Borgona y se consideraba un comandante militar tan capaz como Eduardo.
– Un muerto no enjuicia a nadie, madame -dijo friamente-. Por Dios Padre y Su Hijo Jesucristo, creo que cuando nos enfrentemos a York en el campo de batalla, Lancaster obtendra la victoria.
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– ?A quien, madame?
– A Edmundo, conde de Rutland -dijo ella a reganadientes, recogiendo otra flor.
El aspiro bruscamente-Madame, perdonadme por hablar sin rodeos, pero vuestro comentario es sumamente perturbador. Anoche le dijisteis al principe Eduardo que York considera la batalla de Sandal como una deuda de sangre. ?Vos tambien lo veis asi, madame? ?La vida de vuestro hijo por la de Edmundo de Rutland? ?En tal caso, Dios se apiade de nosotros! Os lo digo con certeza, madame… Si un hombre va a la batalla dispuesto a perder, sin duda que perdera.
Noto con sorpresa que a ella le temblaban las manos. La segunda flor, despojada de petalos, tambien cayo en el sendero. Ella la miro.
– No lo entendeis, Somerset -dijo.
– No, madame, no lo entiendo. Rutland no era un chiquillo, ni un cordero llevado al sacrificio. Usaba el cinturon de conde, tenia diecisiete anos, y sospecho que aquel dia ensangrento su espada con mas de un hombre de Lancaster. Si lo hubieran abatido en el campo, yo no tendria ninguna reserva sobre su muerte. El era un hombre. Creedme, madame, lo se… Yo aun no habia cumplido los diecisiete en la primera batalla de San Albano, y la espada no se preocupa por la edad del espadachin.
– El no portaba espada en Wakefield Bridge -dijo ella, y el asintio lentamente.
– Ya, y ese es el meollo del asunto, ?verdad? Lo que me molesto no fue su muerte, sino el modo en que murio. No hay honor en apunalar a un prisionero desarmado. Sin duda mi hermano Enrique lo habria impedido si hubiera estado en el puente cuando Clifford desenvaino esa daga. Por mucho que Enrique odiara a York, no habria tolerado semejante asesinato. Tampoco yo. Y tampoco vos, madame. Fue obra de Clifford, y solo de el. Y asumir esa culpa a estas alturas es una penitencia inmerecida, madame. No tiene sentido.
Ella sacudio la cabeza.
– Aun no lo entendeis, Somerset. No lamento la muerte de Rutland del modo en vos pensais. A decir verdad, nunca la lamente. Estabamos en guerra. No pense mal de Clifford por lo que habia hecho. Me interesaba que Rutland muriese, y no me importaba como. Solo lamente que su hermano Eduardo no estuviera tambien alli, en Wakefield Green.
Era un exabrupto extraordinario, palabras que nunca le habia oido decir. El temblor que le convulsionaba las manos se le habia colado en la voz; el nunca la habia visto ese estado, aunque hacia anos que la conocia.
– No os juzgo, madame -murmuro-. Vos sois mi reina.
Ella le apreto la mano, estrujandola hasta hacerle dano.
– Ayudadme entonces. Ayudadme a persuadir a Edouard de que debemos regresar a Francia.
– No puedo hacer eso, madame -respondio el con tristeza, y se dispuso a afrontar el embate de su furia.
No hubo tal cosa. Ella le solto la mano.
– No, me parecia que no -dijo con calma, pero era una compostura nacida del agotamiento, y el quedo mas perturbado que aliviado por esa abrupta capitulacion.
Sin saber si seria rechazado, le rodeo los hombros con los brazos. Ella se acurruco contra el y permanecieron un rato al sol, buscando esa confortacion especial que se encuentra en el abrazo de viejos e intimos amigos que han compartido una vida de aflicciones.
– Madame, aun no entiendo por que os molesta tanto la muerte de Rutland. ?Por que ahora, al cabo de tantos anos?
Ella solto algo parecido a un suspiro.
– Porque solo ahora me doy cuenta… -dijo, con la voz ahogada contra el hombro de el.
– ?De que, madame?
– De cuan joven se es a los diecisiete. -Ella alzo la cara-. ?Lo ayudareis, Edmundo? ?Nos apoyareis, ocurra lo que ocurra? Juradlo… por Edouard, por vuestro principe.
– Ah, madame, ?necesitais preguntarlo?
Habia pensado que los ojos castanos de Ana Neville eran como los de un cervatillo sobresaltado, cautos pero inocentes. Pero los ojos oscuros de Margarita de Anjou eran muy diferentes, eran todo lo que quedaba de una belleza deslumbrante, y le recordaban las exuberantes ciruelas moradas que florecian en su Anjou natal, ojos que otrora prometian el mundo entero en sus vinosas profundidades.
Cuando el tenia veinte anos, ella tenia veintiocho y era tan agraciada que habia hombres dispuestos a jugarse la vida por su sonrisa. Somerset sabia que su padre la habia amado; el mismo habia estado medio enamorado de ella, y tambien, sospechaba, su hermano Enrique. No sabia si ella habia sido infiel al lecho conyugal, como alegaban muchos yorkistas. Preferia no saberlo.
Le sonrio para tranquilizarla, un juramento de fe, y reparo en una congoja elusiva e indefinida. Ella tenia cuarenta y un anos, y los anos de guerra civil y exilio le habian arrebatado algo mas que la juventud. Era enjuta, cuando antes habia sido ligera como una pluma y esbelta como un sauce. Su cutis, antes reluciente, era cetrino; las arrugas de su pasado turbulento le surcaban la frente, y las manos que le apoyaba en el pecho eran huesudas, agarrotadas, venosas, y se movian crispadamente. Solo los ojos eran tal como el los recordaba, terciopelo negro con destellos de mercurio, cubiertos por pestanas de carbon, largas y gruesas.
Mirando esos ojos, logro ser paciente con los temores y los malos presentimientos de Margarita, y con la paciencia tambien afloro una ternura intensa y protectora.
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Capitulo 29
Isabel estaba en su camara mirando los cofres abiertos en el suelo. Casi habia terminado de empacar. Solo faltaban las despedidas.
Habia enviado a una dama en busca de Ana. Aguardaba esta ultima reunion con poco entusiasmo, pues seria dolorosa. Al irse ella, Ana quedaria sola. Se preguntaba que seria de su hermana. Ojala Ana hubiera sido mas lista, mas previsora. Ojala no hubiera derrochado deliberada e innecesariamente la influencia que podia haber ejercido en el principe Eduardo. Ya era demasiado tarde. Lo habia alejado tanto que el ni siquiera se molestaba en ocultar su desprecio, su disgusto.
En un tiempo Isabel se habia irritado con Ana por hacer un enemigo de la persona cuya buena voluntad era crucial para todos ellos. Pero ahora solo sentia afliccion, un mellado filo de piedad por el trance de su hermana. Aunque pensaba que Ana se habia creado muchos de sus problemas, era innegable que estos eran reales.
Se abrio la puerta y entro Ana. Le faltaba el aliento, como si hubiera temido no llegar a tiempo, e Isabel sintio un inesperado remordimiento de conciencia, preguntandose si Ana se habia imaginado que ella se iria sin despedirse. Se acerco a su hermana menor, apoyandole la mejilla en un abrazo breve y timido, lamentando por