– ?De veras crees que llegaria a cualquiera de ambos sitios, Will?

– No lo se. ?Pero que otra opcion tienes? -Will se acerco al hombre mas joven-. Tu reina solo te ha dado hijas, Ned. Si mueres, Jorge de Clarence heredara la corona. El nuevo yerno de Warwick.

– Dime algo que no sepa, Will -respondio Eduardo con cierta aspereza.

Ricardo se mordio el labio hasta saborear sangre. Queria gritar que Will estaba equivocado, que Warwick no era capaz de semejante acto. No pudo.

Abrieron la puerta con tal violencia que todos se sobresaltaron. John Howard irrumpio en la habitacion. Siempre tenia aspecto taciturno; ahora su rostro parecia una mascara mortuoria de alabastro, surcada por arrugas, grietas y huecos.

– Nuestros hombres estan desertando -dijo sin rodeos-. Por veintenas. Todos saben que Herbert y Stafford fueron derrotados y que Neville se aproxima a Olney con un ejercito que triplica nuestras fuerzas. Pocos estan dispuestos a esperarlo.

Wul lanzo un juramento, pero Eduardo se encogio de hombros.

– ?Quien puede culparlos? -dijo impavidamente.

– ?En nombre de Dios, Ned! -Wul le clavo los ojos-. Nunca te he visto rendirte sin luchar. ?Estas dispuesto a poner la cabeza en el dogal de Warwick? ?Al menos podemos tratar de huir! ?Que tenemos que perder?

Ricardo estaba tan perplejo como Wul. Esto no parecia tipico de Eduardo. Se acerco al hermano.

– Wul tiene razon, Ned -le murmuro con voz ronca de desazon-. Tratemos de ir hacia Fotheringhay… por favor.

Eduardo lo miro a los ojos, vio su desesperacion.

– Tranquilo, muchacho. No tengo la intencion de poner docilmente el cuello en el dogal de nuestro primo, como lo expresa Wul. Pero no te dejes ganar por el panico. Si quiero conservar la cabeza, necesito que Wul y tu conserveis la vuestra.

Ricardo asintio en silencio y Eduardo miro a Wul.

– La ultima vez que fuimos a cazar en Great Epping, en mayo… ?recuerdas, Wul? Los sabuesos sacaron a un cervatillo de su escondrijo. Cuentale a Dickon lo que le paso.

Wul quedo desconcertado.

– Se paralizo de miedo, no corrio. Ned, no entiendo…

– Cuentale que hicieron los perros, Wul.

– Nada. Se pusieron a ladrar y a correr alrededor de el, confundidos.

Ricardo empezo a comprender.

– ?Porque esperaban que el cervatillo huyera?

– Exacto, Dickon. Ahora bien, dime que habria sucedido si el cervatillo hubiera tratado de escapar.

Wul tambien entendio.

– Lo habrian hecho trizas -dijo lentamente. Fruncio el ceno, se inclino sobre la mesa-. Ned, ?que tienes en mente?

Eduardo torcio la comisura de la boca en una mueca que no era una sonrisa.

– Sobrevivir, Wul. Sobrevivir.

– Creo que nos convendria mas intentar la fuga -dijo Wul, pero sin conviccion.

Ricardo entendio perfectamente como se sentia; no se podia esperar que un hombre se entusiasmara con esa opcion. Eduardo, que chapurreaba el espanol gracias a una muchacha espanola que habia conocido en Calais, le habia ensenado a Ricardo un dicho que le gustaba: «Entre la espada y la pared». A Ricardo tambien le habia gustado. Hasta ahora.

Volvio a morderse el labio, sintio una punzada de dolor. Seguia pensando que la huida era el menor de dos males; por instinto siempre preferia la accion, aunque no fuera aconsejable.

Abrio la boca y Eduardo, que siempre adivinaba sus intenciones, sacudio la cabeza.

– No, Dickon. ?De que me servirias encerrado en la misma celda? Esperemos que nuestro primo el arzobispo te considere demasiado joven como para darte importancia, y que recuerde que Will es su cunado. -Anadio, con tensa ironia-: Ojala, Will, hubieras sido un esposo mas afectuoso con tu Kate -dijo tensamente, y Will hizo una mueca que intento en vano ser una sonrisa.

Ricardo miro a su hermano maravillado, admirando su glacial compostura, hasta que Eduardo cogio la jarra y al servirse derramo vino sobre la mesa y el suelo, con un pulso que no estaba tan firme como su voz.

