– Nadabamos bajo el agua todo el dia -empezo a explicarme, roncamente. Era un hombre no demasiado mayor, de unos veintisiete o veintiocho anos, de pronunciada nariz aguilena-. Todo el dia, sin descanso… -repitio, melancolico-. Desde la manana hasta la puesta de sol. Cogiamos las ostras de hasta cuatro y cinco brazas [18] de profundidad y sacabamos las redecillas llenas, a reventar, como nuestros pulmones. Muchos amigos y familiares nunca tornaron a salir por culpa de los tiburones y los marrajos de estas aguas. El encomendero de la pesqueria nos obligaba a zambullirnos sin descanso -anadio con rencor.

– Jayuheibo es un buzo excelente -comento mi padre con alegria-. Y tambien un hombre libre. Ahora es un leal subdito de la Corona y un buen hijo de la Iglesia.

Tras unos instantes de silencio, todos soltaron una gran carcajada, incluso el propio Jayuheibo y hasta Guacoa, y entonces comprendi la ironia que encerraban las palabras de mi padre. No tarde mucho en descubrir que los mas sufrientes en el Nuevo Mundo eran los indios, diezmados hasta casi la extincion por las enfermedades llegadas desde Europa y el Oriente y consumidos por el excesivo trabajo en que los ponian sus encomenderos. El sistema de encomiendas funcionaba en todas las Indias y consistia en que los nativos conquistados eran repartidos por la Corona entre caballeros y nobles espanoles de prestigio reconocido. Los indios estaban obligados a trabajar para ellos a trueco de salario, manutencion y doctrina cristiana y, de este modo, se obtenian los obreros necesarios para explotar las riquezas del Nuevo Mundo. Aunque, segun la ley, los indios eran hombres libres, en el uso de esta ley los encomenderos los trataban como a esclavos de ningun valor pues nada costaban mientras que a los negros habia que comprarlos y pagarlos en los mercados.

Manteniendo el curso de los vientos, desde Cubagua, pasando por Cumana, llegamos a La Borburata, sitio excelente aunque poco poblado por culpa de los constantes asaltos piratas, en cuyo puerto numerosas tripulaciones realizaban reparaciones en sus naves, se avituallaban de viandas, se solazaban y hacian aguada en el cercano rio San Esteban. Alli trocamos nuestros articulos por otros de tan extrana naturaleza como los que habiamos adquirido en los puertos anteriores, y se convirtio en mi preferido un riquisimo fruto llamado banano. Tambien compramos sal y naranjas.

Desde La Borburata, al cabo de cuatro dias, alcanzamos las islas de Coro, Curacao y Bonaire, donde llenamos el barco de azucar, jengibre, miel, trigo, maiz, carne, sebo y cueros. Yo no habia probado nunca el azucar y me parecio un condimento sabroso al que me aficione con presteza. Las aguas, aqui, eran mucho mas agitadas y violentas que en el resto de la costa. Terribles arrecifes de coral amenazaban los cascos de las naos y Guacoa tuvo que demostrar su gran maestria y su buen discernimiento bogando por las cenidas brechas de las barreras coralinas hasta las bahias de los puertos. En Curacao vi por primera vez a mi padre rechazando el comercio de negros.

Un bonaereno a quien el conocia de otros mercados estaba ofreciendo, a buen precio, seis valiosas piezas de Indias [19]: dos hombres, dos mujeres y dos muchachos, negros todos de la costa de Guinea.

– No practiques nunca este nefando comercio -me susurro al oido-, pues no es digno de personas de bien poseer a otras en condicion de objetos. La naturaleza hizo libres a los humanos sin reparar en el color de la piel.

Y, diciendo esto, se allego hasta los negros y, con un gesto brusco, le rompio los botones de la camisa a uno de los hombres, dejandole el torso al descubierto.

– ?Donde esta la marca del hierro? -grito al vendedor, con grande enojo-. No veo en este esclavo la carimba * del Real Asiento. ?Como osais vender piezas ilicitas que no han pagado sus impuestos a la Corona? ?Oficial! -llamo al funcionario de la aduana que paseaba por el mercado comiendo unas frutas que llevaba en la mano-. ?Oficial!

– ?Largaos de aqui! -le espeto el vendedor de piezas-. ?Siempre estais armando jaleo a donde quiera que vayais, Esteban Nevares!

– Quedad con Dios, senor Alonso Lopez -repuso mi padre muy ufano, haciendo un gesto al oficial real para que no acudiese a su llamada.

El carpintero Anton Mulato, el cocinero Miguel Malemba, el marinero llamado Negro Tome y el joven grumete Juanillo Gungu miraron a mi padre con adoracion. En aquel instante supe que darian su vida por el sin pensarlo dos veces. Y lo mismo comprobe en los dias subsiguientes respecto a toda la tripulacion. Por razones como esta -y por otras que ya contare-, respetaban a mi padre mas alla de lo que cualquiera se pudiera imaginar. Esteban Nevares era un hombre profundamente honrado y digno, de recta conciencia, que sufria y se soliviantaba ante las injusticias.

