El bullicio se intensificaba, aunque ella no lo habria creido posible. Ahora se oian gritos de «York» y «Warwick». Pero un nombre se repetia una y otra vez, imponiendose sobre los demas, un cantico ronco que hizo temblar de emocion a Cecilia: «?Eduardo, Eduardo!». En toda la ciudad reverberaba el eco del nombre de su hijo.
Cecilia trago saliva, y su hija le acaricio la mejilla con el dorso de la mano. Impulsivamente, cogio la mano de la nina y Margarita volvio hacia ella un rostro radiante, se irguio para gritarle al oido:
– ?Ya han atravesado Newgate! ?Pronto,
El ruido de la multitud se intensifico aun mas. Una ola de ovaciones estallo sobre la iglesia, rodando desde la calle en un rugido tan ensordecedor que Cecilia supo que solo podia significar una cosa: Eduardo y Warwick habian llegado a la catedral. Un remolino de movimiento agito el patio; la gente cedia el paso a reganadientes, retirandose hacia Paul's Cross. Lentamente se despejaba un camino en Little Cate, la entrada de Cheapside; los jinetes se abrian paso. Soldados risuenos bromeaban con la muchedumbre que les cedia el paso de mala gana, halagados por esta extraordinaria aclamacion, montando briosos caballos en cuya crin brillaban las cintas que muchachas alegres les habian regalado como tributo. La gente compartia botellas de cerveza, ofrecia generosamente comida y alojamiento, como si recibiera a parientes que regresaban de la guerra. Para gran deleite de la multitud, un soldado joven se inclino en la silla y arrebato un beso a una muchacha que lucia rosas de papel yorkistas en su melena brillante y rubia.
Cecilia no podia creerlo, nunca habia visto nada semejante. Entonces Margarita grito y senalo, y vio al conde de Warwick.
De inmediato lo rodearon sus admiradores. Trato de abrirse camino en medio de la multitud, apartando las manos que se alzaban hacia el, tirando de las riendas bajo la subita tormenta de bufandas que agitaban el rojo de Neville. Cecilia alzo a Ana para que la nina pudiera ver. Otro estallido de vitores sacudio la iglesia, eclipsando todo lo que habia sucedido antes, y Cecilia supo que su hijo habia atravesado las puertas.
Montaba un magnifico corcel blanco cuya cola plateada llegaba casi hasta el suelo y parecia aureolado de luz, con el sol sobre la cabeza, resplandeciendo en la armadura y el cabello castano.
– ?Oh,
– Si, asi es -murmuro Cecilia, olvidando que tenia que gritar para hacerse oir-. Ya lo creo que si.
El metio la mano en el yelmo que sostenia en la curva del brazo y arrojo un punado de monedas a la multitud. En medio de la conmocion, una joven se adelanto y le alcanzo un objeto. Eduardo la vio por el rabillo del ojo y se agacho. Por un instante sus dedos se tocaron y luego el enarbolo el obsequio, una bufanda de colores brillantes en la que habian bordado, con increible perseverancia, un sol radiante sobre un campo de rosas blancas. Eduardo exhibio la bufanda y luego, al son de los desenfrenados vitores de la multitud, se la anudo en la garganta y la dejo ondear en la brisa.
– Vaya donaire -murmuro una voz al oido de Cecilia, y ella dio un respingo. Estaba tan concentrada en la llegada de Eduardo que no habia notado que Warwick estaba a su lado. Se saludaron, y el volvio a senalar a su hijo, que apenas podia abrirse paso-. Un gesto bonito, ideal para conquistar la simpatia de la gente. -Hablaba con la satisfaccion del maestro ante el buen alumno y Cecilia lo miro cavilosamente, sin decir nada.
Sin poder arrancar su montura de la presion de los cuerpos que lo rodeaban, Eduardo se irguio en la silla, elevo la voz y logro la hazana de imponer silencio.
– ?Buenas gentes, ansio saludar a mi madre y mi hermana! ?Podeis despejarme el paso? -pregunto con una sonrisa, y magicamente un camino se abrio ante el.
Cecilia se adelanto mientras el desmontaba. Extendio la mano y el se la llevo a la boca.
– Madame -dijo, con impecable formalidad. Y luego se rio, y la estrujo en un abrazo aninado y exuberante del cual Cecilia salio magullada y sin aliento. Luego estrecho a Margarita, que le echo los brazos al cuello, y la alzo del suelo en un remolino de seda. Como modo de complacer a la multitud, era magistral; el bullicio alcanzo una dolorosa intensidad.
