada de Ricardo Plantagenet, el hombre que habia sido su companero de juegos en la infancia, luego amigo, amante, companero y esposo durante un matrimonio prolongado y lleno de ajetreo, y no habia permitido que sus hijos la vieran llorando por el.
Ansiaba encarar a su lacrimosa sobrina, acusarla de imperdonable indiferencia hacia las hijas que la necesitaban mas que el conde de Warwick, desquitar en ella la angustia, la rabia y la frustracion de las ultimas semanas, pero no era una mujer impulsiva. Le hablaria, pero manana… manana, cuando la furia se hubiera enfriado.
Encontro a su hija Margarita en el gabinete, envuelta en una manta de piel ante el fuego, la cabeza rubia inclinada sobre un libro. Cecilia se quedo en la puerta, mirando a la nina. Margarita tenia casi quince anos. Demasiado bonita. Era un pensamiento ajeno al mundo que Cecilia habia conocido antes de Sandal, un temor que nunca creyo que sentiria por una hija suya.
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Cecilia asintio. Su hija tenia sospechosas ojeras, y los parpados inflamados; Margarita habia actuado como madre sustituia de sus hermanos menores durante las frecuentes ausencias de Cecilia.
– ?Estuviste llorando, Meg? -pregunto, y Margarita se asombro, pues su madre siempre interpelaba a sus hijos por el nombre de pila. Dejo el libro junto al hogar, se acerco a Cecilia. Eran, por temperamento y formacion, una familia parca y circunspecta; solo Margarita y Eduardo eran proclives a las expresiones fisicas de afecto. Vacilo antes de abrazar a su madre.
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Cecilia estaba demasiado exhausta para mentir, demasiado afligida para decir lo que temia fuera la verdad.
– No lo se -dijo, y se sento fatigadamente en el asiento mas cercano, un incomodo baul-. Creo que poner a esos ninos a bordo de ese buque fue lo mas dificil que hice en mi vida. Se veian tan pequenos, tan temerosos, y tan empenados en ocultarlo…
Se habia sorprendido a si misma tanto como a Margarita. No le gustaba confesar sus aflicciones, y mucho menos confiarlas a una hija, una temerosa nina de catorce anos que ansiaba desesperadamente consolarla y no sabia como. Se dirigio a si misma una parte del desprecio que habia sentido por la condesa de Warwick.
– Estoy cansada, hija. Muerta de cansancio. No prestes atencion a lo que diga esta noche. Es muy tarde; sera mejor que nos acostemos.
Margarita estaba de rodillas junto al cofre; aun era propensa a tumbarse con el abandono de un potrillo, adoptando posturas que Cecilia consideraba impropias para su edad.
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Margarita lo preguntaba con toda seriedad y Cecilia estaba mas cansada de lo que creia, pues casi se echo a reir, pero se contuvo a tiempo.
– No esta mal, pero quiza sea presuntuoso.
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– ?Basta! -barboto Cecilia. Libro una breve batalla para dominarse, vencio, repitio-: Basta, hija.
En el silencio que siguio, oyeron un sonido familiar y tranquilizador. La campana Gabriel de San Pablo repicaba con su potente saludo a la bendita madre de Dios. El viento aun no habia disipado los ecos cuando les anunciaron que un bote acababa de atracar en el muelle que permitia ingresar en el castillo desde el rio. Un hombre con un mensaje urgente para la duquesa de York. Un mensaje de su hijo.
Cecilia clavo los ojos en el hombre que estaba arrodillado frente a ella. Se enorgullecia de su memoria, y no le fallo. William Hastings de Leicestershire. Hijo mayor de sir Leonard Hastings, amigo de confianza de su esposo. Habia estado en Ludlow con ellos el ano pasado. Fue indultado por Lancaster poco despues, pero en Gloucester ofrecio sus servicios a Eduardo. Despues de la batalla de Sandal, cuando la causa yorkista resultaba poco atractiva para los ambiciosos. Cecilia no era facil de impresionar, pero sentia afecto por este hombre que habia permanecido junto a su hijo cuando Eduardo mas lo necesitaba. Tambien le sorprendia su presencia. Era casi inaudito que un hombre de su rango oficiara de correo; el mensaje de Eduardo debia de ser urgente.
– Oimos que se libro una batalla al sur de Ludlow, y que mi hijo prevalecio. Pero no hemos recibido mas noticias. ?Los informes eran veraces?
– Mas que veraces, madame. Vuestro hijo no solo prevalecio, sino que obtuvo una victoria contundente. - Sonrio-. Aun no logro creer que todavia le falten dos meses para cumplir diecinueve anos, pues no he visto mejor comandante, madame. Quiza no tenga parangon como guerrero en toda Inglaterra.
Cecilia oyo que Margarita lanzaba un grito, a medio camino entre una risa y un sollozo.
– Contadnos -dijo, y escucharon en embelesado silencio mientras el les narraba la batalla librada el dia de Candelaria en Mortimer's Cross, cuatro millas al sur de Wigmore, donde Eduardo una vez habia querido hallar refugio para su madre y sus hermanos.