Solo el lunes 1 de octubre llego a Londres la noticia de que Juan Neville habia cambiado de bando y Eduardo habia huido a medianoche de la aldea nortena de Doncaster. Sir Geoffrey Gate, leal al conde de Warwick, aprovecho la oportunidad para encabezar un triunfal ataque contra las prisiones de Southwark. Veintenas de presos politicos, partidarios de Lancaster o Warwick, fueron liberados. Tambien fueron liberados un sinfin de criminales convictos que asolaron las calles de Southwark, saqueando tiendas y tabernas, aterrando a la numerosa comunidad de mercaderes flamencos y sembrando el panico incluso en los dieciocho burdeles de la barriada comunmente llamada «las mancebias».
El alcalde de Londres ordeno que cerraran las puertas a la turba, pero todo el dia el humo acre de los incendios de Southwark impregno el aire. Al oscurecer, Isabel Woodville, en su octavo mes de embarazo, junto a sus tres chiquillas y sus dos hijos varones y busco refugio en la abadia de San Pedro, en Westminster. Robert Stillington, el canciller de Eduardo, busco refugio en San Martin el Grande, y al amanecer las iglesias estaban abarrotadas de yorkistas que no querian o no podian retractarse de su respaldo a la Rosa Blanca.
El viernes 5 de octubre Jorge Neville, arzobispo de York, entro airosamente en Londres, se apropio de la Torre y libero a Enrique de Lancaster de su largo encierro. Un desconcertado Enrique, aferrando sus misales y sus companeros de cautiverio (un perro de aguas gris y un estornino enjaulado) abandono la austera camara que el gustaba llamar su celda monacal. Despues de ceremoniales que suscitaban borrosos recuerdos en su enajenado cerebro, paso a ser el renuente ocupante de un aposento lujosamente amueblado donde aun flotaba la fragancia del perfume de la reina de Eduardo.
El sabado 6 de octubre por la tarde, Ricardo Neville, conde de Warwick, entro en la ciudad por Newgate. Acogido por su hermano el arzobispo, marcho en fastuosa procesion a la Torre de Londres, donde se arrodillo para jurar lealtad a un hombre que ni siquiera comprendia que volvia a ser Su Gracia Soberana, Enrique VI.
Los hombres, mujeres y ninos de Londres salieron a la calle para presenciar el lento desfile del rey lancasteriano y del Hacerreyes hacia la catedral de San Pablo. Estandartes multicolores flameaban en las ventanas. Las tiendas y puestos de mercado estaban cerrados. Banderines de seda con el Oso y el Baculo Enramado festoneaban las calles adoquinadas. El vino corria por los desagues como si fuera un dia de coronacion, y parecia que toda la ciudadania agitaba o llevaba puesta la insignia carmesi de los Neville.
El conde de Warwick montaba un magnifico corcel, un caballo de guerra arabe blancuzco como leche espumosa; atraia miradas de admiracion al pasar, y corcoveaba bajo el pulso firme del jinete.
Jorge, duque de Clarence, tambien habia escogido una cabalgadura blanca. A diferencia de Warwick, no usaba armadura, y su capa de terciopelo carmesi ondeaba en la brisa llamando la atencion de la muchedumbre. Pero el observador perspicaz reparaba en los labios apretados y los ojos cautos, y no podia evitar ciertas conjeturas.
Juan Neville, marques de Montagu, cabalgaba junto a su hermano sacerdote, con un semblante tan sombrio como exultante estaba el arzobispo. Los espectadores se codeaban y murmuraban mientras pasaba ese hombre taciturno que habia depuesto a un rey pero no parecia regodearse en su victoria.
Lord Stanley, cunado de Warwick, cabalgaba a la zaga de ellos. Seguian el conde de Oxford y lord Fitz-Hugh, con una atractiva montura y un largo cortejo. Pero solo Warwick atraia mas miradas que el hombre maduro vestido con una larga tunica de terciopelo azul, una tunica que lo envolvia con tan poco donaire como una mortaja, pues estaba confeccionada para un hombre mucho mas fornido, el derrocado rey yorkista.
Warwick habia tenido la prudencia de cerciorarse de que Enrique de Lancaster montara un castrado gris y docil y el animal avanzaba obedientemente, aunque las riendas flojas colgaban de dedos laxos. El monarca parpadeaba con ojos azules y lechosos poco habituados a la luz. En ocasiones esbozaba una sonrisa desencajada, pero no parecia entender que las calidas exclamaciones de «?Dios salve al rey!» iban dirigidas a el.
