ocasiones por piratas ingleses. Hace solo cinco anos, el corsario Francis Drake atraco aqui, en la Caldera, saqueo el pueblo y le prendio fuego. Solo mi casa y la del gobernador permanecieron en pie. Aun no nos habiamos recuperado del desastre cuando, poco despues, ese mismo ano, recibimos la desagradable visita de Anthony Shirley, otro maldito ingles que nos robo lo poco de valor que nos quedaba.
Avanzando en linea recta y recogiendo velas, la
En cuanto anclamos el barco y pusimos la plancha, mi padre, bajando por ella, se planto en un santiamen en el amarradero para saludar a los vecinos que se lanzaron a estrecharle la mano y a darle golpecitos de bienvenida en los hombros y en la espalda. El cumplia respondiendo con grandes sonrisas, como un rey que se deja agasajar por su pueblo. Mis compadres, desde la cubierta, agitaban los brazos e iban y venian de un lado a otro terminando prestamente las faenas por las muchas ganas que tenian de desembarcar. Yo no sabia lo que debia hacer. Sin duda, me dije, seguir a mi padre adondequiera que fuera intentando pasar a su lado lo mas desapercibida posible.
– ?Vecinos, mirad! -grito el senor Esteban alzando un brazo hacia mi, que asomaba medio cuerpo por la borda-. ?Aqui teneis a mi hijo, Martin Nevares!
Una mujer esbelta, de gallardo cuerpo, ancha de cara, de nariz afilada y unos cuarenta y tantos anos, vestida con unas sayas de color amarillo, una camisa blanca y un corpino sobre el que lucia una bonita panoleta de seda, se acerco lentamente hacia mi padre con un gesto agrio en la cara.
– ?Y cuando habeis tenido vos un hijo sin que yo me haya enterado? -pregunto a voz en cuello, provocando que muchos de los vecinos tomaran las de Villadiego con paso apresurado.
Mi padre la miro y sonrio.
– ?Que placer volver a veros, mi duena! -exclamo abriendo los brazos como un crucificado.
– Repito mi pregunta, senor, por si no me habeis oido -insistio la mujer con tono amenazador; el numero de vecinos que huia ya en desbandada era impresionante-. ?De donde ha salido este hijo del que yo nada sabia hasta el dia de hoy, ignorante de mi?
Mi padre, sin dejar de sonreir, camino con paso resoluto hacia ella y, quitandose el chambergo negro, le hizo una elegante reverencia.
– Vamos, senora, hacedme la merced en buena hora de dejar las preguntas para luego y recibidme como siempre, con alegria y contento.
– ?Pero que alegria ni que contento pedis, mercader del demonio! Pues, ?no me asegurabais, acaso, que jamas me habiais hecho alevosia, rufian perjuro?
En toda mi vida no habia escuchado una discusion semejante entre un hombre y una mujer y, aun menos, en la calle, delante de otras gentes. Mis padres, desde luego, nunca discutieron de manera tan soez y grosera. Pero lo sorprendente era que, a lo que yo sabia, ni siquiera estaban casados.
– Martin -me dijo mi padre con satisfaccion-, esta es la distinguida Maria Chacon, la bella duena de mis mas escondidos pensamientos, reina y senora mia hasta mi muerte, a la que tengo dada fe desde el mismo dia que la conoci.
Los dos o tres valientes curiosos que se habian quedado para contemplar la escena la seguian mudos y pasmados, lo mismo que yo, que habia perdido el habla viendo el valor con que mi padre seguia diciendo zalamerias a la fiera que, con los brazos enjarras y gesto adusto, esperaba silenciosa una satisfaccion. Mis compadres, en el barco, se habian reunido en torno al palo mayor, lejos de la vista de la tal Maria Chacon en el amarradero. Empece a preocuparme de verdad. El senor Esteban, echando una larga mirada a la concurrencia, dijo:
– Hace quince anos, mujer, visite cierta noche a una india arawak de San Juan de Puerto Rico, criada de un hombre principal, que se quedo prenada aquel dia segun me ha dicho y que tuvo un hijo mio al que llamo Martin. Este es aquel hijo -afirmo, senalandome teatralmente con el dedo- y como tal le debeis considerar y apreciar.
La duena -aunque, hablando debidamente, no era duena porque no estaba casada- le miro de hito en hito, recelosa, y, luego, levanto la vista para mirarme a mi. Asi estuvo un buen rato, con los ojos del uno a la otra hasta que se canso y, dando un altivo respingo, giro sobre sus chapines y empezo a marchar hundiendo con fuerza los pies en la arena de la playa.
