inusitadamente reflexiva, y al acercarsele Somerset se pregunto si su reina era tan impermeable a la piedad como queria hacerles creer. Sus especulaciones cesaron con sus siguientes palabras, un murmullo dirigido al hijo.
– Sabes que no me importa como decides divertirte, Edouard. Mas procura no buscar el placer en el lecho de esa muchacha. Dios nos guarde si ella queda encinta ahora.
Eduardo se apoyaba en el respaldo de la silla de su madre. Se inclino sobre ella, murmuro algo que Somerset no logro oir, provocando una mirada reprobadora y una risotada renuente de su madre.
Somerset no deseaba entrometerse en esa conversacion personal, pero Eduardo lo insto a acercarse.
– Sentaos, milord. -Eduardo se apoyo en el brazo de la silla de su madre, le sonrio a Somerset-. ?Sabeis como podeis complacerme, Somerset? Habladme de York y sus hermanos. Bien, Gloucester, al menos -corrigio con un mohin-. Sobre Clarence ya se mas de la cuenta.
– Gloucester tiene casi la misma edad que vos, alteza. Si algun hombre goza de la confianza de York, es Gloucester; se dice que son muy intimos. Pero son muy disimiles. Los que conocen a Gloucester dicen que es mas parecido a su madre que sus hermanos.
Eso no le decia mucho a Eduardo; sabia poco de la duquesa de York. Pero Margarita sabia mucho.
– Hay pocas acusaciones mas condenatorias que decir que Gloucester se parece a Cecilia Neville -dijo acidamente-. Ella finge tener la piedad de una abadesa, pero os aseguro que sus ambiciones son absolutamente mundanas.
Eduardo gesticulo con impaciencia. No le interesaban las mujeres de York, y en cuanto su madre hizo una pausa, volvio a dominar la conversacion.
– Decis que York y Gloucester son disimiles. Habladme de York, pues, milord Somerset.
Somerset reflexiono.
– Perezoso. Autocomplaciente. Es amante de los placeres, sobre todo los de la carne. No es rencoroso, pero no olvida nada; tiene una memoria notable. Encantador, cuando asi lo decide. La moral de un gato en celo y la suerte de los angeles. Es asombrosamente desdenoso del ceremonial, se mezcla con los plebeyos como ningun monarca de que se tenga memoria. Me dijeron que cuando partio de Brujas insistio en recorrer a pie las tres millas que lo separaban del muelle de Dammne, para que el vulgo pudiera verlo con sus propios ojos.
Ante la expresion de disgusto de Eduardo, Somerset sonrio levemente.
– Coincido con vos, alteza. Esa conducta no conviene a la dignidad de un rey. Pero con ello obtuvo las aclamaciones del pueblo.
– No parece un enemigo temible -dijo Eduardo despectivamente-. Describes a un hombre libidinoso, un libertino que solo se preocupa por su propio bienestar.
Margarita fruncio el ceno.
– Es un hombre peligroso, Edouard. Sera libidinoso y libertino, pero tambien es un comandante sin parangon, como Somerset sabe muy bien. -Clavo en Somerset una mirada glacial-. ?Verdad, milord?
– Madame vuestra madre dice la verdad, Vuestra Gracia -concedio Somerset de mala gana-. York pelea como un hombre que no puede concebir la derrota, y esa no es una ventaja menor. Cuando me pedisteis mi opinion sobre el, no quise menospreciar su maestria en el campo de batalla. Seria un gran error.
Margarita aun no estaba satisfecha.
– Es un sujeto calculador y arrogante que carece de escrupulos morales. Mas aun, desconoce los temores y las dudas que acucian a otros hombres. No lo subestimes, Edouard.
Eduardo la miro con una expresion hurana, y ella sabia por experiencia que eso significaba que se estaba aburriendo.
– Si te tranquiliza,
– Si -respondio Somerset sin titubeos.
Eduardo asintio lentamente.
– Es todo lo que necesito saber -dijo, y sonrio. Somerset tambien sonrio. Margarita se mordio el labio, sin decir nada.
Edmundo Beaufort era bisnieto de Juan de Gante y por tanto era pariente de sangre, aunque lejano, del cautivo Enrique de Lancaster. Tambien era hijo del hombre que segun los yorkistas habia sido amante de Margarita. Ostentaba uno de los titulos mas antiguos de Inglaterra, pero sus anos de juventud distaban de haber sido privilegiados, y habian sido una epoca de turbulencia y pesadumbre.
