incluidos los grumetillos, trabajabamos con muchas veras para huir del pesado calor del mediodia, que ya se acercaba. El resto de los comerciantes, tenderos y buhoneros, cerrando sus puestos, escapaban presurosamente buscando las sombras por los rincones.
– A la nao -ordeno mi padre-. Hemos terminado.
Un poco raro me sono a mi aquello.
– Mire bien -le dije-, que no estamos todos y que, por mas, tiene vuestra merced que acudir a visitar a un compadre aqui, en Cartagena, que tal me dijo en Santa Marta la noche antes de zarpar. ?Quiere que le acompane?
El me miro a hurtadillas, como desconfiando de mi y de mis palabras, y, luego, con un gesto vago de la mano, me rechazo.
– Vete al barco con los hombres -me ordeno-. Que Mateo y Jayuheibo regresen al muelle y esperen a Rodrigo y a Lucas en el batel, que yo cogere uno de alquiler para volver a la nao cuando me interese.
Asenti, como obedeciendo, y segui con el trabajo pero, en cuanto el se despidio y se alejo, saliendo de la plaza, cogi mi sombrero y les dije a mis compadres que hicieran lo que habia ordenado el maestre pero que Mateo y Jayuheibo me esperasen a mi tambien en el muelle.
– Lleva cuidado, Martin -me previno Mateo-. Eres muy joven para andar solo por Cartagena. Tu padre se enfadara mucho cuando se entere.
– ?Mi padre no se tiene que enterar! -grite, tomando el mismo cantillo por el que el habia desaparecido. Lo tenia a menos de cincuenta pasos de distancia y asi me mantuve todo el camino para que no se apercibiera de mi presencia.
Cruzamos el centro senorial de Cartagena, cada vez mas vacio por la fuerza con que apretaba el sol de mediodia. Temi que nos quedasemos finalmente solos mi padre y yo en las solitarias calles, pues ni personas ni bestias se atrevian a arrostrar aquel aire ardiente e irrespirable. Al poco, abandono el centro, cruzo las murallas, atraveso una cienaga y se interno en unos humildes arrabales formados por esas casas hechas con palos embarrados y techos de palma que los indios llaman bajareques. Luego supe que aquel misero barrio era el de Getsemani, donde vivia la mas pobre gente de Cartagena. Por ser el calor tan humedo, no se secaba nunca el fango del suelo, cebado con los desperdicios y evacuaciones de los vecinos. Dejamos atras aserraderos, tejares, almacenes, curtidurias… todos cerrados a esas horas del dia. Y asi, mi padre fue atravesando senderos, sorteando hatos y estancias y cruzando solitarios paramos, por lo que me vi obligada a emboscarme donde buenamente podia (tras canas, matas y cactus, clavandome formidables espinas con tal de que no se me viera) y, por fin, llego a una hacienda situada en un claro enorme de la selva en la que habia muchos indios y esclavos negros aherrojados por los cuellos a largas cadenas de hierro. Aquellas pobres gentes estaban trabajando muy duro bajo el ardiente sol, unos talando arboles, otros despedazando grandes bloques de piedra con picos, palas, cinceles y martillos, y otros mas, alimentando con lena unos extranos hornos con forma de vasos muy altos de cuyas paredes, a traves de muchos ojales, salian unas llamas enormes. El ruido era muy grande y se acrecentaba segun te allegabas. A lo que pude ver, por el asiento de aquellos altos vasos salia una especie de escoria o desperdicio que caia en pequenas albercas de agua puestas a tal fin. Sin duda, en aquel patio se extraian metales preciosos.
Entonces, a menos de un tiro de piedra del lugar, mi senor padre se detuvo y se volvio hacia mi:
– Se que estas ahi, Martin -me dijo, enfadado-. ?Se puede saber que demonios haces?
Sali de mi pobre escondite, sorprendida por su clarividencia.
– Seguir a vuestra merced, padre.
– Pues me vas a esperar aqui sin dar un paso mas.
– ?Como ha sabido que le seguia? -pregunte, molesta.
