A Margarita no le agradaba esa expresion; nunca le habia gustado el juego.
Ahora sabia que habia cometido un error al ceder Londres tan facilmente a Eduardo de York. Se arrebolaba cada vez que pensaba en la tumultuosa bienvenida que habia recibido, como si acabara de liberar Jerusalen de los infieles. Solo los londinenses confundirian la llegada de un calavera de diecinueve anos con el Segundo Advenimiento de Cristo. ?Esa canaille londinense! En ocasiones Margarita pensaba que todos sus problemas con sus subditos ingleses se originaban en Londres.
Se decia que mas de cuatro mil personas se habian congregado en el frio del campo de San Juan aquel domingo. El hermano de Warwick, el obispo de Exeter, habia inflamado a la turba con su labia, con la facilidad de un orador consumado; pronto logro que aceptaran a gritos que Lancaster habia infringido la Ley del Acuerdo con la violencia cometida en el castillo de Sandal, y que ningun hombre tenia mas derecho a la corona que Eduardo de York, autentico rey de Inglaterra, el hombre que habia liberado Londres de las amenazas del fuego y la espada. Margarita se asombraba de que no hubiera mencionado la inundacion y la hambruna, se preguntaba cinicamente cuantos secuaces de Warwick se habian mezclado estrategicamente con la multitud para inflamar el entusiasmo de los espectadores.
Al cabo de dos dias, Warwick condujo a una delegacion de nobles y clerigos al castillo de Baynard para exhortar formalmente a Eduardo de York a aceptar la corona de Inglaterra. Horas despues lo aclamaban en Westminster Hall, donde menos de cinco meses atras su padre habia hecho una reclamacion similar en medio de un bochornoso silencio.
Y esa era la diferencia peligrosa entre ellos, cavilo Margarita. El motivo por el cual el hijo resultaba ser una amenaza mucho mayor que el padre. El duque de York no era un hombre que inspirase pasion en sus simpatizantes, que suscitara ninguna emocion mas intensa que la admiracion. A pesar de su rectitud, o quiza a causa de ella, no tenia la fuerza de personalidad para cautivar a una ciudad como su hijo Eduardo habia cautivado a Londres.
Era ironico que el hijo de York hubiera sabido explotar tanto un factor que ella habia considerado una desventaja, su juventud. Al principio ella lo habia visto como un apendice del cuerpo de Warwick, un brazo que deberia tronchar antes de que pudiera asestar un golpe afortunado; estaba segura de que Eduardo caeria si caia Warwick, de que no sobreviviria sin el conde, asi como el brazo no podia existir sin el cuerpo.
Pero la victoria de Mortimer's Cross se atribuia a Eduardo, no a Warwick. Vivian en una epoca en que los hombres de su clase estudiaban las artes de la guerra desde la mas tierna infancia; era de esperar que algunos fueran mejores alumnos que otros. Y ella tenia la condenada suerte de que Eduardo de York fuera uno de esos hombres, alguien que tenia una aptitud natural para el mando y las artes belicas.
Lo mas perturbador era que el joven duque yorkista que ahora se hacia llamar rey era un seductor ademas de un soldado. Habia conquistado Londres no solo con la espada sino con la sonrisa, algo que su padre jamas habria logrado.
Somerset concedia que Eduardo podia ser un enemigo peligroso en el campo de batalla. Pero seguia convencido de que, en cuestiones politicas, Eduardo era el titere de Warwick y se contentaba con serlo, un pelele enamorado del placer al servicio de un primo enamorado del poder. A menudo le recordaba a Margarita que Warwick mismo tenia pocos iguales en el arte de seducir multitudes. Los Neville tenian una irritante habilidad para jugar con las emociones de los simples y los credulos, y Eduardo de York era medio Neville. ?Por que se sorprendia madame, entonces, de que ahora se mostrara tan diestro como ellos en las cuestionables maniobras destinadas a la exaltacion de la chusma?
Margarita sonrio al recordar el desprecio de Somerset, pero la sonrisa no duro demasiado. Trataba de recordar la ultima vez que habia visto a Eduardo de York frente a frente. Habia sido, recordo, durante esa notoria farsa llamada el «Dia del Amor», tres anos atras, cuando, a instancias de Henri y los Comunes, yorkistas y lancasterianos se habian congregado en San Pablo para oir una solemne misa de reconciliacion. Entonces Eduardo tenia (Margarita calculo rapidamente) dieciseis anos, y ya era mas alto que la mayoria de los hombres adultos y muy consciente de sus encantos. Un nino bonito.
Margarita se mordio el labio, se limpio los restos de pintalabios de ocre. Si, con un corcel blanco, una armadura brillante como un espejo brunido y la armadura aun mas potente de la juventud y la salud, era comprensible que deslumbrara a las turbas de Londres. Despues de todo, estaban acostumbradas a su Henri.