Edmundo tenia treinta y tres anos, habia pasado largo tiempo como un exiliado indigente en el exterior antes de recibir la proteccion de Carlos de Borgona. Hacia tiempo que habia jurado lealtad a Lancaster y coincidia sinceramente con las preocupaciones que habia manifestado el principe Eduardo la noche anterior. Tambien el pensaba que esta era la ultima oportunidad para la Casa de Lancaster.
Reinaba silencio en los claustros, moteados por la suave luz de la manana. A casi cada hora del dia, las veredas que rodeaban el verde jardin habrian hervido de actividad, con sirvientes y visitantes laicos y las siluetas sombrias de los monjes vestidos de negro. Pero despues de la conclusion de los maitines, el abad Bemyster y los monjes se habian reunido en la casa capitular sita en la vereda este. Somerset sabia que esa reunion diaria continuaria durante una hora. Aprovechando la soledad, remoloneo en el jardin florecido y luego se puso a caminar por la vereda cubierta que conducia a la iglesia.
Entro por el pasillo de la nave sur, donde los legos oian misa, se detuvo, parpadeo hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz tenue, y luego atraveso la tribuna que separaba la nave del coro, donde adoraban los monjes. Se quedo alli unos instantes, de rodillas ante el altar mayor, ofreciendo breves plegarias por el reposo de su padre y su hermano. Regresaba a la puerta del transepto sur cuando oyo un sonido a sus espaldas, procedente de la capilla de la Virgen que estaba al este del altar.
Entro en la capilla y se paro en seco, lamentando el impulso que lo habia instado a entrar. Una joven que estaba de pie ante el altar se volvio hacia el con un respingo. Al reconocerla, comprendio que si optaba por retirarse empeoraria aun mas ese incomodo encuentro.
– Mil perdones, milady. No quise interrumpir vuestras plegarias.
Ella meneo la cabeza.
– No estaba rezando, milord.
– Soy Edmundo Beaufort, duque de Somerset -dijo el, con un titubeo.
– Si, lo se -dijo ella cortesmente, y extendio la mano como una nina que imitara las cortesias de los adultos. El se inclino y ella anadio-: Soy Ana Neville.
– Si, lo se -dijo el, notando que ella no se presentaba como Ana, princesa de Gales, sino como Ana Neville. Se pregunto cuanto tiempo conservaria el titulo ahora que su padre habia muerto.
Abrio la boca para ofrecer sus condolencias formales, pero no pudo decir las palabras. Aun la veia como la noche anterior, y al recordar como se habia enterado de la muerte de su padre, no estaba dispuesto a insultar su pesadumbre con expresiones convencionales de fingida condolencia. Ya que no podia hacer otra cosa, al menos podia ofrecerle ese respeto.
Ella lo observaba.
– ?Quereis hablarme de Barnet, milord Somerset? -pregunto.
La peticion no le sorprendio. Despues de todo, ella tenia derecho a saber. Se le acerco, le dio una version expurgada de la batalla que se habia librado dos dias atras en Barnet Heath. Ella escucho atentamente, con la calma distante de alguien que oye una historia interesante pero ajena. A el le habria sido mas facil afrontar las lagrimas; esa precaria compostura lo incomodaba, pues se preguntaba cuando se haria anicos.
Solo cuando menciono el desconcierto causado por los estandartes, y conto que en la niebla los hombres de Montagu habian confundido la Estrella Fugaz con el Sol de York, un temblor de emocion le cruzo el rostro. El dijo, con cierta amargura, que podia entender que los hombres pensaran que York gozaba de auspicios malignos, pues ese habia sido un perturbador golpe de suerte para York, una bendicion diabolica.
Ella sonrio levemente, meneo la cabeza.
– Ned siempre tuvo suerte -dijo.
Para el era una explicacion demasiado facil; preferia la presencia del azufre. Tambien lo irritaba la inesperada intimidad del «Ned». Por primera vez, penso hasta que punto esa muchacha era aliada de York. La duquesa de York era su tia abuela; era prima de Eduardo; se habia criado con Gloucester; era cunada de Clarence. Y tendria