entiendo,
– Te lo explicare arriba. -Al levantarse, sintio los efectos del vino. Gratamente mareado, busco unas monedas mientras ella cogia la vela.
– ?Deseas llevar una jarra? -murmuro.
– No, solo a ti… Solo a Marie-Elise y Mary Eliza.
Ella rio entre dientes y se tambaleo, meciendose contra el tan provocativamente que el se giro, la estrecho en sus brazos y volvio a besarla. Mientras la soltaba, una voz le dijo:
– ?Te he buscado por toda la ciudad, pero no se si me perdonaras por haberte encontrado!
Ricardo dio media vuelta.
– ?Ned? -dijo con incredulidad, y anadio-: Vaya sorpresa.
Combatiendo en vano una risotada, Eduardo miro de soslayo a la muchacha que aferraba posesivamente el brazo de Ricardo.
– ?Si, ya lo creo!
El posadero revoloteaba ansiosamente en las cercanias, tan obsequioso que Ricardo comprendio que habia reconocido a Eduardo. Una agitada mesonera corrio hacia ellos con una bandeja de pan blanco y queso con hierbas, de calidad muy superior a la habitual, y el posadero en persona les sirvio el vino, mientras subrepticiamente limpiaba el polvo de la mesa con la manga.
Entre tanto Eduardo parloteaba con sus acompanantes, diciendoles que se refocilaran mientras el hablaba con su hermano. Ricardo volvio a su asiento, nada feliz de ser blanco de todas las miradas. Sento a la enfurrunada Marie a su lado y trato de aplacarla con promesas mientras Eduardo se deshacia del posadero.
– Confio en que tendras tiempo para un trago, Dickon -dijo, con una amabilidad maliciosa que no mejoro el humor de Ricardo.
– Si lo deseas -acepto de mala gana.
– Supongo que no tuviste suerte con los mercaderes de Calais.
La irritacion de Ricardo se atenuo, reemplazada por una fatiga general.
– No… Lo lamento, Ned.
– No lo lamentes. Me lo esperaba.
Ricardo hizo un esfuerzo para hablar con voz mas animada.
– Ayer recibi otra carta de Meg. Tiene la esperanza de persuadir a Carlos de abrirnos sus arcas.
– ?Y cuantos soldados podemos embarcar con esa esperanza, Dickon? -pregunto Eduardo agradablemente.
Ricardo le clavo los ojos. Era la primera vez que Eduardo concedia que quiza Carlos no los ayudara. Se estremecio al oir sus propios temores expresados en voz alta, pero trato de conservar el animo.
– Meg siempre se sale con la suya -dijo alentadoramente-. Si Carlos osara rechazarnos, ella le hara la vida imposible y el lo sabe.
– Pones demasiada fe en Meg, Dickon. Aun no has aprendido que las mujeres desempenan un papel muy menor en la perspectiva general.
– Las mujeres parecen desempenar un gran papel en tu propia perspectiva -bromeo Ricardo, pero su humorada sono hueca, y desistio de fingir-. Sabes que Meg es leal a York, a nosotros. ?Por que restas importancia a su influencia? ?Hay algo que yo no sepa, Ned?
Eduardo no respondio de inmediato y Ricardo saco oscuras conclusiones de ese silencio.
– Tengo razon, ?verdad? Ha sucedido algo…
– Si.
– Has recibido un mensaje de Carlos, ?verdad?
– No. Pero recibi un mensaje de Meg. No se si ella te lo conto. Si no te lo conto, sera mejor que lo oigas de mis labios. La semana pasada Ana de Warwick se caso con Eduardo de Lancaster.
Eso no era lo que Ricardo esperaba oir.
– Si, lo se -dijo con calma.
Eduardo parecio aliviado.
– ?Quieres hablar de ello, Dickon? -pregunto tras una pausa.
– No.
– Como desees -convino Eduardo, tan prontamente que Ricardo arqueo la boca en una sonrisa amarga.
– No insistas tanto, Ned.
Eduardo tuvo el buen tino de reirse.
– Concedo que me resultaria incomodo oficiar de padre confesor. Pero si necesitas hablar de la muchacha, estoy dispuesto a escuchar.
Ricardo meneo la cabeza, y Eduardo se sintio obligado a insistir.
– ?Estas seguro?
– Ned, no quiero hablar y dudo que tu quieras escuchar. Sera mejor cambiar de tema.
– Como digas -concedio Eduardo. Desenvaino la daga para cortar la hogaza y unto el pan con el queso aromatizado con hierbas-. Venga, servios -invito, empujando la bandeja hacia ellos. Marie acepto, agradecida por el lujo de probar pan horneado con harina blanca, pero Ricardo no presto atencion a la comida. Jugaba con un mechon del pelo de Marie, entrelazandolo entre los dedos, pero no miraba a la muchacha sino a la vela que chisporroteaba cada vez que entraba una corriente de aire por la puerta, sin reparar en los ojos atentos de Eduardo-. ?Has ido a las carreras de Smithfield, Dickon?
Ricardo sonrio inquisitivamente.
– Si, ?por que?
– ?Y has tenido suerte con las apuestas?
– A veces -dijo Ricardo, encogiendo los hombros.
– Sin duda pensaras que en esta ocasion apostaste por el caballo equivocado.
– No -se apresuro a decir Ricardo, con voz estentorea-. ?No, por Dios, claro que no!
Eduardo paso por alto la negativa.
– Era diferente con Will y Anthony. Ellos no podian esperar nada de Warwick. Pero tu tenias una opcion, Dickon. Eras importante para Warwick, como pariente y como aliado. Se que el queria obtener tu respaldo. Siempre lo he sabido. Si le hubieras prestado atencion, esta noche no estarias en Brujas.
– ?Ned, basta!
– Estarias en Inglaterra… con tu prima Ana.
Ricardo se puso de pie tan abruptamente que la mesa oscilo y la exclamacion de sobresalto de Marie hizo volver las cabezas hacia ellos.
– ?Maldicion, no hables asi!
Eduardo permanecio inmovil, sin apartar los ojos de su hermano, y bajo su mirada serena, Ricardo se sonrojo y luego palidecio, sintiendose conmocionado.
– Sientate, Dickon -dijo Eduardo, con una voz tan neutra que podia haber sido una orden o una peticion.
Pasaron unos segundos, y al cabo Ricardo volvio a sentarse junto a Marie.
Eduardo empujo la jarra por la mesa y, como Ricardo no la toco, sirvio una generosa cantidad en la copa de su hermano.
– Conque nunca has pensado en ello -dijo secamente.
– Si -concedio Ricardo-. Tienes razon. Ana no habria sido vendida a Lancaster si yo hubiera actuado como Jorge. Pero pense que tu serias el ultimo en recordarmelo.
Eduardo se inclino sobre la mesa.
– ?Por que crees que lo hice, Dickon? ?Solo para divertirme, o para lastimarte? Me conoces demasiado para pensar asi. Dije lo que dije porque es cierto. Siempre he sabido cuanto significaba Warwick para ti. Ahora se cuanto significa la muchacha. Y no necesito que nadie me diga adonde te ha conducido tu lealtad. A Brujas.
– Ned…
– ?No crees que es hora de que seamos francos, Dickon?
Sus miradas se cruzaron.
– Las perspectivas no son buenas, muchacho. Nada buenas. ?No es hora de que lo reconozcamos?
Ricardo asintio.