Montagu.

Era inusitado que Eduardo padeciera insomnio y desasosiego mientras otros dormian. La mayor parte de las noches dormia como un gato, sin la menor preocupacion, pero no habia sido asi desde la semana pasada, cuando le habian anunciado que Warwick habia desembarcado en el sur.

Todo septiembre una flota inglesa habia patrullado la costa francesa. Pero a mediados de mes las tormentas habian barrido el Canal desde Dover hasta Honfieur. Una borrasca habia desperdigado a los barcos y Warwick habia aprovechado la oportunidad para burlar el bloqueo. Ya habia pasado mas de una quincena desde que la flota francesa habia trasladado a Warwick y Jorge a Dartmouth.

Eduardo no era dado a lamentar lo que ya estaba hecho y olvidado. Sabia que no tenia motivos para reprocharse las medidas defensivas que habia tomado ese verano, previendo el retorno de Warwick. Habia hecho todo lo que podia. Aun asi, lo carcomia la sospecha de que habia hecho lo que Warwick queria que hiciera: ir al norte. ?Que papel, se preguntaba, habia desempenado Fitz-Hugh? ?Un rebelde torpe y arrepentido? ?O un senuelo exitoso?

Sabia que esas sospechas no le ayudarian a conciliar el sueno, pero no podia negar que el estaba mas de trescientas millas al norte cuando Warwick desembarco en Dartmouth.

Warwick habia sido astuto al dirigirse a Devon, habia que concederlo. Devon siempre habia sido partidaria de Lancaster, y alli habian engrosado sus filas con lancasterianos recalcitrantes y otros descontentos. Y mientras el galopaba hacia el sur para interceptarlos, habian virado al este, hacia Londres.

En todo caso, sabia que Londres resistiria. Pero estaba seguro de que Warwick renunciaria aun a un trofeo como Londres para salirle al encuentro. Warwick era vanidoso, se consideraba el comandante mas capaz desde que Enrique de Monmouth habia triunfado en Agincourt. Eduardo no compartia esa opinion. Nunca habia perdido una batalla y no temia a su primo. Warwick habia sido aplastado en San Albano, habia vacilado en Towton. No, el unico soldado temible de la familia Neville era Johnny.

Recogio una almohada del suelo y la apoyo contra el cabezal. No habia querido que fuera asi. Pero esta noche estaba cansado y amargado y solo deseaba terminar con ese asunto. Hacer lo que habia que hacer. Era una lastima, penso, que Margarita hubiera insistido en conservar a su hijo en Francia y no le hubiera permitido navegar con Warwick. Ansiaba llegar a una conclusion definitiva.

Cerrando los ojos, penso en su esposa, que residia en la Torre de Londres, aguardando su confinamiento. Su hora se aproximaba; las comadronas decian que el bebe naceria quince dias despues de Todos los Santos. Eduardo estaba preocupado, pero no en exceso, pues este seria el cuarto hijo en solo seis anos de matrimonio. Isabel paria sin dificultad, y nunca habia sufrido la fiebre que se llevaba a tantas mujeres despues del alumbramiento.

Le habia dado tres hijas: Bessie, Mary y Cecilia. La tercera llevaba ese nombre para aplacar a su porfiada madre, que nunca habia aceptado a Isabel, nunca le habia perdonado esa boda de mayo en Grafton Manor. Tres bellas ninas. Nunca habia compartido la decepcion de Isabel ante sus hijas, nunca habia dudado que ella le daria los hijos varones que un rey debia tener, y estaba seguro de que este vastago seria varon. Estaba seguro desde que ella habia sentido los primeros movimientos del bebe en su seno. Y el cuatro siempre habia sido su numero de la suerte.

Se incorporo abruptamente, pues un ruido habia rasgado el silencio de la noche. Voces estentoreas retumbaron en la antecamara, seguidas por sonidos sofocados que parecian cuerpos forcejeando. Eduardo se levanto, buscando su espada a tientas. Su escudero ya estaba en pie, y aparto el jergon mientras abrian la puerta con tanta violencia que el pasador se desprendio y cayo al suelo con estrepito.

Irrumpieron hombres que gritaban y maldecian, tropezandose entre si, espada en mano. Pero la persona que intentaban detener ya estaba de rodillas ante Eduardo.

– Vuestra Gracia… -jadeo, recobrando el aliento, moviendo los hombros convulsivamente.

La habitacion ya estaba alumbrada por antorchas, y la luz que caia sobre el rostro sucio y arrebolado le permitio reconocer a Alexander Carlisle, el sargento de sus juglares. Mientras Eduardo bajaba la espada, Carlisle logro hablar.

