espanolas hicieron acto de presencia en el Nuevo Mundo muchos anos despues.
Los marineros de Esteban Nevares acuchillaban ahora el casco de la nave, arrancando los restos del chamuscado y dejando lisos y limpios los tablones de madera del lado de babor.
– ?En que consisten los trabajos de carenado a los que os habeis referido, senor? -pregunte, interesada.
– ?Es que, acaso, no os ha importado mi propuesta, senora? ?Quereis ganar tiempo con preguntas para pensar mas sobre ello?
Reflexione un momento y dije:
– Ya habia aceptado vuestra propuesta desde el mismo instante en que la expusisteis, senor Esteban. ?Que otra cosa puedo hacer? No me disgusta convertirme en vuestro hijo aunque si abandonar mi condicion de mujer, en la que estoy muy a gusto y me reconozco. Bien se me alcanza, sin embargo, que el destino ha marcado los naipes en esta partida y que no puedo sino aceptarlo y resignarme ya que, a no dudar, es lo mejor para mi.
– Habeis hablado bien, senora. A partir de este momento, y con vuestro permiso, pasare a consideraros como mi hijo, Martin Nevares, y a llamaros y trataros asi tanto a solas como delante de todo el mundo para no incurrir en error. Desde ahora mismo, dejare de pensar en vos como mujer y olvidare el nombre de Catalina Solis para siempre, ?de acuerdo?
– Naturalmente, senor. Os estoy muy agradecida.
– No me llameis senor ni senor Esteban. Es vuestra obligacion, aunque os cueste, llamarme padre y actuar como hijo mio en todo momento. Sabed que, aunque, en verdad, nada tengo, no accedereis a mis escasos bienes y posesiones, pero, para el resto de los efectos, sereis mi hijo y respondereis como Martin Nevares. Y lo primero que debeis poner en ejecucion es dejar de mirar al suelo y aprender a mirar a los hombres a los ojos, pues hombre sois desde este mismo momento.
Una pena muy honda me entro recordando a mi verdadero padre, pero el estaria conforme con aquella artimana porque, sin duda, era por mi bien.
– ?Y vuestros marineros… padre? -me dio tanta verguenza pronunciar esta palabra para referirme a un desconocido que senti que me ponia roja como la grana, pero levante la cara y le mire de frente-. Saben que me habeis encontrado aqui.
– Por ellos no debes tener cuidado, hijo mio -repuso el con un sorprendente aplomo pese a lo incomoda que para ambos resultaba la situacion-. Ni tampoco por la duena que da nombre a este barco, Maria Chacon, ni por toda su parentela, a la que ya conoceras.
– ?Estais casado?
– Por la Iglesia como tu, no, desde luego. Pero si ante mi conciencia y ante la de ella, que es lo que importa. Llevo mas de veinte anos unido a esa condenada mujer -presumio, poniendo una gran sonrisa en el rostro como si la barraganeria fuera el mejor de los estados posibles y, tomando asiento de nuevo, cogio el laud-. Ni una sola vez lo he lamentado. Aunque, sin duda, la Inquisicion me condenaria por ello como hizo con vuestro padre.
Y, rasgueando las cuerdas, empezo a entonar con su bonita voz el mismo villancico que habia oido por la manana desde mi casa:
Los hombres, al escucharle, dejaron las faenas y se acercaron a nosotros. Unos sacaron de los cestos cuartales y hogazas de pan, otros queso, salpicon de vaca, pescado curado y cerdo salado y alguien mas trajo unas botas de vino. Nos sentamos en la arena, bajo el cobertizo, a la redonda -menos el senor Esteban, que siguio en su silla- y, antes de que empezaramos a comer, mi nuevo padre se dirigio a sus hombres:
– Desde hoy mismo y sin mas explicaciones -declaro con rotundidad- este joven naufrago se ha convertido en mi hijo, Martin Nevares para vosotros a partir de ahora. Cuando volvamos a Santa Marta, y en todos y cada uno de los puertos en los que atraquemos, si os preguntan, asi lo explicareis a todo el mundo, contando que lo tuve con una india arawak de Puerto Rico que me lo ha entregado en este viaje.
Los hombres asintieron.
– ?Que dira la senora Maria? -pregunto uno de ellos con cierta preocupacion.