Zarpamos de Curacao, pasando cerca de Aruba, de Maracaibo y de Cabo de la Vela sin atracar y, tras dos dias de travesia con fuertes vientos del noroeste, llegamos a Rio de la Hacha. Ya estabamos muy cerca de Santa Marta, me previno mi padre una tarde, y la senora Maria estaria oliendo nuestro barco desde casa y comenzando a preparar el recibimiento.

– ?Y como sabe cuando vamos a llegar? -pregunte, sorprendida.

– Nunca, en veinte anos, he conseguido averiguarlo -repuso mi padre sujetandose a las jarcias para avanzar hacia el palo del timon-, pero jamas se ha equivocado.

Rio de la Hacha era un poblado perlifero muy importante donde mercadeamos por cerca de treinta y cinco pesos de a ocho reales de plata o, lo que es lo mismo, casi diez mil maravedies. El pregonero convoco a los colonos a la playa y, como hacia algunas semanas que no arribaba ningun otro mercader, mi padre hizo un excelente negocio que celebramos bebiendo ron en una de las tabernas del lugar. Aquel dia aprendi varias cosas: la primera, que el ron era una bebida muy rica hecha de la cana del azucar; la segunda, que en las tabernas no habia comida, solo vino, ron, chicha y aguardiente, y que, por ese motivo, las frecuentaban vagos y maleantes; la tercera, que en las tabernas los hombres no hacen otra cosa que hablar de disparates y majaderias mientras permanecen sentados en los bancos o en las sillas; y, la cuarta y ultima, que, bien por ser mujer o bien por la falta de costumbre, yo no podia beber tanto como mi padre y mis companeros. No recuerdo como acabo la tarde, ni como llegue al barco, ni tampoco como me eche en mi camastro y me tape con la frazada. Solo se que al dia siguiente, rumbo ya hacia Santa Marta, me dieron tantas ansias y bascas que revolvioseme el estomago muchas veces y vomite las tripas por la borda como si tuviera calenturas pestilentes y que sufri de un dolor de cabeza tal que el batir de las olas contra la nao pareciame un tambor retumbando en mis orejas. Recuerdo haber vislumbrado una costa de barrancos de arcilla roja mientras nos alejabamos de la poblacion de Rio de la Hacha.

– ?U'munukunu! ?U'munukunu! [20] -grito Guacoa una tarde mientras yo hacia mi guardia de cuatro horas y los demas limpiaban la cubierta. Con un brazo extendido senalaba hacia unas inmensas montanas, las mas grandes del mundo sin duda, que se dibujaban contra el cielo.

Los hombres soltaron gritos y exclamaciones de jubilo y abandonaron sus tareas para dirigirse al costado de la nao y observar aquellas gigantescas cumbres. Una pequena isla se destacaba frente a nosotros. Guacoa viro para ingresar por una escondida abertura entre la isla y la costa y, al punto, doblando un recodo rocoso sobre el que destacaba una ermita, entramos en una hermosa bahia de aguas color turquesa con una bella playa en forma de concha marina tras la cual se descubria un villorrio formado por filas de casas bajas hechas con bejuco y paja. Alrededor de las casas habia un llano muy amplio y, despues, la selva virgen, espeso y cerrado manto verde que ascendia presurosamente por las faldas de las montanas hasta las inmensas cumbres nevadas que rodeaban Santa Marta.

Mi padre, que ya me habia tomado un cierto aprecio, se acerco hasta mi y puso su mano en mi hombro.

– Esa pequena isla que acabamos de pasar es el Morro. Esta bahia en la que nos hallamos es la Caldera. Esas montanas que Guacoa ha llamado U'munukunu son la Sierra Nevada. Ese de alli -dijo senalando la desembocadura de un rio que, bajando desde la sierra, se veia a la derecha del pueblo- es el Manzanares, que corre en direccion suroeste, bautizado asi por uno de Madrid que paso hace anos por estas tierras. Como estamos en la estacion seca, viene poco crecido, pero ya lo veras en sazon en los meses que van de junio a octubre, durante la temporada de lluvias. Pronto visitaras las cienagas y los pantanos que se encuentran al otro lado del Manzanares. Son los mas grandes del mundo. Esta ciudad, hijo, es la primera ciudad que se fundo en el Nuevo Mundo. Cumana dice serlo, pero yerra. La primera fue Santa Marta, en el ano de mil y quinientos y veinticinco, por el conquistador Rodrigo de Bastidas. Antes eramos mas vecinos pero, tras tanto asalto pirata, solo quedamos sesenta. -Mi padre parecio enfadarse mucho de repente-. ?Sabes…? Santa Marta ha sido incendiada y arrasada en numerosas

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