Henri, que se obstinaba en usar tunicas largas y deformes, evitaba los elegantes zapatos puntiagudos, llevaba el cabello corto como un campesino. Que cruel broma de Dios, penso, que la unica epoca de su vida en que Henri habia lucido como un rey hubieran sido esos meses aterradores, dieciocho en total, en que habia caido en trance como embrujado, sin poder hablar ni alimentarse, y por tanto tampoco habia podido escoger su indumentaria.
Henri era tan pesimo jinete que debian darle castrados de caracter docil y nunca parecia sentir la humillacion de usar monturas tan poco viriles. Henri, que usaba camisas de pelo y prohibia los juramentos en su presencia y una vez habia cabalgado desde la Torre hasta Westminster con una vaina vacia en la cadera porque se habia olvidado la espada y ninguno de sus asistentes se lo habia advertido.
No habia vuelto a suceder; Margarita se habia encargado de ello. Pero no podia borrar de la memoria las risotadas de la morralla londinense, las mordaces insinuaciones de los simpatizantes yorkistas, y Dios sabia que abundaban en Londres; las bromas que circulaban en las cantinas y tabernas, sobre el rey sin espada, sobre si sentia esa carencia mas en el campo de batalla o en la alcoba.
Pero no era preciso preocuparse por los defectos de Henri. Somerset comandaba mas de cuarenta mil hombres; Lancaster poseia una decisiva superioridad numerica. Y Somerset contaba con capitanes del temple de Clifford, Northumberland y Trollope. Manana a esas horas, habria nuevas cabezas yorkistas en Micklegate Bar. Una de las primeras, juro en silencio, seria la de Juan Neville.
El hermano de Warwick estaba preso en el castillo de York, donde lo habian encarcelado desde la llegada a esa ciudad. Si Neville aun vivia, si no habia ido al tajo inmediatamente despues de ser capturado en San Albano el mes pasado, era gracias a Somerset y las desventuras del hermano menor de Somerset. Edmundo Beaufort habia caido en manos yorkistas en Calais, una ciudad que siempre habia sido leal a los Neville. Somerset temia, comprensiblemente, que su hermano Edmundo sintiera el filo de la venganza de Warwick si el ejecutaba a Juan Neville. Margarita habia coincidido con el, a reganadientes. No podia negar la sensatez de la decision; mas aun, sentia cierta simpatia por Edmundo Beaufort. Asi que Juan Neville aun vivia, pero se prometio que el final seria drastico en cuanto hubieran quebrantado el poder de Warwick.
Tenia motivos de sobra para ser optimista. Disponia del ejercito mas numeroso jamas reunido en Inglaterra. Habia logrado que Eduardo y Warwick fueran hacia ella, que lucharan en un territorio tradicionalmente hostil a la Casa de York. Tenia confianza en Somerset, Clifford y Northumberland. Pero, ?por que aun no habia recibido noticias? Se esperaba que la batalla se iniciara al amanecer, y ya habia anochecido. La lucha debia de haber terminado varias horas atras. ?Por que no tenia noticias?
Margarita ni siquiera intento dormir. Permanecio sentada con un libro de horas abierto sobre el regazo, sin registrar ninguna de las plegarias grabadas en las paginas que hojeaba con dedos cada vez mas torpes, que se negaban a realizar la mas sencilla de las tareas. Despues de derramarse cera caliente en la mano y vino en la manga del vestido, solto una imprecacion, primero en frances y despues en ingles. Pidio su capa, escapo de la camara del abad y se dirigio al jardin de la abadia.
La nevisca habia cesado, pero en las inmediaciones quedaban los rastros de una tormenta inusitadamente feroz, aun para Yorkshire; era Domingo de Ramos, y solo faltaban dos dias para abril. Un silencio perturbador rodeaba el monasterio, intensificado por los monticulos de nieve que se interponian entre ella y la distante casa de guardia. Apenas podia discernir la forma de los muros de la abadia. Aunque Santa Maria no estaba intramuros de la ciudad, Margarita no temia por su seguridad, pues los muros del monasterio eran igualmente inexpugnables, y aislaban a la comunidad religiosa del resto del mundo. ?Jesus et Marie, que oscuro estaba! Le daba la sensacion de estar sola en un mundo subitamente despojado de gente. Ningun sonido vital. Ninguna luz. Ningun movimiento mas alla del remolino espectral de las sombras, que siempre habian albergado una multitud de demonios para ella, una nina imaginativa. Hasta que aprendio que era preciso enfrentarse a los demonios.
A su izquierda se hallaba la gran iglesia de la abadia, y a cierta distancia la casa de guardia, invisible en la oscuridad y la lejania. Era el unico acceso al terreno de la abadia y por un momento penso en aguardar alli para interceptar al mensajero de Somerset. Pero para llegar alla tendria que trajinar por una nieve profunda. Y hacia mucho frio; retazos de hielo chispeaban ominosamente a la luz de la antorcha. Por la manana, una gruesa costra de hielo cubriria el terreno del monasterio, un infierno glacial para esos monjes calzados con sandalias.