Jorge Neville, arzobispo de York, sintio un nudo en el estomago al avistar la aldea de Olney. Tenia la visera alzada, pero el yelmo era sofocante. El sudor le humedecia el cabello; su tunica acolchada estaba empapada, y su aspereza era insoportable. No estaba acostumbrado a usar armadura, y se sentia encerrado y torpe. Ante todo, temia lo, que pudiera ocurrir en Olney.

En su incomodidad, buscaba alivio en la furia, una furia dirigida contra su hermano, que lo aguardaba en Coventry. El no era soldado; Warwick tendria que haberse encargado de esto. Olvidaba que el mismo habia sugerido esta mision, pensando que podia persuadir a Eduardo de rendirse sin luchar, cosa que no lograria Warwick, y mucho menos Jorge de Clarence.

Lo asustaba la idea de que Eduardo ofreciera resistencia. ?Y si se negaba a rendirse? ?Y si lo mataban en la inevitable violencia que estallaria? El arzobispo tenia plena consciencia de que el regicidio era un pecado mortal para la gente del comun. No deseaba pasar a la historia inglesa como el sacerdote que habia matado a un rey. Que Warwick tuviera ese dudoso honor, penso hoscamente, si tal era su intencion. No sabia que se proponia hacer su hermano, ni queria saberlo. Pero sabia como reaccionaria Johnny si Eduardo moria siendo su cautivo. Johnny nunca lo perdonaria.

Se giro en la silla, pidio agua; se pregunto si los hombres eran consumidos asi por la sed cuando combatian. Devolvio la petaca y clavo las espuelas en el flanco de la montura, que apuro el paso. Estaba desesperado por capturar a Eduardo a cualquier precio. No tenia opcion. Habian ido tan lejos que no podian retroceder. Era imprescindible capturarlo.

Pero ante sus ojos seguia centelleando una imagen aterradora. Un Eduardo desafiante al que debian aprehender a punta de espada. Lo veia como si ya hubiera ocurrido, la lucha cuerpo a cuerpo, la calle de la aldea oscurecida por la sangre, la polvareda que levantaban los caballos encabritados. Eduardo era el rey de Inglaterra; si los hombres veian que lo llevaban a rastras como un truhan, ?como reaccionarian? Maldijo a Eduardo por este trance, y tambien a Warwick; estaba demasiado agitado para pensar en la plegaria.

Su zozobra era tan grande que se sentia un poco enfermo cuando entraron en Olney. Las angostas calles estaban atestadas. Caras confundidas pero curiosas lo observaban. Los soldados de la Rosa Blanca de York se mezclaban con los aldeanos; no parecian confundidos ni curiosos, solo atemorizados, y a veces hostiles.

Eduardo estaba en la puerta de la posada, flanqueado por Ricardo y Will Hastings, cuando el arzobispo ingreso en el patio. Hastings estaba hurano; Ricardo tenia la quietud tensa de un potrillo que afronta lo desconocido, tieso aunque el instinto le aconsejaba correr. Eduardo, en cambio, permanecia impasible; el arzobispo no lograba calar su expresion.

Freno su montura, y la presencia de tantas personas en el patio no contribuyo a tranquilizarlo: aldeanos, soldados, incluso el cura de la parroquia. Eduardo habia tenido la cautela de contar con espectadores para este encuentro. Con creciente inquietud, el arzobispo se pregunto por que.

– Bienvenido a Olney, mi senor arzobispo.

– Vuestra Gracia es muy amable.

Su respuesta habia sido un reconocimiento automatico de la soberania del rey, pero no sabia que decir a continuacion. Nunca habia experimentado una situacion semejante. No habia recetas, penso obtusamente, para capturar a un monarca. Se le ocurrio que debia pedir la espada de Eduardo, pero noto que Eduardo no portaba espada. Se quedo montado en su caballo en el patio de la posada, bajo los ojos de aldeanos intrigados y soldados alerta, y trato de dominar sus crispados nervios.

Eduardo avanzo, se detuvo junto al arzobispo. Estiro la mano, se puso a acariciar el pescuezo arqueado del caballo.

– Supongo que deseas que te acompane, primo.

El arzobispo supo que Eduardo habia reparado en su inmenso alivio. No le importaba.

– Si -respondio rapidamente, pero conservando la presencia de animo para hablar en voz tan baja como Eduardo-. Si, Ned, creo que seria aconsejable.

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