– ?Crees que puedes ocultar tu vistoso chambergo rojo? -se burlo, entrando en la propiedad y dejandome con tres pares de narices bajo el sol y en mitad del campo. Le vi entablar conversacion con un hombre que descansaba en una hamaca, a la sombra del porche de una gran casa blanca de recios portalones. Estaban lejos, mas pude reparar en que el hombre, que evidentemente era el amo de todo aquello, no hizo traer una silla para su visitante, obligandole a permanecer de pie mientras el seguia comodamente tumbado. Hubo un silencioso intercambio de objetos: mi padre le entrego una bolsa de monedas que extrajo de su faltriquera y, a trueco, el hombre le correspondio con un simple papel. Eso fue todo. Luego, mi padre se despidio friamente y salio de alli. Le vi regresar, cabizbajo y pensativo, con un paso tan cansino que parecia como si cargara el solo con cien toneles o cien botijas, aunque nada llevaba. Pronto lo tuve a mi lado y, con su mano en mi hombro, como le gustaba caminar, me dirigio en completo silencio hacia la ciudad, negandose a responder a mis preguntas o a dar replica a mis comentarios. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado en aquella hacienda, no habia sido nada bueno.
Como les habia dicho a Mateo y a Jayuheibo que me esperasen en el muelle, alli estaban los dos junto con Rodrigo y Lucas, bebiendo y alborotando para espantar el tiempo. En cuanto nos vieron llegar, se pusieron a desamarrar el batel a toda prisa y a darnos las espaldas para hacerse invisibles a los ojos de mi padre, quien, sin embargo, como iba tan amohinado, no reparo en su inobediencia. Al ver a Rodrigo, al punto se me ocurrio un ardid:
– Rodrigo -le dije en un aparte con voz queda-, saca de la faltriquera de mi padre un papel que encontraras plegado y damelo.
El de Soria rehuso mi peticion con rapidas sacudidas de cabeza e intento ignorarme agarrando el remo como si la vida le fuera en ello, pero yo no podia permitir que el antiguo garitero de Sevilla, maestro de fullerias, cuyos encallecidos dedos eran capaces de hacer aparecer y desaparecer los naipes y hasta los mazos completos como por arte de magia, desairara mi demanda por mucho respeto que le tuviera a mi padre. Asi que tome su mismo remo y me sente a su lado.
– Rodrigo, amigo -le suplique en susurros-, no temas desaguisado alguno ni entuerto de ninguna clase. Antes bien, si me entregas ese papel que guarda mi padre, te aseguro que me ayudaras a enmendar una injusticia.
– ?La de Melchor de Osuna? -me pregunto el, dejandome muy sorprendida.
– ?Que sabes de ese Melchor?
– ?Alto, vosotros dos! -grito mi padre desde la proa. Bogabamos ya hacia la nao, maniobrando entre los muchos barcos del puerto de Cartagena-. Remad y callad, que no estamos aqui para charlas y parloteos.
Rodrigo gruno y no abrio mas la boca pero, en cuanto pisamos la cubierta de la nao, me cogio por el brazo y me arrastro hasta el compartimento de anclas y sogas.
– Toma, lee -dijo alargandome el papel. Le mire con admiracion. Ignoraba como y cuando lo habia cogido pero, en verdad, era un tramposo muy habil. Su cara estaba seria y su piel curtida como el cuero tenia lineas blancas en los bordes de los ojos. Se le notaba disgustado-. Lee presto, que nos van a pillar.
– Podria leerlo si quisiera -me enfade-, pero tardaria mucho tiempo porque aun estoy aprendiendo. Dime tu lo que pone.
El ni pestaneo. Plego el papel y lo hizo desaparecer en su gruesa manaza.
– Es una carta de pago. Melchor de Osuna declara que ha recibido de tu senor padre los veinticinco doblones del primer tercio de este ano por la deuda total que tiene contraida con el.
– ?Que deuda es esa?
– Para mi tengo, Martin -repuso Rodrigo, girando sobre sus talones-, que no soy yo quien debe hablarte de estas cosas. Son asuntos de tu padre que, si quiere, ya te contara el.
Me lance como una fiera y le cogi por la camisa para impedir que se marchara.
– Bien dices, Rodrigo, y hablas debidamente, pero sabes que mi senor padre se cuida mucho de sus cosas y que yo acabo de llegar y que no va a contarme nada por su propia boca. Solo se que la senora Maria andaba muy preocupada estos dias porque, a lo que se veia, los dineros no alcanzaban para satisfacer el tercio. Los dos sufrian y yo no podia hacer nada para remediarlo. Pareceme a mi que, si tu me lo cuentas, yo sabre responder acertadamente en proximas ocasiones y, ?quien sabe?, acaso podria ayudar en algo. Tendrias que haber visto la cara de mi padre cuando salio de la hacienda de ese tal Melchor.
Mis palabras parecieron conmover al hosco Rodrigo, que se quedo en suspenso unos instantes y, luego, nervioso, dijo:
– No es tiempo de detenernos a hablar. Esperame aqui, que voy a devolver el recibo antes de que el maestre se de cuenta de que no lo tiene.
Salio y regreso en un soplo.