– Al principio, pondra el grito en el cielo, como ya supondreis -afirmo el maestre, muy tranquilo-, pero, luego, sera mas hijo suyo que mio y tendre que protegerlo de sus amores y cuidados para que no me lo ablande.
Los marineros soltaron una carcajada y, entre bromas y veras, empezaron a dar cuenta de la pitanza con gran hambre y contento. Pude entonces, por primera vez, reparar en ellos sin remilgos y escudrinarlos a fondo: de los dos grumetes, uno, Juanillo, era negro y de unos siete u ocho anos, y el otro, Nicolasito, era indio y no tendria mas de seis; de los ocho marineros, mis dos captores, Anton y Miguel, eran mulatos (Anton era el carpintero-calafate y Miguel el cocinero); el piloto, Guacoa, era indio y casi no despegaba los labios mas que para comer, permaneciendo siempre al margen de todo; los otros cinco hombres eran Negro Tome, el indio Jayuheibo, y los espanoles Mateo Quesada, natural de Granada, Lucas Urbina, de Murcia, y Rodrigo de Soria, todos buenas gentes y muy diestros en sus trabajos como luego pude comprobar.
Aquella misma tarde, tras la comida, me incorpore a la dotacion de la nao como un marinero mas. La tarea de carenar consistia, en primer lugar, en quemar con fuego la gruesa capa de percebes y tinuela que se adheria al casco durante la navegacion y que volvia lenta y pesada la nao. Despues, con los cepillos de carpintero, se arrancaba esa costra chamuscada y se aplicaba brea y sulfuro a la madera para protegerla de los elementos. Por ultimo, para sellar las tablas y ganar velocidad sobre el agua, habia que aplicar una buena capa de sebo maloliente con las manos. Nada me habia dicho mi nuevo padre sobre asalariarme, mas, me pagara o no, habia disfrutado con el oficio.
Cuando el flujo de la marea volvio a reflotar el barco, nos fuimos a dormir y se me permitio descansar en mi casa de la colina por ultima vez. Pese a la fatiga y al dolor de las llagas que se me habian abierto en las manos, antes de caer en la cama prepare un hatillo con mis pobres posesiones y me despedi de mis lugares con bastante tristeza. Al dia siguiente, al alba, los dos grumetes, Juanillo y Nicolasito, entraron en mi casa para despertarme, ayudarme a cargar con mi mesa-bajel y llevarme de nuevo al trabajo, pues los hombres, aprovechando el primer reflujo, ya habian empezado a chamuscar el lado de estribor del navio que, ahora, descansaba sobre su costado de babor. Trabajamos durante todo el dia y, al llegar el crepusculo, por fin, cuando subio la marea, la nave desembarranco y salio del arrecife.
Me fui de mi isla tal como llegue: de noche y mas molida que un saco de harina pero, en esta ocasion, iba contenta en aquel hermoso jabeque que empezaba a sentir un poco como propio a fuerza de haber trabajado tan duramente en el. Aun no lo conocia por dentro, ni sabia todo lo que habia que saber sobre su cargamento, su propiedad y su navegabilidad. A fe que no tenia conocimiento alguno del arte de marear, pero aquel primer viaje en la
CAPITULO II
Impulsados por los fuertes vientos alisios, al dia siguiente atracamos en Trinidad y alli, en el puerto, el senor Esteban presento sus saludos a los comerciantes y a los vecinos de la isla que acudieron ante el aviso de nuestra arribada y, ejerciendo su oficio, les vendio mercaderias de las que llevaba en el barco: para comer, aceite, miel, vinagre, pasas, cecina, almendras, vino, alcaparras y aguardiente, y para otros menesteres, relojes, pinturas, jabon, cartillas de ensenar a los ninos a leer y escribir, candiles de hierro, taladros, espejos, tijeras de despabilar, hilos, encajes, sombreros, telas, cuchillos, azadas, palas, peines, letras de canciones y villancicos, almohadas, rejas de arado, guarniciones de mulas y caballos, pliegos de papel, clavazones, hierro viejo, colonias, perfumes, medicinas y, lo mas importante de todo, cera para la iluminacion de los hogares y las iglesias y lienzos finos de vela para el aparejo de las naos.