Will Parr observo mientras pasaba Enrique de Lancaster. Los ojos desleidos lo miraron un instante; Enrique sonrio con singular dulzura, y Will saludo a su rey, pidiendo a Dios que se apiadara de ese pobre cretino, que se apiadara de todos ellos.
– ?Adonde crees que iran despues de hacer las ofrendas en San Pablo? -pregunto a su companero, en voz baja.
– Warwick sin duda se alojara en el palacio del obispo, o quiza el Herber, y supongo que llevaran a Su Gracia el rey a Bedlam.
Bedlam era el nombre popular del hospital de Santa Maria de Belen, el asilo londinense para los desquiciados mentales, y Francis no se habia molestado en bajar la voz. Una risotada recorrio la multitud, y tambien murmullos de reprobacion, quiza mas motivados por el temor que por la lealtad a Lancaster, pero aun asi peligrosos.
– ?Por amor de Cristo, Francis, conten la lengua! -Will cogio a Francis del brazo y lo echo hacia atras, arrastrandolo hacia una calleja cercana-. ?Por aqui, deprisa! ?Quiza no te moleste que tu cabeza adorne Drawbridge Gate, pero yo no quiero ser carrona para los cuervos!
Francis lo siguio sin resistirse mientras Will se abria paso a empellones. Una vez que se alejaron de Lombard Street, por donde avanzaba la procesion, la congestion menguo bastante y Will aminoro la marcha para mirar severamente a su amigo.
– ?Por que no vitoreas a York en la escalinata de San Pablo y terminas con el asunto?
Francis tuvo el buen gusto de poner cara de contricion.
– Tienes razon, Will. No quise ponerte en peligro. Pero cuando vi a ese pobre necio con la corona de Inglaterra… no pude soportarlo.
Aplacado, Will le palmeo el brazo en un incomodo gesto de consuelo.
– Lo se. Yo tambien estuve en Middleham, Francis. Pero no cambiare las cosas si muero como martir de York… y lo mismo vale para ti. Procura tenerlo en cuenta.
Francis asintio.
– Rob Percy estaba con Dickon. ?Lo sabias, Will? -pregunto, tras caminar un rato en silencio.
– No, no lo sabia. ?Estas seguro?
– El 11 de septiembre viaje de York a la residencia de Fitz-Hugh en Tanfield, y Rob aun estaba alli, sin planes de partida.
– Dicen que Eduardo ordeno la dispersion de su ejercito. Es probable que Rob haya vuelto a Scotton.
– Me extrana que digas eso -replico Francis, y Will fruncio el ceno.
– Si, tienes razon. Si es cierto el rumor de que han huido a Borgona, entonces Rob tambien esta en Borgona.
– Hoy oi decir que su buque se hundio en una tormenta, y que todos sus ocupantes murieron -dijo Francis, con voz tan neutra que Will lo miro con inquisitiva dureza.
– Y yo oi decir que fueron capturados por los franceses. ?Prefieres creer en eso? Cielos, Francis, me extrana que prestes atencion a esos chismorreos de taberna. Ni siquiera Warwick sabe con certeza el paradero de Eduardo de York.
Francis no tuvo oportunidad de responder. Una cascada de agua pringosa cayo desde la ventana de un piso alto. Francis, agil como un gato, rescato a Will a tiempo, pero otros dos viandantes no tuvieron tanta suerte y quedaron empapados. Comprensiblemente enfadados, lanzaron una ristra de airados insultos mientras una mujer miraba con indiferencia desde arriba para evaluar los danos causados y cerraba los postigos para no oir sus imprecaciones.
– ?Esa zorra desgraciada! -clamo airadamente una de las victimas, dirigiendose a Will y Francis-. Vosotros lo visteis… Mirad mi chaqueton. ?Estoy empapado! -Elevo la voz en un grito-. ?Que la peste te lleve, zorra descuidada! ?Que tu hombre se encame con rameras y te contagie la sifilis! ?Que sufras tantas penas como esa mujerzuela de Woodville!
Francis y Will siguieron caminando, dejando que despotricara bajo los ojos picaros de dos mocosos y un demacrado perro mestizo.
– Hace una semana, esas palabras le podrian haber costado la cabeza -dijo amargamente Francis-. ?Por Dios, con que rapidez hacen lena del arbol caido!
Hacia tiempo que Cecilia Neville, duquesa de York, sentia predileccion por su finca rural de Berkhampsted sobre el castillo de Baynard, el palacio de York en Londres. Pero con la proximidad de Todos los Santos, habia vuelto a residir a orillas del Tamesis, y cada vez que salia para oir misa en San Pablo o para hacer ofrendas de caridad para los hospitales de San Bartolome y Santo Tomas, los londinenses recordaban a su hijo, el joven rey