Solo queria, influida de seguro por los encendidos sermones de los curas tridentinos de Toledo, que tu padre dejara de pecar y tornara al seno de la Iglesia y que vosotros recibierais una buena educacion cristiana. La delacion secreta debio de ser idea de su confesor o de algun otro clerigo de su parroquia.

Yo sacudia la cabeza, incredula. ?Dorotea…? ?El ama Dorotea nos habia causado todo aquel mal…? Cierto que las palabras de la senora Maria parecian firmes y valederas pero, si asi era, tambien dolian. Y mucho.

– Sosiegate Martin -me solicito mi padre, apenado-, que Maria solo es una persona discreta y larga de entendimiento que sabe poner las cosas en su punto. Ya te acostumbraras. Siempre lo hace. No se lo tengas a mal porque no ha querido hacerte dano.

– ?Y tengo que llamarla Martin ahora que ya la veo como mujer? -se quejo la senora Maria, recogiendo al mono antes de salir de la estancia.

Aquella primera noche dormi sobre un colchon lleno de pellas que ambos me pusieron sobre cuatro tablas lisas apoyadas en dos bancos. Esa primera cama me la hicieron en la pequena sala que habia entre sus dos aposentos, situados al fondo de la casa, pasado el gran salon. El servicio, me explico la senora Maria, estaba ocupado con otros negocios en aquel momento y supe asi que las mozas distraidas de su mancebia eran tambien sirvientas e hijas de aquella gran morada pues a ella la llamaban madre sin ningun recato y con grandes confianzas. Al dia siguiente, Maria Chacon me asigno una pequena habitacion contigua a la suya a la que se accedia desde su despacho pero que se encontraba, hablando con propiedad, dentro de la mancebia. La duena ordeno que se cegara la segunda puerta, la que daba al negocio, y que se cambiase la decoracion del cuarto por unos muebles mas sencillos, austeros y acordes con un joven de buena educacion. Mi mesa-bajel ocupo un lugar de privilegio: lejos estaba yo de sospechar, cuando flotaba en el oceano o me cubria del sol en la playa, que pasaria en ella largas horas de estudio porque mi nuevo padre considero que el mejor trabajo para mi eran los libros y las cuentas.

Resulto que Lucas Urbina, el marinero de Murcia que tocaba el pifano, habia ejercido, entre otros muchos oficios por todo lo descubierto de la Tierra, el de maestro de primeras letras en una escuela de La Habana, en Cuba, de donde marcho porque, segun me dijo, le asalariaban muy mal, mas se notaba que el desempeno le gustaba porque, todos los dias sin faltar ninguno, abandonaba puntualmente el cuarto en el que convivia con una de las mozas del negocio, Rosa Campuzano, y cruzaba el despacho de la senora Maria y el gran salon para esperarme, con una solemnidad que no le conociamos en el barco, en el despacho del senor Esteban, componiendose las espesas barbas y pasando las hojas de los libros y las cartillas que mi padre entregaba de grado para mi educacion.

Las mancebas de la senora Maria, cuando me vieron, convencidas de que era un muchacho y, por mas, hijo del senor Esteban («?Como se os parece, senor! Tiene la misma cara que vuestra merced. Nadie podria negaros vuestra paternidad»), me hicieron muchas bromas y carantonas y alguna hubo que, ademas, intento conquistarme para si durante mis primeros dias en aquella casa de locos, aunque, luego, viendo mi resistencia, pasara a mostrarse molesta y ofendida sin haber hecho yo nada para dar pie a su enojo.

El mes de marzo principio y me hallo concentrada en mis estudios. Por mas de las primeras letras y los numeros que me ensenaba el de Murcia, mi senor padre decidio que tambien debia aprender a montar y a manejar la espada, para lo cual, primero con Ventura, la mula, y luego con Alfana, el corcel, me mandaba al amanecer a dar grandes vueltas por la planicie que rodeaba el pueblo. Luego, dispuso que el marinero Mateo Quesada, el de Granada, que, segun mi padre, era el mejor espadachin de Tierra Firme, me ensenara todos los secretos de su arte. Sudaba a mares durante los ejercicios pero ?como disfrutaba! De seguro, mi verdadero progenitor se hubiera revuelto en su tumba de haber visto a su hija usando la espada y la daga y dando estocadas y hendientes por aqui y por alla, pero no hubiera podido dejar de apreciar mi natural destreza y mi pronta soltura en el manejo de unas armas que, para mi, significaban mis raices y mi casa, una casa, la de Toledo, que ya casi no recordaba, como tampoco el frio, la nieve, los sabanones, los cristales de hielo en las ventanas, la ropa de abrigo…

Y, entonces, cierta noche de finales de abril, cenando en el comedor pequeno de la casa, la senora Maria pregunto:

– Estebanico, ?has preparado lo de Melchor?