– ?En la casa os espero, senor! -le dijo a mi padre-. ?Tenemos que hablar!
– Como gusteis, senora -repuso el, muy satisfecho.
Mis companeros, entretanto, con evidentes gestos de alivio, se pusieron en marcha de nuevo, unos subiendo de las bodegas los avios y bastimentos perecederos que iban a quedar en el almacen de la tienda y otros limpiando y ultimando las tareas de la nao y recogiendo sus bartulos.
– ?Baja, Martin! -me ordeno mi padre desde tierra.
Me cale mi precioso chambergo rojo y, rauda como una centella, me plante a su lado en el amarradero. El seguia sonriendo con gran satisfaccion.
– Todo ha salido a pedir de boca -me dijo, poniendo nuevamente la mano en mi hombro y obligandome a avanzar asi hacia el poblado.
– ?Estais seguro, padre?
– Tu no la conoces como yo -repuso-. Es mas lista que el hambre y ten por cierto que, a estas alturas, ella sola ha descubierto casi toda la verdad. Le falta alguna informacion, que es la que me va a pedir en cuanto entremos en la casa, pero estate tranquilo porque ella ya sabe que no la he enganado y que la historia no es cierta.
Con mi padre apoyado como un ciego en mi hombro avanzamos por la playa, dejando atras el muelle y entrando, directamente, a la plaza de la villa, de planta cuadrangular, con casas a derecha e izquierda y el edificio del cabildo enfrente, mirando hacia el mar -hacia el noroeste, por donde el sol se estaba ocultando-. Pronto no habria luz en las escasas seis calles que tenia la ciudad.
– Manana acudiremos a presentar nuestros respetos a don Juan Guiral -anuncio mi padre-, actual gobernador y capitan general de esta provincia. Si no se encuentra en alguna de sus tenaces campanas contra los indios chimillas, le pondre en conocimiento de tu llegada y avecindamiento en este pueblo.
Pasamos junto al cabildo y nos adentramos en el pequeno damero de estrechas callejuelas polvorientas como si fueramos a salir de la villa por el lado contrario. Mas, justo cuando ya veia las sombras de la selva frente a mi, mi padre giro a la derecha y se detuvo frente al portalon de la unica casa que, aparte del cabildo, estaba construida sobre pilares de cal y canto, con paredes de argamasa blanca y cubierta de tejas. Sin duda era la mas lujosa y grande de Santa Marta, por lo que yo llevaba visto hasta entonces, y ocupaba el espacio de tres o cuatro de las otras. Por aqui se veia una puerta de madera que mi padre me dijo que era la puerta de la tienda y por alla, otra mas lejana, abierta, y de la que salian musica y risas.
– El negocio de la senora Maria -me explico mi padre con una sonrisa.
– ?Negocio? -me extrane.
– Maria es la madre de esta mancebia, la mas famosa del Caribe. ?No viste dos grandes barcos atracados en la rada?
Hubiera querido contestar pero no podia: me habia quedado de una pieza al saber que la tal Maria era una prostituta que regentaba un negocio de mozas distraidas. Nunca habia conocido a ninguna de su clase en persona y, por lo que el ama Dorotea me habia contado, eran mujeres terribles, deformes y viejas, a las que su abundante comercio carnal con los hombres habia vuelto varoniles, con barba en la cara, espaldas anchas y nuez en la garganta.
– Pero… pero, padre -balbuci-. Ella os exigia lealtad en el muelle.
– Y yo a ella desde que esta conmigo -respondio el muy contento-. Ya te he dicho que es su negocio, no su oficio. Para que lo sepas, Maria fue la manceba mas considerada de Sevilla durante diez anos. En su propia casa recibia a importantes mercaderes, nobles, clerigos, hombres de alcurnia y hasta de las Armadas Reales. Gano mas caudales en aquellos tiempos de los que he ganado yo en toda mi vida.
Habiamos entrado en el zaguan y se veian los recios horcones de madera negra que sujetaban las gruesas vigas. Era una casa magnifica, fresca, limpia y con plantas por todas partes. La musica y los gritos de la mancebia se oian de lejos, al otro lado de la pared. Una mula y un gigantesco caballo zaino, amarrados a una argolla, masticaban remolonamente granos de maiz. Mi padre se acerco hasta ellos y los acaricio con afecto.