– Salvaos, Vuestra Gracia… Vuestros enemigos vienen a aprehenderos…

– Estas delirando -replico Eduardo.

La noche era helada, pero el sudor caia como lluvia sobre el rostro de Carlisle; su jubon, desgarrado desde el hombro hasta el codo, estaba salpicado de manchas humedas y oscuras.

– El enemigo… -insistio, como si no conociera otras palabras.

– ?Quien, hombre? -pregunto Eduardo con impaciencia-. Warwick esta a mas de dos dias de marcha de Doncaster. ?Que enemigos fantasmales has inventado…?

– No lo se, majestad -oso interrumpir Carlisle-, pero los vi. Hombres armados, a solo seis millas de distancia… y no son de York.

Eduardo cogio una antorcha, la acerco al rostro del hombre. Carlisle dio un respingo, pero sostuvo la mirada del rey, y Eduardo devolvio la antorcha al escudero. El hombre podia estar loco, pero su miedo era real.

Escruto al circulo de hombres subitamente silenciosos, encontro a una persona de confianza.

– Encargate de esto. Si esta historia es cierta, habra muchos fugitivos dirigiendose a Doncaster. Encuentralos e informame.

El hombre asintio, se arrodillo ante el y salio caminando de espaldas. Si era posible, el silencio era aun mas absoluto, solo interrumpido por la respiracion entrecortada de Carlisle.

Se estaba enjugando sangre con la manga; le habian abierto un tajo en la mejilla en el afan de impedir su atolondrado ingreso en la camara de Eduardo.

– Lo juro ante Dios Todopoderoso, Vuestra Gracia, he dicho la verdad.

Eduardo le creyo. Un instinto mas fuerte que la razon le decia que Carlisle estaba en lo cierto. Mirando en torno, vio que esta creencia se reflejaba en la cara asustada de sus asistentes. El miedo que reinaba en la habitacion era tangible, y arderia como paja seca, estallaria en un panico que podia barrer todo su ejercito.

Un hombre se hinco de rodillas.

– Oh Senor mi Dios -se puso a balbucear-, Tu que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros…

Los demas se agitaron, moviendo ojos temerosos en una contagiosa comunicacion de este espanto desconocido, y Eduardo interrumpio la plegaria con un insulto virulento.

Afirmando su autoridad, espero a que guardaran un sumiso silencio. Uno de sus escuderos rondaba en las cercanias con prendas en los brazos; una bota se deslizo de su mano vacilante, y casi aterrizo sobre el pie descalzo de Eduardo. El hizo una mueca, reparando en su imagen incongruente: en cueros y espada en mano. Pero esta vez su sentido del humor no acudio en su auxilio.

– Llamad a Gloucester -rugio-. Y a Hastings… Despertad a los demas.

Eduardo miro a sus tres allegados: su hermano Ricardo, su cunado Anthony Woodville, y su lord chambelan, Will Hastings. No podia imaginarse tres hombres mas disimiles, aunque ahora compartian un semblante de aturdida aprension. Tres pares de ojos -azul oscuro, verde claro, castano-se clavaban en el con ansiedad.

Anthony se relamia los labios secos. Estaba palido de miedo, pero Eduardo no lo culpaba por eso. Solo un loco como Enrique de Lancaster afrontaba la espada con serenidad. Pero para montar al miedo era preciso tascar el freno; si le aflojabas las riendas, se encabritaba. Evaluo a Anthony de una ojeada, llego a la conclusion de que aguantaria mientras los demas conservaran la cabeza.

Al observar a Will y Ricardo, encontro motivos de tranquilidad en sus rostros tensos y expectantes. Will estaba demasiado curtido, a los treinta y nueve anos, para sorprenderse de cualquier acto humano o divino; aceptaria la derrota como un hombre, si era su destino. Y Dickon tenia la dichosa adaptabilidad de los jovenes, demasiado atrapado en los actos del momento para reflexionar sobre el riesgo de una derrota y muerte inminentes.

– ?Has confirmado la historia de ese hombre, Ned? -pregunto Will.

– Estamos esperando. -Avanzando un paso hacia la antecamara, dijo-: Mejor ordenemos que ensillen los caballos, por si acaso…

Ricardo, tironeando de la manga del jubon que se habia puesto con urgencia, alzo la vista.

– Ya lo hice -dijo, y Eduardo asintio con aprobacion.

– Bien hecho. Huelga decir… -Hizo una pausa, poniendose alerta.

Ricardo llego primero a la puerta, abriendola mientras el correo de Eduardo entraba a trompicones. Y cuando

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