Cecilia recobro la compostura, le sonrio a su hijo.
– Nunca he visto semejante bienvenida, Eduardo… nunca en mi vida.
– ?Bienvenida,
Se miraron a los ojos. El gris humoso se encontro con el azul vivido. Cecilia asintio lentamente y Eduardo se volvio hacia la muchedumbre que colmaba la iglesia, alzando la mano en indolente respuesta a las continuas ovaciones. Ella observaba, arqueando la boca en una levisima sonrisa.
Capitulo 5
Margarita de Anjou ladeo la vela para que no cayera cera sobre su hijo. Sus nervios tensos se calmaron un poco, como siempre, al ver los rasgos ablandados por el reposo, las pestanas plumosas y doradas que caian sobre una tez tan suave al tacto como impecable para la vista. Se inclino para besarle el pelo, con delicadeza, para no desmadejar la fragil urdimbre del sueno. Pero las pestanas se movieron, como a punto de echar a volar, y ella renuncio a ese gesto afectuoso. Si se despertaba, se incorporaria y querria levantarse; se resistia tanto a acostarse que a menudo Margarita contradecia a la ninera, y le regalaba a su hijo las horas en disputa.
Su hijo tenia caracter. No le importaba que otros murmurasen que le faltaba disciplina. Esos tontos no lo entendian. ?Como podian entenderlo?
Margarita tenia treinta y un anos y jamas habia conocido a un alma mas paciente y piadosa que el hombre que dormia en la camara contigua. Aun en sus peores ataques de locura, su esposo se aferraba a los resabios de la cortesia del pasado. Lo contrariaban esos actos que el consideraba indecorosas exhibiciones de lujuria o desnudez en publico; aun asi, cuando una vez se sintio agraviado por la exigua indumentaria de una troupe de bailarinas que actuaban en la corte en Navidad, huyo de la escena en vez de ordenar que expulsaran a las mujeres. Habia sido muchos anos atras, pero Margarita no habia olvidado.
Evoco un recuerdo mucho mas reciente, pero no menos desagradable. A su regreso triunfante a York, los ciudadanos habian salido nuevamente para brindarles una calida bienvenida. Para Margarita esa bienvenida se habia malogrado por culpa de la extravagante conducta de su esposo en Micklegate Bar. Habia procurado no mirar hacia arriba, apartando los ojos de las cabezas yorkistas empaladas, y en su prisa por atravesar la barbacana habia soltado las riendas y habia perdido el sombrero.
Estallaron risas burlonas entre los espectadores, y Margarita ardio de rabia impotente, con la frustracion que siempre acompanaba a las apariciones publicas de su esposo. Despues de todo, Henri era un rey ungido; mofarse de el era mofarse de Dios. Pero, tras diecisiete anos en Inglaterra, no esperaba mucho mas de los ingleses. No eran su pueblo ni lo serian nunca. Pero eran sus subditos, y los de Henri, y nunca los entregaria a ese condenado muchacho, ese joven arrogante que osaba proclamarse Su Gracia Soberana, el rey Eduardo, cuarto de ese nombre desde la Conquista.
Aliso las mantas sobre su hijo. Sonrio al verle migajas encima de la boca, sabiendo que si lo tocaba encontraria una mejilla pegajosa con el mazapan que habia insistido en llevarse a la cama. Su hijo Edouard sabia lo que queria, aun a los siete anos; a diferencia de Henri, entendia que debia aduenarse de lo que deseaba. Los debiles no recibian nada en este mundo. Que otros se conformaran con aguardar las recompensas del mas alla. Eso no era para ella. Y, por gracia de Dios y la resolucion de su madre, Edouard tampoco seria como ellos.
Su esposo dormia en la camara que les habia cedido el abad Co-ttingham. Roncaba suave y ritmicamente, como si no se estuviera librando una batalla al sur de York, una batalla decisiva.
Solo tres meses despues de Sandal. ?Como se las habia ingeniado York para invertir la rueda de la fortuna en un tiempo tan breve? El dia en que habia frenado su yegua ante Micklegate Bar, Margarita habia creido de veras que, como decia Clifford, habia ganado su guerra. Pero en menos de dos meses Eduardo de York se las habia apanado para que una levantisca turba londinense y un punado de nobles desleales le ofrecieran la corona, y ahora desafiaba al ejercito de Margarita en Towton, en lo que Somerset habia llamado la ultima tirada de dados.