– ?Que quieres saber? -me pregunto sentandose mas tranquilo sobre una rueda de gruesa maroma.

– ?Quien es Melchor de Osuna? -repuse yo, tomando asiento frente a el.

– El peor rufian de Tierra Firme. Un maldito birlador que tiene por granjeria robar a tu padre bajo capa de ley y justicia. Si no fuera pariente de los Curvos, ya le habria clavado yo mismo un punal entre las costillas mucho tiempo ha.

– ?Tan malo es? -me angustie.

– El peor de los hombres.

– ?Y los Curvos? ?Quienes son esos?

– Los hermanos Arias y Diego Curvo, naturales de Lebrija, Sevilla. En Tierra Firme se los conoce como los Curvos. Son los comerciantes mas poderosos y ricos de Cartagena. Melchor de Osuna es un primo al que tienen apadrinado para que aprenda el negocio. Estas familias importantes recurren a los parientes para conseguir empleados de confianza y robustecerse beneficiando a sus allegados. Al frente de la casa de comercio que los Curvos tienen en Sevilla se halla otro de los hermanos, Fernando, que es quien recibe las peticiones de la parentela y hace los favores mandandolos a Tierra Firme con Arias y Diego. Fernando esta inscrito en la matricula de cargadores a Indias y envia las mercaderias a sus hermanos en navios propios que viajan con las flotas anuales.

– ?Y por que mi padre le debe caudales al de Osuna? -Mi preocupacion iba en aumento. Cuando topas con los ricos y los poderosos puedes darte, por perdido si eres de humilde condicion.

Rodrigo se paso las manos por la cara para secarse el sudor.

– Tu senor padre firmo un contrato con Melchor obligandose a suministrarle ciertas cantidades de piezas de lienzo brite y de libras de hilo de vela [23] que debia entregarle en unos establecimientos que el miserable estafador tiene en Trinidad, La Borburata y Coro. Era un contrato muy ventajoso del que el maestre hubiera obtenido unos muy buenos beneficios, pero todo salio mal. La flota de Los Galeones traia todos los anos lienzo brite e hilo de vela en abundancia, por eso tu senor padre pensaba comprarlos a buen precio en la feria de Portobelo, la que se celebra cuando llegan las naves de Espana, y llevarlos a los establecimientos de Melchor para cobrar los dineros. Mas, por alguna maldita fortuna, aquel ano de mil y quinientos y noventa y cuatro la flota no trajo ninguna de estas dos mercaderias y Melchor de Osuna, en lugar de comprender la situacion, hizo efectivos los terminos del contrato en los que se estipulaba que, en caso de incumplimiento, el senor Esteban incurriria en pena de comiso a su favor para resarcirle por los danos y perdidas.

Me costaba entender lo que Rodrigo contaba porque jamas habia tenido que enfrentarme a cuestiones de semejante jaez, mas se me alcanzaba que, seis anos atras, mi senor padre habia dejado de cumplir un acuerdo comercial y que por ello tenia que pagar aquellos dineros a Melchor.

– El de Osuna -siguio contandome Rodrigo- acudio al escribano de Cartagena ante el que se habia otorgado el contrato y exigio que todos los bienes del senor Esteban fueran confiscados y pasaran a su propiedad, lo que se llama ejecucion en bienes por el total. El escribano llamo a los alguaciles y tu senor padre perdio la casa de Santa Marta, la nao y la licencia de la tienda. No se pudo hacer nada. De la manana a la noche, la senora Maria y el se quedaron sin un maravedi, porque la mancebia tambien habia que cerrarla por falta de vivienda. Pero, entonces, Melchor de Osuna, simulando generosidad, le ofrecio otro arreglo legal a tu senor padre: un contrato a perpetuidad que, por pacto, no puede redimirse nunca y mediante el cual le deja todos los bienes en usufructo siempre y cuando le pague por tercios una cantidad anual de setenta y cinco doblones durante el resto de su vida.

– ?Setenta y cinco doblones! [24] -exclame, aterrada. Con esos caudales podia alimentarse una familia completa durante anos y anos. Era una verdadera fortuna.

– Debe pagar sin falta para no ir a galeras como forzado del rey. Por eso tu senor padre sigue trabajando a pesar de su mucha edad. Si quiere conservar su casa, su tienda y su barco debe entregarle a Melchor veinticinco doblones cada cuatro meses. A veces lo consigue y a veces no, entonces la senora Maria pone lo que falta y, si no lo tiene, lo pide prestado a las mozas del negocio y, entre ellas y nosotros, los marineros, completamos la suma para ese maldito bellaconazo que el diablo se lleve. De no ser por las muchas cuentas que hace la madre -se referia a la senora Maria-, seria imposible pagar la deuda. Lo peor es que, el dia que el senor Esteban muera, todo pasara a manos de ese ladron pues, con la ley en la mano, es el propietario legal de todos los bienes de tu padre.