A las luces de las dos hachas que en la sala habia, vi a mi padre palidecer y levantar la mirada del plato. Cada palabra que dijo le costo un dolor:

– Me faltan treinta pesos de a ocho para los veinticinco doblones. Tengo para mi que no voy a vender tantos abastos en cuatro dias.

Un silencio muy pesado cayo sobre la mesa. No habia que ser muy lista para llegar a la conclusion de que mi padre le debia dinero a ese tal Melchor, que el dia de pago estaba cerca y que no disponia de la cantidad que necesitaba (?veinticinco doblones!).

– No te inquietes -le rogo Maria, apenada-. Conseguiremos lo que falta.

– Hago todo lo que puedo -declaro el, muy serio.

– Lo se. Hablare con las mozas. Tranquilo.

A la manana siguiente, antes de sacar a Alfana a la calle, mi padre me dijo:

– Preparate, Martin. Zarpamos manana al alba.

– ?Adonde vamos, padre? -le pregunte.

– A Cartagena de Indias, a mercadear lo que quedo en las bodegas del barco y a visitar a un compadre.

– Como digais.

El paseo con Alfana no me alivio la preocupacion. Mi padre tenia problemas de los que yo nada sabia y, como ni Maria ni el hablaban jamas de caudales delante de mi, desconocia si mi presencia en aquella casa suponia, como empezaba a recelar, un gasto que no se podian permitir a pesar de las buenas apariencias y del negocio de la mancebia, la tienda publica y el barco. Me propuse averiguarlo sin tardanza. Si hacerse cargo de mi les estaba perjudicando, tenia que conocerlo y remediarlo. Como se me alcanzaba que mi padre no me diria ni media palabra aunque le preguntase durante el resto de mi vida, decidi que no me iba a separar de el en Cartagena ni para aliviar las necesidades del cuerpo. Me convertiria en su sombra desde que atracaramos hasta que nos hicieramos a las velas de nuevo y, de este modo, me enteraria de lo que estaba pasando.

Nada mas anclar dos dias despues en el grandioso puerto de Cartagena, a solo treinta leguas de navegacion de Santa Marta, cargamos los bastimentos en el batel y bogamos con buen compas hasta el muelle. ?Que cantidad de navios y fragatas habia en aquel lugar! ?Y que astilleros tan grandiosos para la construccion de magnificas naos y galeras! Parecia el puerto de Sevilla el dia que zarpamos con la flota.

– Esta es la ciudad de mayor contratacion de las Indias -me dijo mi padre-. Aqui vienen a comerciar desde todas las provincias interiores del Nuevo Reino de Granada [21], desde toda la costa de Tierra Firme y hasta Nueva Espana [22], el Piru y Nicaragua.

Cartagena era inmensa, con un precioso palacio que servia de cabildo y de residencia para el gobernador, mansiones senoriales blasonadas, casa de armas, casas reales para los jueces y oficiales, carcel publica con soldados de presidio, elegantes hospedajes, catedral y numerosas iglesias y monasterios. Y, todo ello, construido con gruesos sillares de piedra, lo que no dejaba de ser extraordinario en un mundo de madera y barro como era el Caribe. Por otra parte, no menos de dos mil vecinos, sin contar esclavos, negros libres, mestizos, mulatos, indios y demas castas, habitaban sus barrios y arrabales. A su lado, Santa Marta, con sus sesenta vecinos, era menos que un villorrio miserable.

Acudimos al mercado de la plaza del Mar, vendimos nuestros productos y se nos dieron bien los negocios. En Tierra Firme siempre faltaba de todo. Si el rey hubiera permitido que los comerciantes de otros paises nos abastecieran de lo mas necesario cuando los de Espana no podian hacerlo, el Nuevo Mundo hubiera florecido con la fuerza y la potencia con que florecian alli las arboledas y las selvas. Por eso era tan importante el trabajo de los mercaderes de trato como mi padre, que llevaban las mercaderias que sobraban o se producian aqui hasta alli y las de alli hasta alla y las de alla hasta aculla y vuelta a empezar. Las colonias no hubieran sobrevivido de no ser por ellos.

Al terminar la segunda manana de mercado en la plaza, ya sin nada que vender, trocar ni granjear, empezamos a recoger nuestros bartulos. Solo faltaban el marinero Rodrigo, que habia pedido licencia a mi padre para ir a jugar unas partidas de dados y naipes a una conocida casa de tablaje de las muchas que habia en Cartagena, y Lucas Urbina, mi maestro, que habia ido a raparse las prietas y aborrascadas barbas. Los demas,

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