– ?Y eso no es un arreglo usurario? -la usura estaba prohibida y penada por la justicia. Los cristianos no podian ejercerla porque se consideraba un trabajo judaizante, contrario a la doctrina catolica-. Ese pago anual de setenta y cinco doblones parece…

– No es usura, Martin, se llama negocio. Eres muy joven aun para comprender la diferencia.

Sentia una gran afliccion en mi corazon. Aquellas buenas gentes me habian acogido en su casa y protegido de mi mala ventura, ademas de salvarme de la soledad de mi isla. Me daban pan, lecho y cobijo y, en el entretanto, acopiaban los maravedies como menesterosos para pagar a un ruin sablista que los estaba privando de hasta la ultima gota de sangre. Rodrigo comprendio mi pena y, levantandose, me dio un golpecito de consuelo en la espalda y se marcho en silencio, dejandome sola entre las sogas, las maromas y las anclas.

Algo tenia que poderse hacer. Alguna solucion debia de haber para aquella injusticia. Matar a Melchor, como decia Rodrigo, no era el camino correcto aunque resultara tentador. Tampoco yo entendia de contrataciones y leyes. La justicia del rey era implacable y todo el mundo sabia que nada podia hacerse en cuestion de escribanos, procuradores y jueces cuando era gente poderosa la que se tenia enfrente, y si para el caso Melchor de Osuna no lo era bastante, sus primos los Curvos si, de suerte que el senor Esteban estaba atrapado en aquella sinrazon como una mosca en una telarana y de nada le valdrian ni testigos ni probanzas.

Y asi estaba, embebecida en mis pensamientos, cuando mi padre me llamo a gritos desde la cubierta:

– ?Martin! ?Miserable muchacho del demonio! ?Donde te has metido? ?Es que no piensas trabajar? ?Por mis barbas! ?El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!

– ?Voy! -exclame dando un brinco.

Es de gente bien nacida ser agradecida y yo pensaba serlo con mi padre postizo hasta donde la vida me dejase, asi que no me importaron ni sus voces ni sus rudas palabras. Me jure en aquel instante que o salvaba al senor Esteban y a la senora Maria de las trampas de Melchor de Osuna o dejaba de llamarme para siempre Catalina Solis… o Martin Nevares… En fin, cualquier nombre que tuviera pues, para el caso, daba igual.

Iniciamos el tornaviaje hacia Santa Marta al atardecer, mas no era lo mismo marear hacia el poniente, con el favor del viento y en el sentido de la corriente, que hacerlo al contrario, de modo que si las treinta leguas de ida podian salvarse en poco mas de una jornada, las mismas treinta leguas a la vuelta requerian, a lo menos, dos o tres. Asi, Guacoa viose obligado a pilotar dando bordadas para ganar barlovento y nosotros, los marineros, a trabajar sin descanso afirmando las jarcias y maniobrando las vergas, las entenas y las velas para no perder el gobierno de la nave e ir a dar contra las rocas de la costa. Menos mal que mis trabajos en la isla me habian robustecido y que, teniendo la apariencia de un mozo de quince o dieciseis anos, nadie esperaba mas de mi.

A pocas horas ya de llegar a nuestro puerto, siendo casi de noche y con la cena en la olla, el grumete Nicolasito lanzo un grito de alerta que nos hizo girar la cabeza en redondo hacia donde el estaba. Por el lado de estribor, en tierra, unas luces hacian senas de un lado a otro, y parecia que unas eran de antorchas y otras de fanales, pero que todas se movian para ser vistas y para llamar nuestra atencion. Guacoa lanzo una silenciosa mirada al maestre y este, imperturbable, ordeno arriar velas y detenernos, aunque sin decir nada de echar las anclas o bajar el batel.

– ?Sera una trampa, Mateo? -pregunte a mi compadre mas cercano, sin quitar los ojos de las misteriosas luces.

– Esa es la bahia de Taganga -respondio este, apoyando las manos en la borda y senalando con el menton-, tan cercana al puerto de Santa Marta que bien pudiera tratarse de un grupo de vecinos que hubiera salido huyendo de algun asalto pirata a la ciudad.

– O bien los propios piratas -aventuro el grumete Juanillo, asustado.

– Lucas -dijo mi senor padre-, da un grito en ingles a ver si responden.

Me sorprendi al saber que Lucas, mi maestro, hablaba el idioma de los enemigos de Espana, pues estabamos en guerra con Inglaterra desde hacia doce anos, cuando la Armada Invencible fue derrotada por los ingleses en las aguas del canal de la Mancha. El de Murcia, obedeciendo la orden, con un vozarron tan imponente como sus espesas barbas, trono unas palabras que no entendi. Nadie contesto desde la playa. Las luces se detuvieron unos

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